El 2 de agosto de 1964 el destructor norteamericano USS Maddox, que se encontraba en una misión de espionaje en el golfo de Tonkín, aguas que el gobierno estadounidense reclamaba como internacionales y que el entonces Vietnam del Norte demandaba por su cercanía como parte de su territorio, recibió un supuesto ataque de tres lanchas torpederas norvietnamitas, aunque “casualmente” ninguno de los torpedos alcanzó al destructor. “La gran prensa” se hizo eco de inmediato de la noticia, conocida como “el incidente del golfo de Tonkín”.
Al día siguiente, el destructor USS Turner Joy se unió al primero, y según nos contaba esa gran prensa, un día después se detectaron en los radares cinco objetos sospechosos dirigidos a ellos en formación de ataque; los destructores abrieron fuego y los medios afirmaron que habían hundido dos lanchas. Inmediatamente Lyndon B. Johnson ordenó el ataque de cazabombarderos ubicados en los portaviones USS Ticonderoga y USS Constellation, que demolieron embarcaciones e instalaciones petrolíferas de Vietnam del Norte: se destruyeron 8 barcos, se dañaron otros 21 y se arrasó con la refinería de Hon Gai.
El presidente de Estados Unidos solicitó al Congreso la aprobación de la Resolución del Golfo de Tonkín, que concedía plenos poderes para realizar operaciones militares en Vietnam. En marzo de 1965 desembarcaron en la base de Da Nang, en Vietnam del Sur, unos 3 500 marines que se unían a los 60 000 que ya se encontraban allí como “asesores militares” de ese ejército títere, todo ello impulsado por Johnson. Se avecinaba la primera crisis petrolera y el golfo de Tonkín era una zona de interés para el Grupo Suite 8-F, una red política y de negocios vinculados al sector conservador del Partido Demócrata; Johnson y John Connally, el Secretario de la Marina, formaban parte del Grupo.
Muchos años después, durante el gobierno de William Clinton, se desclasificó una información secreta de guerra y las grabaciones de las comunicaciones del USS Maddox; las conclusiones de esta investigación han dejado bien claro que aquellos ataques de Vietnam del Norte nunca existieron y la farsa fue una preparación para iniciar la guerra, terminada en 1975 con la rendición incondicional de Estados Unidos, y un dramático balance: alrededor de 5 000 000 víctimas por la parte vietnamita y más del 70% de su infraestructura devastada; casi 60 000 estadounidenses muertos, unos 1 700 desaparecidos y un gasto nunca bien calculado de cientos de miles de millones de dólares, por solo referirse a daños humanos y pérdidas económicas.
Entre 1980 y 1988 Irak e Irán se enfrentaron en una guerra en la que Estados Unidos apoyó a Irak; Donald Rumsfeld, entonces enviado especial de Ronald Reagan, se reunió en 1983 con Saddam Husein en Bagdad para mostrarle su respaldo. El 2 de agosto de 1990 Irak invadió al Estado de Kuwait y lo anexó a su territorio; después de grandes esfuerzos diplomáticos sin resultados, la ONU autorizó una fuerza de coalición compuesta por 34 países y liderada por Estados Unidos, para restaurar el emirato de Kuwait. Después del ataque a las Torres Gemelas en septiembre de 2001, el 8 de noviembre de 2002 Estados Unidos logró imponer al Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas la Resolución 1441, que exigía la realización de inspecciones para comprobar la existencia de armas químicas de destrucción masiva. Irak se negó, y sin contar con el apoyo de la ONU, Estados Unidos “demostró” por su cuenta la existencia de estas armas, y presionó y sumó a varios gobiernos para integrar una coalición, ir en busca de las supuestas armas y derrocar al régimen de Husein, acusado por ellos de tener vínculos con Al−Qaeda y considerado entonces por el presidente George W. Bush como parte de “el eje del mal”.
El 16 de marzo de 2003 se efectuó la llamada Cumbre de las Azores, con la convocatoria de Estados Unidos y la participación del Reino Unido, el Reino de España y Portugal —el entonces presidente español José María Aznar aseguraba que Husein representaba una gran amenaza para ellos. Cuatro días después, sin que mediara ningún tipo de declaración, comenzó el ataque de la coalición a Irak bajo el liderazgo del ejército estadounidense y la dirección de Rumsfeld, con 225 000 soldados y la mayor movilización militar en el mundo después de la Segunda Guerra Mundial.
A unos 40 días de iniciar el ataque, Bush dio por terminada la guerra con una frase: “misión cumplida”. Nadie ha podido contabilizar los millones de muertos, ni los miles de millones de dólares de pérdidas económicas. Nunca fueron encontradas armas de destrucción masiva y jamás se ha demostrado algún vínculo de Husein con Al-Qaeda. En 2007 Alan Greenspan, expresidente de la Reserva Federal del banco de Estados Unidos, aseguró que el objetivo de la invasión a Irak era controlar las reservas de petróleo de la zona y evitar que la Unión Europea o potencias como China o la India tuvieran acceso a ellas. Dick Cheney, vicepresidente de Estados Unidos en ese mandato de Bush y quien fuera consejero de la corporación de yacimientos petroleros de la Halliburton con más de 300 empresas en todo el mundo, obtuvo 16 000 000 000 millones de dólares para reconstruir Irak.
Nunca ha sido, ni transparente ni convincente, la explicación de algunos trascendentales sucesos en la historia de Estados Unidos, como el atentado al presidente John F. Kennedy o el derribo de las Torres Gemelas de Nueva York. Desde la Guerra de Independencia cubana en 1898, sus mandatarios han ordenado sistemáticamente intervenciones imperialistas con agresiones armadas en casi todos los escenarios del mundo, y decenas de veces en lo que consideran su patio trasero: América Latina. El esquema para realizarlo se modeló en Cuba y no ha variado; siempre aparece, cubriendo la verdadera causa económica, un motivo propagandístico político, no pocas veces bajo una farsa que acelera el desencadenamiento de una acción militar. El ensayo en la Isla se llevó a escena después de la explosión del Maine, barco norteamericano anclado en la bahía de La Habana, que sirvió como anillo al dedo para intensificar una propaganda amarilla ya en curso en la gran prensa de ese país y promover la condena, con fotos horribles e historias pavorosas de los crímenes de Valeriano Weyler, como si hubieran sido los únicos que cometió el colonialismo español en la Isla. ¿Dónde estaban los gobiernos de Estados Unidos y su prensa yanqui cuando el Cuerpo de Voluntarios masacraba a cuanto cubano les pareciera independentista o cuando el sanguinario conde de Valmaseda aplicaba su política de “tierra arrasada” durante la Guerra de los Diez Años?
En 1954 el ejército estadounidense invadió a Guatemala para derribar al gobierno democrático, elegido en las urnas, de Jacobo Arbenz, decidido a aplicar una Ley de Reforma Agraria fuera de las perspectivas del marxismo, pues más bien sus objetivos se basaban en las prédicas de modernización capitalista propuestas desde la época de Abraham Lincoln. En ese año en Guatemala más del 50% de las mejores tierras cultivables pertenecían a la United Fruit Company, negada a aceptar la cantidad y condiciones de pago de indemnización prescritas por la ley. John Foster Dulles, entonces secretario de Estado norteamericano, exigió 25 veces más; su hermano Allen, director general de la CIA, era al mismo tiempo socio de la United Fruit Company. Inmediatamente la CIA creó una de sus acciones encubiertas, la llamada Operación WASHTUB, consistente en “plantar” armas soviéticas supuestamente capturadas en Nicaragua para demostrar aparentes lazos de Guatemala con Moscú y acusar así a Arbenz de virtuales vínculos militares con el comunismo. Con esta fabricación, el gobierno de Dwight Eisenhower aprobó la invasión a Guatemala, cuyas víctimas civiles fueron silenciadas por la gran prensa.
Durante la invasión a Playa Girón, los días 17, 18 y 19 de abril de 1961, las denuncias del canciller cubano Raúl Roa en la ONU tenían como respuesta por parte de la representación de Estados Unidos, que se trataba de una sublevación de militares cubanos inconformes y ellos nada tenía que ver con lo sucedido en bahía de Cochinos, pues los aviones atacantes llevaban inscripta la insignia de las FAR. Después de liquidada la invasión en 69 horas con una humillante derrota militar y la captura de unos 1 200 efectivos, el día 24 de ese mes al presidente a John F. Kennedy no le quedó otra alternativa que reconocer la plena responsabilidad por la agresión. Ataques a barcos pesqueros y secuestros de sus tripulantes, sabotajes a centros económicos y sociales, bombardeos a centrales azucareros y refinerías, ametrallamientos a poblaciones pesqueras, provocaciones en la base naval de Guantánamo, secuestros de aviones y barcos, guerra bacteriológica, intentos de magnicidio, agresiones a embajadas y oficinas comerciales cubanas en el exterior… se mantuvieron durante varias décadas: nunca ha sido reconocida por los sucesivos gobiernos de Estados Unidos su autoría y complicidad, ni siquiera en la bárbara explosión de un avión de Cubana de Aviación en pleno vuelo en 1976, cuyo autor intelectual, el reconocido terrorista Luis Posada Carriles, vive tranquila e impunemente en territorio estadounidense.
Rencor, mucho rencor, y disposición a hacer cualquier cosa para destruir a la Revolución —e incluso a Cuba—, se ha unido a la histórica política cínica de los gobiernos de Estados Unidos. Desde los primeros años revolucionarios, la agresión económica, comercial y financiera mediante la implantación del bloqueo a la Isla, ha sido una política rigurosamente inamovible, aunque en cada época hayan variado los pretextos para mantenerla: vínculos con la URSS, ayuda a Angola, irrespeto a los derechos humanos… Siempre resultó un fracaso, a pesar de los daños ocasionados; solo el presidente Barack Obama reconoció esta frustración, que no pudo desmantelar para aplicar otro mecanismo más sutil con el mismo propósito. El cinismo de exigirle a Cuba lo que se le niega por el bloqueo, ni siquiera pudo ser sustituido por otros procedimientos más refinados en la época de la posverdad.
Con la llegada de Donald Trump, las sutilezas y refinamientos del cinismo han desaparecido, e incluso, cualquier nivel de inteligencia para crear pretextos y aplicar una estrategia conveniente. Esos métodos no solamente han desaparecido para Cuba, sino para cualquier parte del mundo: ahora la política de Washington toma la forma más grotesca y ridícula de su historia, y si no fuera por su dramatismo, podría ser calificada de sainete.
Recuerdo que una señora que visitaba mi casa cuando era niño, llegó un día diciendo que sabía “de buena tinta”, que estaba redactada una ley para retirar la patria potestad a los padres, y muy pronto, según ella, se llevarían a todos los niños menores de 6 años para Rusia y allí los adoctrinarían. Un viejo amigo le había comentado que en Moscú existían unas máquinas con ventosas que, aplicadas en la cabeza a los niños, “les lavaban el cerebro”; si el experimento fallaba, los mataban, y por eso aseguraba que en una lata de “carne rusa” se había encontrado un cartílago parecido a la oreja de un niño. Mi madre, que era maestra, se quedó atónita con estas increíbles historias y nunca pudo convencerla de su falsedad. Muchas familias enviaron a sus hijos a Estados Unidos bajo la “Operación Peter Pan”, una maniobra de la CIA en complicidad con algunos sacerdotes de la Iglesia Católica, mediante la cual trasladaron de La Habana a la Florida a unos 14 000 niños, algunos de pocos meses, quienes viajaron sin sus padres para salvarse de los “lavados de cerebro” o de la muerte. Rumores y habladurías, historias tremebundas y anécdotas espantosas para confundir y tergiversar hechos, con el objetivo de crear matrices de opinión y manipular informaciones y conciencias para lograr plataformas de acción contra Cuba, han persistido en la Isla durante años, a veces hasta con cierta “exquisitez”: desde el fusilamiento del Che por Fidel por una discusión entre ellos, hasta miles de veces en que Fidel se murió antes de dejarnos físicamente.
La última de esas historias son los “ataques acústicos”. Cualquier cubano, de aquí y de allá, sabe que eso es puro invento, y cualquiera medianamente informado está al corriente de que se trata de una cuenta que Trump salda con Marco Rubio, hasta hace poco su rival en la lucha por la presidencia, quien hoy preside una investigación en curso en el Congreso sobre los vínculos del primer mandatario con Rusia. Estos “ataques acústicos” surgieron en noviembre de 2016, cuando el diálogo entre La Habana y Washington estuvo en su mejor momento. La gran prensa, como El País de España, aseguraba que eran los intentos de “disidentes del aparato de inteligencia cubano” para sabotear los diálogos; el diario argentino El Clarín afirmaba que se trataba de una “facción rebelde de los servicios de seguridad cubanos” para impedir las conversaciones. Como esto no dio “trigo”, ahora vuelven a la carga, porque además de justificar el corte del diálogo entre La Habana y Washington, se puede involucrar a Rusia, e incluso hasta sembrar la duda con Corea del Norte, no importa que reconocidos físicos y neurólogos del “primer mundo” duden de la posibilidad de tales ataques, y hasta algunos califiquen los supuestos síntomas como histeria colectiva.
Ahora bien, ¿qué ganaría el gobierno de Cuba con emplear esa “arma”?; ¿cuáles serían los propósitos de rusos o coreanos, al usarla desde territorio cubano?; ¿por qué incluir a los canadienses dentro de sus víctimas?; de existir esa “arma”, ¿acaso no podría sospecharse que se fabricó en Estados Unidos?; y por último: ¿quién se beneficia de estos problemas? Otra vez la Isla entre potencias y bajo el chantaje de la cínica política yanqui. Ahora bajo un presidente cuya sanidad mental han puesto en duda siquiatras de su propio país y que, como comandante en jefe de las fuerzas militares mayores del planeta, se convierte en un grave peligro, no solo para Cuba, sino para el mundo. Y lo peor es que, aunque existan máquinas para lavar cerebros, el de Trump no se puede lavar: todavía está en su celofán, new packed.
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