Argentina
La autorización del trigo HB4 reaviva los cuestionamientos a la modificación genética de alimentos
¿Qué son los tan nombrados transgénicos? Y sobre todo, ¿cuál es su relación con los agrotóxicos? Se utiliza la expresión “transgénicos” para nombrar a los alimentos que han sido genéticamente modificados, es decir: tienen un ADN que se ha alterado usando genes de otras plantas o animales. ¿Qué genes? Los genes de un rasgo que es deseado y que se intenta importar al material que se está modificando.
El ejemplo más reciente en la Argentina es el trigo HB4. Es el primer trigo transgénico del mundo y ha sido aprobado por el Ministerio de Agricultura en los últimos días. Esta creación vernácula ha sido catalogada por algunos grupos como un orgullo en materia de innovación. En otros ámbitos, no sólo hay carencia de festejos, sino directamente la denuncia acerca de los males comprobados de este tipo de invento. Y luego están los vastos sectores sociales que probablemente no accedan a la información suficiente como para esgrimir una postura. Lo complejo del caso es que, opinen o no, lo van a consumir. En el peor de los casos, a ciegas.
En el diseño del HB4 se tomó un gen del girasol y se trabajó para incorporarlo al trigo, ¿para qué? Para que la planta del trigo funcione, sea productiva, en contextos de sequía. Es decir, el paradigma que cobija este tipo de proyecto científico-productivo, en lugar de atacar las fuentes del cambio climático, se propone lograr engendros genéticos para producir aún sin agua. El meollo, el quid de la cuestión, es que este tipo de modificación genética trae aparejadas consecuencias que son justamente las que generan el cambio en el clima. Transpolando al campo político-económico, sería como contraer más deuda para pagar la deuda. Un problema no se resuelve nunca por las mismas vías que lo generaron.
Efecto sinérgico
Uno de los conflictos centrales en torno a la modificación genética de alimentos es que los mismos pasan a resistir tóxicos que jamás soportarían en condiciones naturales. Es decir, la vida es vida, el mismo tóxico que daña a los yuyos, daña a una planta de tomate, a las napas de agua que se ubican bajo el suelo, a los peces que habitan los ríos circundantes y a cualquier persona que entre en contacto con el químico. Pero si la planta de tomate se modifica en un laboratorio para ser un “súper tomate” que resiste los pesticidas, los productores no dudarán en regar el campo de tóxicos para aumentar la productividad. El resultado será que sólo el súper tomate resiste la fumigación. Los yuyos, los bichitos, los peces, el suelo y las personas que no fueron modificadas genéticamente en un laboratorio (por ahora) quedarán devastados.
Por eso, cada vez que un nuevo alimento es alterado en sus genes, la pregunta es: ¿qué herbicida soportará? En este caso, el trigo HB4 es resistente al glufosinato de amonio, un tóxico altamente venenoso, incluso más que el conocido glifosato. Al respecto, señalaba Guillermo Folguera, biólogo investigador del CONICET: “El glufosinato de amonio es un tóxico que de hecho ya se usa en la Argentina, pero que evidentemente se va a usar mucho más y cuyo nivel de toxicidad es altísimo. Pero, además, lo que es importante comprender acá es que hay tal variedad y tal cantidad de tóxicos actualmente en nuestro país que también aparece lo que se llama efecto sinérgico. Cuando tenés más de un químico a la vez, esos efectos no sólo se suman, sino que también se multiplican. Por eso la presencia de ese químico es tan preocupante”.
Estrés hídrico
Sostiene Folguera sobre la cuestión del trigo transgénico y la sequía: “Con la tecnología HB4 se proponen cultivar trigo en condiciones de estrés hídrico, de baja cantidad de humedad ambiental. Cuando hay estrés hídrico, se trata de ecosistemas frágiles. Entonces, someter esos ambientes a modelos productivos como si fuera la Pampa Húmeda, tratar por ejemplo a Catamarca con un proceso de sojización –porque también hay soja HB4– implica que el suelo quede devastado. A esta característica, los publicistas la presentan como algo bueno en cuanto al cambio climático, pero la verdad es todo lo contrario. En todo caso, será buena para la capacidad productiva a corto plazo de ciertos sectores que van a poder producir a pesar de la falta de agua, pero para el cambio climático es pésimo”.
Cuando una mujer está amamantando, se sabe que tiene que comer muy bien, e incluso suplementar su dieta son dosis extras de calcio porque está transfiriendo sus nutrientes al bebé. Cuando la tierra produce alimentos, también pierde nutrientes. Por eso, si un ecosistema presenta un cuadro de estrés hídrico, lo lógico sería pensar qué emprendimientos productivos pueden coexistir con las posibilidades de ese suelo, sin aniquilarlo. Si, en cambio, se crea en el laboratorio un tipo de trigo que crece aún sin el agua necesaria, el resultado será que esa tierra que tenía poca humedad, ya no tenga nada. Dado que sus recursos están afectados, debería fortalecerse ese suelo, no crear la tecnología para sustraerle hasta la última gota de vida y dejarlo en ruinas.
Los yuyos son importantes
“Yo con estos temas me involucré alrededor de 2002 y me impresiona escuchar hoy en día los mismos discursos de aquellos años. Dos décadas después, sabemos que algunas de las grandes promesas de los transgénicos no sólo no se cumplieron, sino que fue todo lo contrario. Cuando uno analiza los discursos entre el ’96 y el 2003, aparecían dos grandes promesas: ‘Vamos a resolver el hambre del mundo’ y ‘vamos a bajar la cantidad de químicos’. No sólo nada de eso se cumplió, sino que se multiplicaron los químicos y los niveles de desigualdad social siguen siendo brutales. Pero, además, ha habido consecuencias que sí esperábamos y que sí se concretaron, como el aumento de las urbanizaciones y la concentración de la propiedad de la tierra, junto con la pérdida de otras formas productivas”. Esto describía Folguera como balance a 30 años de la implementación de los transgénicos, que llegaban a estos suelos en pleno auge del menemismo.
Es importante señalar que en la tierra habitan algunos procesos perfectos cuya interrupción es grave. Dice Folguera: “La sociedad argentina de apicultores denuncia la enorme cantidad de colmenas que se han perdido, no sólo por la mayor contaminación química, sino porque las abejas dejan de tener qué comer cuando se matan los llamados yuyos”. Hay toda una biodiversidad cuya existencia es importante en sí misma, pero a su vez, desde una óptica más antropocéntrica, es fundamental para la humanidad. Las banquinas en las rutas, por ejemplo, que tantas veces son ocupadas por los dueños de los campos para plantar un metro más de soja o poner dos vacas más, son nicho, nido y hábitat de un sin fin de especies que han ido siendo corridas de sus lugares y que encontraban ahí un último punto de asentamiento antes del asfalto. Cuando grupos de personas con escasos recursos económicos habitan tierras fiscales, son ocupas. Pero cuando el agro copa las banquinas que le pertenecen al conjunto de la sociedad, están haciendo un uso “productivo”. Las múltiples varas para mesurar el mundo son un problema político vital.
¿Cuál ciencia?
El CONICET invirtió fondos públicos durante más de 15 años para desarrollar el HB4 junto a la empresa privada Bioceres. ¿Cómo se define que las inversiones públicas para investigación vayan al diseño de transgénicos? El lema de la Universidad Nacional de La Plata, por citar una de las casas de altos estudios más multitudinarias del país, reza Pro scientia et patria, que significa “Por la ciencia y por la patria”. Existe un anclaje profundo entre lo que una sociedad estudia y lo que pretende ser en términos soberanos. El desarrollo del conocimiento es político. En ese sentido, expresa Folguera: “Hay una derrota de lo público brutal porque el Estado está preocupado por intereses de índole empresarial y no por el cuidado de la salud de la población y el medio ambiente. Esto se puede ver con claridad en una serie de acuerdos entre empresas y universidades públicas. Es realmente impresionante: Aluar y el CENPAT (Centro Nacional Patagónico); la Universidad Nacional de Tucumán y el Proyecto MARA (Minera Agua Rica Alumbrera); la Universidad Nacional de Córdoba y la empresa Porta Hnos.; la Facultad de Exactas de la UBA y Shell; la Facultad de Agronomía de la UBA y Benetton o Bayer-Monsanto. En todos estos acuerdos, la lógica siempre es la misma. Por ejemplo, cuando Monsanto necesita que SENASA le apruebe un producto, directamente se crean los papeles para que la aprobación salga”.
El Estado debe financiar la ciencia. Pero, ¿cuál ciencia?
Discutir la escala
Hay algunos ejes en los que se pueden proyectar ciertas transformaciones que podrían avanzar en un sentido más sustentable: “Tiene que cambiar la escala. Todos estos mega-proyectos para exportación de commodities tienen mucho más que ver con la forma de funcionamiento del sector financiero internacional que con garantizar la soberanía alimentaria. Ya sea que se exporte oro, plata, litio, carne de cerdo, soja, gas o trigo, lo que se busca es hacer girar la rueda a nivel global de este sistema. Nunca se trata de seguridad alimentaria. Otro punto clave es la homogeneización. Recuerdo cuando discutíamos el ALCA, parte de ese proyecto era justamente garantizar que cada país exporte dos o tres productos: Brasil, caña de azúcar; Chile, cobre; y la Argentina, soja. La dirección contraria es diversificar las formas productivas. El tercer punto es re-poblar el campo, las zonas rurales que se han vaciado de forma acelerada, sobre todo, en los últimos 25 ó 30 años. Y cuarto, pensar en el consumo interno regional, local. Esto último también se ha perdido: hoy en día uno va a distintas partes del país y come los mismos pollos, la misma comida, los mismos ultraprocesados”.
Cuando se aprueba el trigo HB4, se avala una mirada del mundo que involucra a todas estas cuestiones.
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