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15 abril 2017

Una nueva generación se enfrenta al modelo político-social anquilosado



Serbia, lucha contra la anormalidad

Saltamos


No es extraño que cuando le preguntas a un estudiante serbio si le gustaría marcharse al extranjero te responda: “sí”. Varios son los motivos, pero uno se repite con cierta asiduidad: “Me gustaría vivir en un país normal”. Esta afirmación no refleja la búsqueda de un proyecto de vida, sino más bien escapar de otro, hacia un país –existen pocos– donde el sentido común prevalezca. No es que Serbia sea un mal lugar donde estar, no lo es, todo lo contrario, pero no es un lugar que incite a soñar con una vida mejor para quien no la tiene, y hay mucha gente, sobre todo los más jóvenes, que sufre esta situación.

Durante años ese estado de insomnio no solo generó emigración entre los más desesperados y los ambiciosos, también dos modelos de asimilación política que han generado mucha frustración: por una parte, aquellos que supieron apañárselas en los códigos, muchas veces injustos, de las redes informales del mundo exsocialista; por otra, aquellos que terminaron en un estado perpetuo de desafección e incertidumbre, aturdidos ante un horizonte que había dejado de ser cómodo y previsible. Para bien y para mal se había esfumado el paternalismo titista, no así su burocracia.

La misma política serbia se sirvió de ese estado de conmoción postyugoslava para renunciar al progreso social. El bajo nivel de vida se justificaba enteramente por esa situación anómala, revivida y reproducida día tras día por crímenes de guerra, rivalidades regionales, revisionistas histéricos o por el victimismo que tanto se estila entre los nacionalistas, en las kafanas y en las cocinas serbias, hasta que la claustrofobia y la redundancia del escenario político devenían en un estado de permanente sometimiento. Mientras, los mismos políticos, por décadas, seguían y siguen apoltronados en los platós de televisión.

La apatía llegó hasta tal punto que el aumento del desempleo y la subida del dinar, a raíz de la crisis de 2008, no tuvieron una respuesta equivalente en Serbia a la vivida tras los recortes en Grecia, España o Portugal. Parecía como si la sociedad serbia, y la balcánica en general, no tuviera capacidad de respuesta, incapaz de asociarse ante los envites lanzados por la clase política en forma de abusos de poder, injusticias sociales, descenso de libertades y corrupción. Las calles se fueron rindiendo a la abulia y la indiferencia, hedonismo expresado mediante prolongados cafés a media tarde, pero con semblantes en el transporte público que no dejaban de expresar caras de amargura los días lectivos.

Elecciones, más de lo mismo

Tampoco es que las elecciones presidenciales del 3 de abril aventuraran nada diferente. La victoria, se presumía, iba a ser para el primer ministro Aleksandar Vučić, como así fue (56% de los votos). Ha logrado algo inaudito: compaginar ser primer ministro y presidente mientras no se forme nuevo gobierno y, además, ser apoyado por la altas instancias mundiales, entre ellos Merkel y Putin, con el espaldarazo de Gerhard Schroeder, invitado a su campaña electoral, o, incluso, dejándose ver, no mucho antes, con Bill Clinton, alentador de los bombardeos de la OTAN a Yugoslavia y de la independencia de Kosovo que tantos réditos políticos han dado y siguen dando al nacionalismo serbio. La ironía en todo esto es que Vučić había decidido presentarse –incumplió su promesa de no hacerlo– ante los riesgos de derrota de su mentor, Toma Nikolić, sin ningún músculo político y eclipsado desde hace cinco años por la tenacidad y el brío de su discípulo.

La oposición, disgregada, reproducía el principal problema que aqueja al escenario político serbio: cada político quiere para sí el control del monopolio político, bien en el gobierno o en la oposición. Parece que las tendencias autoritarias son irrefrenables y todos juegan al todo o nada hasta que logren, al menos, algún ministerio. La duda era si habría segunda vuelta, y no la hubo. Once candidatos no lograron que acudieran más que el 55% de los llamados a las urnas. Resultado: Aleksandar Vučić con un apoyo del 25% del electorado, como también ocurrió en las parlamentarias, volvió, si cabe más, a ser dominador absoluto de la política serbia.

Esas cifras reflejan el principal problema y ayudan a contextualizar, parcialmente, el origen de las protestas estudiantiles en Belgrado, Novi Sad o Niš. Un 75% o bien es opositor a Vučić o no se siente representado, o no está interesado en la política, y, sin embargo, ese mismo porcentaje, en su mayoría, va viendo su calidad de vida descender paulatinamente, sin signos de mejoría. La situación política es tan desalentadora que Luka Maksimović (9%), cuya apuesta política consiste principalmente en parodiar a la clase política local, logró el favor de casi 350.000 votantes, consiguiendo más votos que el expresidente de la Asamblea de Naciones Unidas y ex ministro de Asuntos Exteriores, Vuk Jeremić (5%).

Una novedad es que un sector de las fuerzas sociales, sobre todo en Belgrado, apoyó al candidato Saša Janković, exdefensor del pueblo, quien concurría a las elecciones como candidato independiente, aunque con el apoyo del Partido Democrático, otrora referencia de la Serbia democrática, hoy partido desilusionante. Aunque parecía que su figura se iba estirando durante la campaña, obtuvo apenas 200.000 votos (16%) más que Maksimović. Desde este rincón del escaparate político, la oposición en Belgrado surge, como siempre, distanciada de la Serbia rural, caladero del nacionalismo y del clientelismo político, votantes inmersos en una acostumbrada y recia precariedad, pragmática y escéptica, pero una masa social imprescindible para alzarse con el poder en democracia.

Las similitudes en el discurso político fue una ventaja para Vučić, que se concentró en convencer que garantizaría el orden y la fuerza del Estado, como también hicieron sus rivales políticos. Como es habitual, los mensajes resultan casi indistinguibles, aparte de los tradicionales ataques personales, siendo los principales candidatos a la presidencia sobre el papel proeuropeos (más del 80% de votos). Pero Vučić sí utilizó la carta de la inseguridad, erigiéndose en una especie de leviatán que salvaguardará a los serbios del “escenario macedonio” –el vecino del sur lleva tres años en una espiral de turbulencias políticas–, como hacedor de la paz en la región: la concepción del Estado como monopolio de la violencia y no como espacio seguro de interacción y pluralismo democrático. El dramatismo sigue calando en la sociedad, frente a la desconfianza que generan los nuevos proyectos políticos, tantas veces decepcionantes desde la revolución de octubre del 2000.

Una nueva generación

¿Por qué surgen las manifestaciones? Tres motivos merecen ser destacados. El primero, las elecciones parecen haber sido irregulares. La inexistencia de oposición ha reducido la presencia de interventores. Janković acusa a Vučić del “robo potencial de 319.000 votos”, que tal vez hubieran permitido una segunda vuelta. La “captura del Estado” por parte del partido en el Gobierno, el SNS, ha erosionado los mecanismos de control electoral, pero también ha tejido una extensa red de fieles seguidores que sancionan en sindicatos, empresas, y en las administraciones públicas la disidencia política o, incluso, el secreto de voto.

El segundo es el bloqueo mediático en el que anda sumido el país, cuyos medios de comunicación, en su inmensa mayoría, apoyan al primer ministro y presidente serbio, sin decencia ni disimulo alguno, empeorando, si cabe más, el expediente dejado por Slobodan Milošević, de cuyo gobierno el mismo Vučić fue ministro de Información con menos de 30 años.

¿El motivo más relevante?: una nueva generación política, sin las heridas del pasado, es consciente de que debe confrontar un modelo político social donde la afiliación al partido no es conditio sine qua non para sobrevivir, pero sí para prosperar.

No es un momento propicio para organizar una protesta, con la victoria electoral de Vučić tan reciente, pero su espontaneidad y frescura desactivan las acusaciones esgrimidas habitualmente en la política balcánica, refugio de la élite y de los indolentes, por las que cualquier expresión de disconformidad parece sugestionada por alguna fundación foránea que tiene a sueldo a los manifestantes. Como si la movilización social no estuviera justificada por sí misma, según los malos indicadores sociales que presenta el país en términos de calidad de vida, desigualdad, corrupción, mal funcionamiento de las instituciones, trabas a la independencia del Poder Judicial y descenso de las libertades civiles. La pregunta sería otra, e invitaría a la chanza: ¿a qué intereses ocultos responden aquellos que no se manifiestan?.

Bajo el grito de “Abajo la dictadura” se desarrollan las actuales manifestaciones, con pitidos de silbatos y proclamas hacia los curiosos para que se sumen a ellas. No es un nuevo estado de movilización política, sino que sigue el curso de las protestas pacíficas, celebradas desde hace más de un año por la iniciativa Ne da(vi)mo Beograd, contra el proyecto de especulación urbanística Belgrade Waterfront, pero sí devuelven el protagonismo a los más jóvenes, los estudiantes, silenciados desde hace mucho tiempo, atados de pies y manos, y sumergidos en el barro del tedio político durante esta inacabable transición.

La desintegración de Yugoslavia, la crisis económica, las sanciones internacionales, las masas ingentes de población desplazada desde Bosnia, Croacia y Kosovo durante los años 90 y la falta de perspectivas empujaron, en su momento, a la población a escapar en busca de un porvenir. Las continuidades con el pasado reciente no deben ignorar una discontinuidad aún más importante: la ruptura con un pasado derrotista, el primer paso para salir del inmovilismo.

Para los estudiantes, durante las dos últimas décadas, la opción más realista (“normal”) fue siempre la emigración –solo en Alemania, Austria y EE.UU hay más de 2 millones de serbios (Serbia tiene 7,5 millones de ciudadanos)–, como lo hicieron los gastarbajters yugoslavos en los años 60 y 70. No en vano, durante las protestas, un jubilado reivindicaba las manifestaciones: quería que sus nietos volvieran de Canadá algún día. Una forma legítima, democrática, de luchar: una reacción normal cuando hasta los que están en contra de las protestas y miran el futuro con desinterés reconocen que gobierna la anormalidad.





https://www.rebelion.org/noticia.php?id=225384


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