Por: Manuel Fontenla, Resumen Latinoamericano, 15 de noviembre de 2023.
Antofagasta de la Sierra conoce de megaminería de litio desde hace más de veinte años. Pobreza, corrupción, contaminación, ríos destruidos y violación de derechos son parte de esa experiencia. Diario de viaje al caso testigo de la explotación de litio, las voces del territorio, el pasado, la reciprocidad y la decisión de defender la vida.
I. Lo intempestivo
Intempestivo es un término raro, fonéticamente suena a tempestad, y podría ser un excelente término para resumir lo que viven los pobladores de Antofagasta de la Sierra en Catamarca. Una tempestad de camiones enormes, una tempestad de empresarios extranjeros, una tempestad de 4×4 relucientes que van y vienen ruidosamente todo el tiempo, una tempestad de empresas ocupando territorio indígena, una tempestad de enormes e interminables filas de piletas de evaporación que reflejan furiosamente el sol, una tempestad de calor en la atmósfera, de pozos de perforación y tubos secando los ríos, de animales ahuyentados que corren en todas direcciones, rogando no terminar bajo las ruedas de camiones enormes. Una tempestad llamada Litio.
Desde 1997, la empresa Livent está instalada en el Salar del Hombre Muerto extrayendo Litio. En ese periodo la empresa utilizo para sus procesos el agua dulce del río Trapiche y su consiguiente vega. En agosto de 2019, vecinos de Antofagasta se pusieron en alerta cuando en una confusa “charla informativa” se les comunicó la intención de la empresa de empezar una obra de canalización, que consistía en el trazado de un acueducto de más de 30 kilómetros para extraer agua del río de mayor caudal de la zona (el río Los Patos). ¿Por qué la empresa necesitaba este nuevo acueducto? Porque en los últimos años había secado por completo el río y la vega Trapiche, produciendo un daño ambiental inmenso, irreparable y, hasta hoy, impune. Desde aquel 2019 a la actualidad, esta situación se ha agravado de manera alarmante: hoy no solo Livent pretende extraer 650 mil litros por hora de agua dulce del río Los Patos; también lo pretenden hacer los nuevos mega-proyectos ya instalados como los de Galaxy Lithium/Allken y Posco Sociedad Anónima. Todos instalados sin las respectivas consultas y el respeto a las normativas nacionales e internacionales.
Pero, lo intempestivo no tiene que ver con la tempestad. Lejos de eso, es un término que tiene que ver más con la temporalidad. Lo intempestivo es algo que atraviesa el tiempo y la historia, es algo que no se detiene en una época en particular, que no puede ser delimitado ni fijado. Lo intempestivo quiere, busca, intenta atravesar, estar más allá del tiempo y la historia. Sin embargo, nuestras vidas, nuestros territorios, nuestro futuro, está enraizado a la historia y el tiempo; fuera del tiempo y de la historia no hay vida posible.
Por eso, elegí esta palabra para caracterizar este escrito, porque en Antofagasta se da una confrontación entre aquellos que proponen una economía intempestiva, una economía fuera del tiempo y la historia, una economía y un modelo de existencia, que no se enraíza en la vida, ni el tiempo, una economía extractiva que está “fuera” de todo. Fuera de toda lógica, fuera de todo límite material, mineral, espiritual. Una economía que se piensa, mas allá de todo territorio, los atraviesa (saquea), los entrega (despoja), los deja fuera de la historia (los sentencia).
Pero a pesar de esa vocación caníbal, a pesar de ese deseo intempestivo de la economía extractivista, lo cierto es que hay cosas que quedan. Queda la destrucción, como nos dijo un vecino, en una conversación que teníamos apenas a unos metros de la plaza principal, mientras esperábamos en la fila del quiosco. La conversación, como casi cualquier otra por estos días, venía enmarcada por las elecciones. Un turista le preguntaba al vecino cómo estaban las cosas “acá”. El vecino ensayaba balances actuales, se remitía al pasado reciente, hablaba de la corrupción insoportable del Intendente, de las mineras que ofrecen trabajo, “de lo mucho y rápido que está cambiando el pueblo”. Así, iba y venía la conversación mientras el turista de la gran ciudad tiraba centros en busca de una respuesta certera, de un nombre y un candidato.
Sin embargo, una vecina que esperaba uno o dos cuerpos más atrás en la fila (que más que fila era un semi círculo desordenado de espera, donde cada uno buscaba un poco de sombra) se despachó con una respuesta bien al hueso, despotricando un poco contra todos y sentenciando: “Qué importa, si acá los políticos pasan y la destrucción queda”.
La frase me quedó resonando. No era la primera vez que la escuchaba, con palabras similares en otros viajes también la había escuchado. Unos días después, ya a la vuelta en casa, con la ayuda de la memoria (la mía y la de la ram de la computadora), lo recordé. La frase la había dicho doña Santos, cacique de la Comunidad Indígena de Andiofaco de Antofagasta. Una frase que había escuchado muchas veces, cuando editábamos su entrevista para el documental “Esenciales”, allá por 2019.
“Los políticos pasan, la destrucción queda”, seguí repitiendo y pensando. Políticos intempestivos, más allá de la historia y del tiempo. Empresas intempestivas, más allá de la vida y de los territorios.
II. Los rumores
La familia Morales habita Antofagasta desde hace por lo menos cuatro generaciones, que se remontan al siglo XIX. Alfredo Morales tiene en el living de su casa una foto enmarcada que es del año 1923, en blanco y negro, en ella sus ancestras posan al frente de una casa bajita hecha de piedra, en un lugar alucinante llamado Peñas Coloradas. Hoy, ese lugar, es parte del recorrido turístico que la familia Morales ofrece a los viajantes, un recorrido que incluye la visita a unas maravillosas pinturas rupestres y también, con un par de kilómetros más de recorrido, al volcán Galán y la Laguna Diamante.
Sentados en el mismo living donde está la foto, Alfredo me muestra en mi computadora, en el google.maps, cada una de las lagunas alrededor del famoso Volcán Galán, el más alto de América Latina.
No solo muestra las lagunas, principalmente me señala todos los lugares que habitó su familia, los puestos de pastoreo, los corrales de animales, los sitios de rituales. Me cuenta durante horas historias de travesías a través de esos cráteres y cerros que realizó de niño con su padre para cambalachear y truequear. Historias que resultan increíbles, pero que son tan ciertas y reales como las huellas mineras que el mismo google.maps nos muestra ahora en esos lugares.
“Acá están los conteiner que van a ser para esa exploración del Galán (…) y hay rumores que de acá, de esta laguna, van a sacar el agua…está pegadito ahí nomás… no van a dejar nada de eso, todo van a destruir”, me dice Alfredo mientras compartimos un mate cocido y unos biscochos con grasa que amasó él mismo.
En Antofagasta se podría hacer una historia de “los rumores”. Nada hay más cierto que un rumor. En la ciudad, en las grandes urbes, en las capitales, tal vez el rumor se asocie al chisme, a la mentira, al hablar por hablar, a las miles de horas de estupideces con las que hay que llenar las pantallas que están prendidas en todos los rincones. Pero acá no. Acá, cuando hay un rumor, se presta mucha atención, se lo toma muy en serio, se lo analiza y escucha. Porque la historia enseña que fue tan solo un rumor lo de que venían a buscar “oro blanco”. Y fue tan solo un rumor que parecía que había menos agua. Y fue tan solo un rumor que la vega del trapiche enterita se había secado. Y fue tan solo rumor que el Intendente le había puesto a la hija de 18 años una empresa a su nombre con toda una flota de camiones. Y fue tan solo un rumor que el nuevo hotel lo estaban haciendo con máquinas y empleados de la Municipalidad, pero que era privado, pero que era en realidad de la prima del Intendente. Y era solo un rumor que venían muchas empresas nuevas, y puro rumor que había volcado un camión con ácido. Y el viejo rumor de que se morían los animales y el rumor de siempre que “allá” en la planta a las chicas las tratan como quieren. Y el rumor increíble de que iban a despedir a todos por Whatsap en la pandemia. Y todos eran rumores. Rumores que hoy son verdades, hechas y derechas que nadie discute. Y entonces hoy, cuando circula, de boca en boca, de vecino en vecina, el rumor de que van a explotar el Volcán Galán, de que van a explotar la Laguna Diamante, de que van a destruir las maravillas naturales más increíbles de Antofagasta, las que alimentan el turismo, las que definen la identidad de ese lugar desde hace cientos de años, entonces las alarmas se prenden y la urgencia se apodera del lugar. Y la locura extractivista parece, otra vez, no conocer límites.
III. Con la voz quebrada
Nuestros viajes a Antofagasta, que se repiten varias veces al año, son siempre de una intensidad alta como la Puna. Nuestros recorridos incluyen relevar nuevos proyectos extractivistas, chequear el avance en procesos judiciales, grabar entrevista, producir material fotográfico para visibilizar el impacto de los megaproyectos de litio, y conversar con la gente que vive y transita cotidianamente allí. Hablamos con maestros, con trabajadores del turismo, con integrantes de la comunidad indígena, con activistas que vienen denunciando constantemente el deterioro de la vida colectiva, con turistas nacionales y extranjeros, con muchos periodistas e investigadores extranjeros, que son parte del boom del litio, y quieren saber qué hacen y no hacen sus empresas europeas (imperiales y coloniales) en suelo americano. Y también hablamos con trabajadores mineros, con ingenieros mineros, con funcionarios del Gobierno (minero).
Los viajes no son principalmente ni laborales ni activistas. Lo que nos vincula a Antofagasta no es su trágica y acelerada historia de saqueo, sino el afecto construido con quienes resisten a esa historia, con quienes intentan construir una Antofagasta diferente, una que no dependa ni necesite la vorágine suicida del litio. Una de esas personas con las cuales nos unen vínculos y afectos que están, ya, “más acá” de la lucha y el activismo, un más acá que ya se ha enraizado en nuestros corazones, es Elizabeth Mamani.
“Eli”, como le decimos cariñosa y cotidianamente, se ha ido involucrando cada vez más y más en la defensa de Antofagasta, en la defensa de sus humedales, de sus salares, de su territorio. Eli es parte de la comunidad indígena Atacameños del Altiplano. Y eso significa que su comunidad no es solo su familia, sus hijas y sus parientes, sino todo su territorio, todo lo que abarca sus largos años de vida en Antofagasta. Comunidad Indígena, significa también, el valor que le dan al legado de sus antepasados.
A lo largo de cada viaje, de cada día compartido en Antofagasta, de cada charla entre charla, Eli permite adentrarnos en sus ideas, en su manera de entender por qué la lucha y la defensa. “Territorio es el lugar que nos dejaron todos los que pasaron por este lugar”, dice Eli. Y luego explica que no es el territorio presente, el que ella vive, o el que puede apropiarse una minera; territorio, me dice, son todos los que hicieron que acá se pueda dar una buena vida.
Cuando Eli dice estas frases no lo hace con grandilocuencia, con aires de triunfalismo, no tiene esa entonación berreta de político, ni de dirigente arriba de un púlpito, no es una arenga ni un llamado a la revolución. Eli habla siempre tranquila, con la voz a medio quebrarse, sin embargo, cada vez que lo hace, conmueve y hace temblar el cuerpo de quien escucha. Recuerdo hace unos años, en 2019, nos encontrábamos en un tinglado gigante, a dos cuadras de la plaza principal, en lo que fue la (falsa) “audiencia pública” del mega-gigante-proyecto “Sal de vida”. Allí había muchos ingenieros, bioquímicas, funcionarios, intendentes, ministros. Se encontraba también Fernanda Ávila, hoy Secretaria de Minería de la Nación. Allí, en ese ambiente cargado de nervios, de dudas, de mentiras y falsas promesas, Eli pidió el micrófono. Desde una fila al costado del tinglado colmado de gente, Eli le habló a sus vecinos y vecinas. No miraba al frente donde estaban los funcionarios y empresarios; no, sus nervios, sus lágrimas, sus palabras eran para el resto de la gente, para quienes todavía no sabían o dudaban de la destrucción que dejan estas empresas.
Ese día, el auditorio y el pueblo entero quedó en silencio. Los empresarios tuvieron miedo. Los funcionarios se preocuparon y la gente torció el cuello, frunció las cejas y se mordió la lengua. Cuatro años después, todavía siguen repercutiendo esas palabras. Ya no es solo Eli quien siembra ese mensaje, sino otros y otras que también van empezando a dudar.
Pero hoy el panorama también es distinto a aquel 2019, cuando las empresas estaban llegando. En estos cuatro años, el boom ha hecho estragos y ya el impacto y la locura no se pueden esconder.
Por eso la voz de Eli sigue estando entre-quebrada. Y por eso, a veces, cuando habla de resistir lo hace en voz baja. No dice que resistir es salir a cortar rutas, como en 2018, 2019, 2021. Dice que “resistir es saber que uno no está equivocado”. Pienso una y otra vez esta frase. Pienso en el bombardeo mediático, en la locura de promesas entorno al litio, en la cantidad de millones de dólares que van a llover, en la cantidad de soluciones climáticas que traerá el litio, en los gobernantes y periodistas e investigadores y ONGs, y en tanto youtuber e instagramer, todos intentando convencernos de que “es necesario”, “no hay otra”, “es por el bien de todos”, “es por el futuro”, “es por la transición energética”, “es contra el calentamiento global”, es por todo eso que Eli se tienen que convencer de que sacrifiquen su vida, su territorio, la memoria de todos los que vivieron ahí. Y claro, en ese contexto, frente a esa enorme, constante y brutal presión, las palabras de Eli me parecen de una sabiduría inmensa: “Resistir es saber que uno no está equivocado”.
IV. Dar y quitar vida
Reviso una vez más las notas en la agenda, las que traje de este viaje, pero también de otros. Pienso en todo lo que quería escribir. Por ejemplo, quería reproducir el momento en que un joven trabajador de una mina me hizo un mapa en la tierra, con su dedo y un palito, para mostrarme el tamaño del nuevo campamento de la empresa Allken y como se extiende todo a lo largo del río. En sus propias palabras, me dijo que le parecía una locura, gigante, a comparación de lo que siempre vieron.
Quería también contar de la fiesta por el día de la madre del sábado 14 de octubre, en la que, a pesar de la veda electoral, el Intendente regaló miles de premios, plata y hasta casas. Quería contar que ni siquiera eso le alcanzó para ganar las elecciones y cómo, al igual que los otros dos intendentes de los tres departamentos mineros por excelencia de Catamarca (Fiambalá y Belén), los votantes les dijeron “fuera” y perdieron las elecciones. Pareciera ser que el boom minero no ayuda ni siquiera a sus propios gobernantes-gestores.
Quería compartir también la charla en la que el cacique diaguita Román Guitian nos contaba con muchísima indignación y tristeza que las mineras quieren “voltear”, la tumba “del hombre muerto”. La tumba no es el nombre metafórico de un lugar: es realmente una tumba que no está en un cementerio, sino que está en un punto central de la geografía simbólica y territorial de la comunidad. Una tumba —que en realidad son dos tumbas—. Una, la “del hombre muerto”, encontrado ahí. Que fue la primera y le dio nombre a todo lo que hay alrededor, el “Salar del Hombre Muerto”, la “Vega del hombre Muerto” y “El cerro del hombre muerto”. Y la otra tumba, la segunda, es del bisabuelo de Román, quien pidió ser enterrado ahí, porque consideró sagrado ese lugar.
Hoy, el proyecto de expansión de Livent, y el de la empresa Galaxy, quieren destruir esa tumba para hacer un camino. Y Román ya está cansado, harto y decepcionado de cuanto trámite ha presentado, de cuanto pedido al Gobierno, a la Justicia, al Instituto Nacional de Asuntos Indígenas (INAI). Así y todo, insiste, y en unos meses volverá a viajar a Buenos Aires, para seguir exigiendo que alguien lo escuche, que alguien, en este país tan arrodillado, se anime a ponerle un mínimo freno al avance de las empresas, que no respetan nada, que lo destruyen todo.
Todo eso quería compartir, pero —como siempre— el tiempo es tirano y la cantidad de caracteres mucho más.
Por eso, voy a cerrar con esta idea, que aparece en mis notas y en los audios grabados. Son palabras de Eli. Estábamos hablando de los nuevos proyectos y ella dice: “Los avances mineros cada vez son más, por ejemplo los chinos que son dueños de Laguna Caro, sin haber puesto un día de vida en el territorio, ya son dueños”.
Siempre que he escuchado hablar de territorio se resalta el hecho de que el territorio es fuente de vida, el territorio es fundamental para la vida, el territorio es lo que nos permite vivir. En esas expresiones siempre “el territorio” es el que da, el que otorga la vida. Sin embargo, en las palabras de Eli, en su indignación y enojo, hay otro sentido: nosotros también tenemos que darle vida al territorio.
Para habitarlo tenemos que darle días de vida, nuestros días, nuestra vida. Es un intercambio, es la más clara idea de reciprocidad, de equilibrio. Las mineras, como dice Eli con toda la fuerza de sus palabras, las empresas, “no han puesto ni un día de vida en estos territorios”. Por eso, cuando en las paredes del pueblo, en los puentes que van camino a Antofagasta se puede leer “Minería = Muerte”, no es una simple metáfora, no es una economía del lenguaje. Es una denuncia desde la cosmovisión indígena. Al territorio hay que darle vida. Resistir entonces, saber que uno no está equivocado, es saber identificar quienes están del lado que le da vida a un territorio, y quienes, están del lado, de los que le dan muerte.
1 Pero además de la destrucción, quedan otras cosas también, existencias, vidas, resistencias, proyectos, memorias y esperanzas. Quedan quienes estuvieron siempre, como la familia Morales, que habita el lugar desde hace por lo menos 4 generaciones que se remontan al siglo XIX; quedan, los que llegaron e hicieron propio el lugar; quedan las vidas que no se dejan arrastran intempestivamente por la economía de muerte.
FUENTE: Agencia Tierra Viva
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