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04 octubre 2016

La indignación cotidiana


Punto Final

Todos los días, millones de santiaguinos sufren con la movilización colectiva. Buses que ya están desvencijados; pasajes caros; un ferrocarril urbano, en su mayor parte subterráneo, sobrexigido que sufre constantes fallas. Estas temáticas son abordadas en el libro Transantiago. La capital indignada de Claudio Garrido, Ediciones Radio Universidad de Chile, 214 págs. Un reportaje que presenta la historia de ese plan y sus consecuencias. El académico Claudio Salinas Muñoz, profesor del Instituto de Comunicación e Imagen, lo destaca así: “Estamos ante un libro informativo, pero sobre todo que ofrece una perspectiva de interpretación para todo aquel lector que una vez escandalizado o indignado requiere explicaciones de la ineptitud de sus dirigentes”.

Un libro de denuncia y ofensiva, que abarca tres gobiernos y medio que han tratado de encontrar solución al problema del transporte colectivo del Gran Santiago. Antes de 2007 cientos de empresarios particulares operaban en forma caótica miles de vehículos altamente contaminantes en su mayoría, que ponían en peligro la vida de los pasajeros disputándoselos, incentivados por la competencia entre choferes. No respetaban a los estudiantes con su agresividad, provocaban situaciones de tensión y tratamiento inaceptable para niños y adolescentes. Entretanto, el Metro de Santiago extendía sus líneas convirtiéndose en columna vertebral del transporte colectivo que, al menos en los planes, debería ser complementado por una red de transporte de superficie a tono con las exigencias de una gran ciudad. En 2001, preparando el cambio, se realizó una Encuesta de Origen-Destino de Viajes que serviría de base para el nuevo sistema. El gobierno del presidente Lagos chocó con los empresarios privados del transporte, llegando incluso a aplicarles la Ley de Seguridad Interior del Estado ante paros ilegales.

Al mismo tiempo, comenzó a prepararse el nuevo sistema, con medidas tales como cobradores automáticos en los buses (que fracasaron sin atenuantes), ensayos de nuevos recorridos, reemplazo de buses antiguos, etc. Un equipo de trabajo dirigido por el ex ministro Germán Correa puso manos a la obra, teniendo como modelos la ciudad de Bogotá, en Colombia, y Curitiba (en Brasil). No fue tarea sencilla. Los intereses eran de todo tipo. Hasta de simple figuración que podía o no ir unida a ventajas materiales, como también coimas y sitios privilegiados. Estaban en juego miles de millones de pesos. Una empresa española, Sacyr, presentó un proyecto que significaba la construcción de cien kilómetros de líneas férreas. Y también pidió un anticipo suculento. La compra de buses a Volvo, transnacional sueca, fue, según se dijo, la mayor operación en la historia de la firma. En algún momento fueron mencionados algunos parientes de ministros que tenían intereses en la empresa LIT de transportes de pasajeros y carga. El alcalde de Santiago, Jaime Ravinet, trató de dirigir los planes, y por su parte el intendente de Santiago, Marcelo Trivelli, discurrió pavimentar nuevamente la Alameda para asegurar una carpeta óptima para los buses. Esfuerzo acompañado de abundante publicidad que tuvo que silenciarse cuando se comprobó que la pavimentación había quedado defectuosa. Las pugnas y errores técnicos determinaron la salida de Germán Correa y también de Javier Etcheberry, ministro de Obras Públicas.

El presidente Lagos no vaciló en hacer promesas. Anunció que en mayo de 2006 los santiaguinos tendrían un transporte de “clase mundial”, menos contaminante, rápido y eficiente. Se pagaría con una tarjeta una tarifa semejante a la que se pagaba entonces en la movilización privada. Es decir unos 300 pesos que llegarían a 400 en el sistema integrado. Los usuarios podrían adquirir tarjetas y recargarlas en locales próximos a sus domicilios. Los horarios serían flexibles y habría plena cobertura en el conjunto de la ciudad. Habría, por lo anterior, un trato amable y menos accidentes.

Poco de eso se cumplió y correspondió al primer gobierno de Bachelet afrontar una puesta en marcha que resultó fatal y que se recuerda hasta ahora como un episodio bochornoso. Se acercaban las elecciones presidenciales y el día en que debería comenzar a funcionar el Transantiago. Sería, sin falta, el 10 de febrero de 2007.

Fue un día de pesadilla. A pesar de los avisos e instrucciones, los santiaguinos sintieron que los cambios no habían sido preparados debidamente. De un día para otro, los recorridos antiguos desparecieron y surgieron, además, zonas de cambio de medio de transporte para completar los recorridos. Las tarjetas no eran fáciles de manejar y sólo se vendían en determinados lugares, los choferes no conocían bien los recorridos y en no pocas esquinas los buses articulados no podían virar. Las protestas estallaron en todas partes. El ministro de Transportes, Sergio Espejo, se convirtió en el funcionario más aborrecido del gobierno. Se hicieron esfuerzos por normalizar la situación, pero resultaron inútiles. El 25 de marzo la propia presidenta de la República debió pedir disculpas por cadena nacional de radio y televisión.

El ministro Espejo tuvo que renunciar. Fue reemplazado por René Cortázar cuya primera preocupación fue conseguir dinero. En los dos primeros meses las pérdidas del Transantiago ascendieron a 10 millones de dólares. Entre negociaciones y medidas de emergencia, y con la utilización a fondo del Metro, las cosas se fueron normalizando dentro de una evidente precariedad, hasta hoy.

Si bien las cosas han mejorado, todavía el Transantiago está muy por debajo de lo prometido. En parte porque los buses están obsoletos y no se han construido los corredores troncales para facilitar el desplazamiento expedito. Las empresas concesionarias abusan aprovechando el término de los contratos. Manipulan la frecuencia de los buses privilegiando las horas punta y dilatando hasta la exasperación el servicio en los otros horarios. Desde el primer día pudo comprobarse que las empresas no enviaban toda la flota a las calles, amparadas por el pago asegurado por la demanda referenciada. Resultado: el Metro fue sometido a sobreutilización y el Transantiago es un servicio en cotidiano deterioro.

A finales del año, el Ministerio de Transportes y Telecomunicaciones publicará las nuevas bases de licitación para que las compañías que operan el Transantiago se interesen en participar desde 2018. No bajarán las tarifas, que ya son altas. El pasaje cuesta en promedio un dólar, mucho más caro que en otros países. Pasajes altos favorecen la evasión, especialmente en los recorridos populares. Las empresas para bajar costos abusan con los trabajadores. Choferes y mecánicos sufren malos tratos y falta una infraestructura básica, de manera que son corrientes los conflictos que afectan la circulación de los buses. El 2 de junio de 2014, un dirigente de Redbus, Marco Antonio Cuadra, se empapó con combustible y se prendió fuego luego de ser despedido por la empresa a pesar de su calidad de dirigente sindical. Murió 25 días más tarde.

Volviendo al libro: hay que decir que, junto con sus méritos, faltan opiniones de urbanistas que integren el transporte a los necesarios cambios de la ciudad. Igualmente el detallismo de la exposición debilita elementos principales del problema.

Citemos textualmente algunos párrafos: “En septiembre de 2015, Transantiago recibió 400 mil millones de pesos anuales, equivalente a 578 millones de dólares al tipo de cambio de entonces. La ley 20.897 promulgada en 2015, aumenta ese subsidio a 430 mil millones de pesos hasta el año 2017 y tendrá un alza hasta los 500 mil millones de pesos entre 2018 y 2022. Desde el año que comenzó este subsidio, 2009, el sistema ha recibido 1 billón 800 mil millones de pesos”.

El libro permite reflexionar. Y enfrentar una vez más la pregunta: ¿No sería mejor estructurar un sistema de transporte del Estado u otro ente público, como en muchos países?





Publicado en “Punto Final”, edición Nº 861, 30 de septiembre 2016.









http://www.rebelion.org/noticia.php?id=217454

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