Discurso de Arundhati Roy al recibir el premio P. Govinda Pillai, en Thiruvananthapuram, India
No voy a hablar acerca del fin de la prensa libre en India. Quienes estamos aquí estamos enterados de eso. Tampoco voy a hablar acerca de lo que ha pasado con las instituciones que se supone que actúan como sistema de controles y equilibrios en el funcionamiento de nuestra democracia. Eso lo he estado haciendo durante 20 años y estoy segura de que todos los que están aquí conocen mis puntos de vista.
Viniendo del norte de India a Kerala, o prácticamente a cualquiera de los estados sureños, a momentos me tranquiliza y en otros me pone ansiosa que el terror con que muchos vivimos en el norte, estando aquí parece lejano. No está tan lejos como imaginamos. Si el actual régimen regresa al poder el año que entra, en 2026, el ejercicio de delimitación probablemente dejará sin poder a toda India del sur, ya que se reducirá el número de miembros del Parlamento que le corresponde. La delimitación no es la única amenaza que enfrentamos. El federalismo, la fuerza esencial de nuestro país diverso está en subasta. El gobierno central se otorga a sí mismo vastos poderes y, mientras esto sucede, somos testigos del penoso espectáculo de que orgullosamente electos ministros principales de estados gobernados por la oposición, se ven obligados a literalmente rogar por la parte del presupuesto público que le corresponde a su estado. El más reciente golpe al federalismo fue la sentencia de la Suprema Corte que mantiene la derogación de la sección 370, que otorgaba estatus semiautónomo al estado de Jammu y Cachemira. No es el único estado de India que tiene estatus especial. Es un serio error imaginar que esta sentencia sólo tiene que ver con Cachemira. Afecta la estructura fundamental de nuestro sistema gubernamental.
Pero hoy quiero hablar acerca de algo más urgente. Nuestro país ha perdido su brújula moral. Los más atroces crímenes, las más horribles declaraciones que llaman al genocidio y a una limpieza étnica son recibidas con aplausos y premios políticos. La riqueza se concentra en cada vez menos manos, pero, al mismo tiempo, al aventar migajas a los pobres, los mismos poderes que los empobrecen consiguen su apoyo.
En todo el mundo, el más desconcertante enigma de nuestro tiempo es que la gente parece estar votando para quedarse sin poder. Lo hacen con base en la información que reciben. Qué información es y quién la controla, ese es el cáliz envenenado del mundo moderno. Quien controla la tecnología controla el mundo. Pero, eventualmente, creo que la gente no puede y no será controlada. Creo que una nueva generación se rebelará. Habrá una revolución. Perdón, déjenme reformular eso. Habrá revoluciones. Plural.
Dije que nosotros, como país, perdimos nuestra brújula moral. En todo el mundo, millones de personas –judías, musulmanas, cristianas, hindúes, comunistas, ateas, agnósticas– marchan, llaman por un inmediato cese al fuego en Gaza. Pero las calles de nuestro país (que alguna vez fue un verdadero amigo de los pueblos colonizados, un verdadero amigo de Palestina, que alguna vez también hubiera visto a millones marchando) están hoy en silencio. Y qué triste muestra de falta de visión. Mientras presenciamos el sistemático desmantelamiento de nuestra democracia, y nuestra tierra, con su increíble diversidad, es metida a la fuerza en una espuria y estrecha idea de nacionalismo, al menos aquellos que se llaman a sí mismos intelectuales deberían saber que nuestro país también podría explotar.
Si no nos pronunciamos sobre la descarada masacre de palestinos, aun mientras es transmitida en vivo, hasta en los más privados descansos de nuestras vidas personales, somos cómplices de ella. Algo de nuestros seres morales será alterado para siempre. ¿Simplemente vamos a quedarnos parados mirando cómo bombardean hogares, hospitales, campos de refugiados, escuelas, universidades y archivos; cómo desplazan a millones de personas y cómo sacan a niños muertos de debajo de los escombros? Las fronteras de Gaza están selladas. La gente no tiene adónde ir. No tiene refugio, ni comida, ni agua. Naciones Unidas dice que más de la mitad de la población se está muriendo de hambre. Y aún así los bombardean implacablemente. ¿De nuevo vamos a quedarnos mirando cómo deshumanizan a todo un pueblo, al punto de que su aniquilamiento no importa?
El proyecto de deshumanizar a los palestinos no comenzó con Benjamin Netanyahu y su equipo, sino hace décadas.
En 2002, en Estados Unidos, en el primer aniversario del 11 de septiembre de 2001, di una conferencia llamada Ven, septiembre, en la cual hablé de otros aniversarios del 11 de septiembre –el golpe de Estado respaldado por la CIA en 1973, en esa auspiciosa fecha, contra el presidente Salvador Allende, en Chile; y luego el discurso, el 11 de septiembre de 1990, de George W. Bush padre, entonces presidente de Estados Unidos, ante una sesión conjunta del Congreso, anunciando la decisión de su gobierno de ir a guerra contra Irak. Y luego hablé sobre Palestina. Leeré esa sección y verán que si no les hubiera dicho que fue escrita hace 21 años, pensarían que se trata de hoy.
El 11 de septiembre también tiene una trágica resonancia en Medio Oriente. El 11 de septiembre de 1922, ignorando la furia árabe, el gobierno británico proclamó un mandato en Palestina, dando seguimiento a la Declaración de Balfour de 1917, que Bretaña imperial había emitido, mientras su ejército se encontraba agrupado afuera de las puertas de Gaza. La Declaración de Balfour prometía a los sionistas europeos un hogar nacional para los judíos. (En ese momento, el imperio en el que el sol nunca se pone era libre de arrebatar y legar tierras, así como un acosador en una escuela distribuye canicas.) Con cuánta irresponsabilidad el poder imperial viviseccionaba civilizaciones antiguas. Palestina y Cachemira son los regalos al mundo moderno, enconados y empapados en sangre. Ambas son fallas geológicas en los intensos conflictos internacionales de hoy.
En 1937 Winston Churchill indicó de los palestinos, y cito: «No estoy de acuerdo en que el perro tiene el derecho final al comedero, aunque haya estado en él durante mucho tiempo. No admito ese derecho. No admito, por ejemplo, que se haya hecho un gran mal a los indios rojos de Estados Unidos o a los negros de Australia. No admito que se les haya hecho un mal a estas personas por el hecho de que una raza más fuerte, una raza superior, una raza más cosmopolita, por decirlo de alguna manera, ha llegado y tomado su lugar». Eso puso la pauta para la actitud del Estado de Israel hacia los palestinos. En 1969, la primera ministra israelí, Golda Meir, dijo: «Los palestinos no existen». Su sucesor, el primer ministro Levi Eschol dijo: «¿Qué son los palestinos? Cuando llegué (a Palestina), había 250 mil no judíos, sobre todo árabes y beduinos. Era un desierto, más que subdesarrollado. Nada». El primer ministro Menachem Begin llamó a los palestinos «bestias de dos piernas». El primer ministro Yitzhak Shamir los llamó «chapulines» que podían ser aplastados. Este es el lenguaje de los jefes de Estado, no las palabras de la gente ordinaria.
Así comenzó ese terrible mito sobre la tierra sin un pueblo para un pueblo sin tierra.
En 1947 Naciones Unidas formalmente dividió Palestina y asignó 55 por ciento de la tierra de Palestina a los sionistas. Al año, habían capturado 76 por ciento. El 14 de mayo de 1948, se declaró el Estado de Israel. Minutos después de la declaración, Estados Unidos reconoció a Israel. La ribera cccidental fue anexada por Jordania. La franja de Gaza pasó a estar bajo el control militar egipcio y Palestina formalmente dejó de existir, menos en las mentes y corazones de cientos de miles de palestinos que se volvieron refugiados. En 1967, Israel ocupó la ribera occidental y la franja de Gaza. A lo largo de décadas ha habido levantamientos, guerras, intifadas. Decenas de miles de personas han perdido la vida. Se han firmado acuerdos y tratados. Se han declarado y violado ceses al fuego. Pero el derramamiento de sangre no cesa. Palestina sigue ilegalmente ocupada. Su pueblo vive en condiciones inhumanas, en virtuales bantustanes, donde los someten a castigos colectivos, a toques de queda de 24 horas, y a diario son humillados y brutalizados. Nunca saben cuándo podrían ser demolidos sus hogares, cuándo podrían disparar contra sus hijos, cuándo podrían tumbar sus preciosos árboles, cuándo cerrarán sus carreteras, cuándo les permitirán caminar al mercado y comprar comida y medicina. Y cuándo no. Viven sin un atisbo de dignidad. Sin mucha esperanza a la vista. No tienen control sobre sus tierras, su seguridad, sus movimientos, sus comunicaciones, su suministro de agua. Así que cuando se firman acuerdos, y lanzan palabras como «autonomía» y hasta «Estado», siempre vale la pena preguntar: ¿Qué tipo de autonomía? ¿Qué tipo de Estado? ¿Qué tipo de derechos tendrán sus ciudadanos? Jóvenes palestinos que no pueden controlar su enojo, se transforman en bombas humanas y merodean las calles y sitios públicos de Israel, haciéndose explotar y matando a personas ordinarias, inyectan terror en la vida cotidiana y, con el tiempo, refuerzan la sospecha entre ambas sociedades y el odio mutuo. Cada bombardeo invita a una represalia sin piedad y a todavía más adversidades para el pueblo palestino. Pero, bueno, una bomba suicida es un acto de desesperación individual, no una táctica revolucionaria. Aunque los ataques palestinos siembran el terror en los ciudadanos israelíes, ofrecen el pretexto perfecto para las diarias incursiones del gobierno israelí en territorio palestino, la perfecta excusa para un colonialismo del siglo XIX, anticuado, disfrazado de estar a la última moda, de «guerra» de siglo XXI. El acérrimo aliado político y militar es y siempre será Estados Unidos.
El gobierno de Estados Unidos ha bloqueado, junto con Israel, prácticamente todas las resoluciones de Naciones Unidas que buscaban una solución pacífica y equitativa al conflicto. Ha apoyado prácticamente todas las guerras que Israel ha combatido. Cuando Israel ataca a Palestina, los misiles que destrozan los hogares palestinos son estadunidenses. Y cada año, Israel recibe varios miles de millones de dólares de Estados Unidos, dinero de los contribuyentes.
Hoy, todas las bombas que Israel lanza sobre población civil, cada tanque y cada bala, trae el nombre de Estados Unidos. Nada de esto sucedería si Estados Unidos no estuviera respaldándolo incondicionalmente. Todos vimos lo que pasó en la asamblea del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas el 8 de diciembre, cuando 13 estados miembros votaron por un cese al fuego y Estados Unidos votó en contra. El perturbador video del embajador adjunto de Estados Unidos, un afroestadunidense, levantando la mano para vetar la resolución, se quedó impregnado en nuestras mentes. Algunos amargados comentaristas en redes sociales lo llaman imperialismo interseccional.
Lo que Estados Unidos parecía estar diciendo era: terminen el trabajo. Pero háganlo con amabilidad.
¿Qué lecciones deberíamos de sacar de este trágico conflicto? ¿Realmente es imposible para los judíos, que sufrieron tan cruelmente ellos mismos, quizá más cruelmente que ningún otro pueblo en la historia, comprender la vulnerabilidad y el anhelo de aquellos que han sido desplazados? ¿El sufrimiento extremo siempre despierta la crueldad? ¿Qué esperanza deja esto a la raza humana? ¿Qué pasará con el pueblo palestino en el caso de una victoria? Cuando una nación sin Estado finalmente proclama un Estado, ¿qué tipo de Estado será? ¿Qué horrores serán perpetrados bajo su bandera? ¿Deberíamos estar luchando por un Estado separado o por los derechos a una vida de libertad y dignidad para todos, sin importar su etnicidad o religión? Palestina fue un bastión secular en Medio Oriente. Pero ahora, el débil y no democrático, corrupto, pero abiertamente no sectario OLP está perdiendo terreno ante Hamas, que apoya una ideología abiertamente sectaria y lucha a nombre del Islam. Cito su manifiesto: «Seremos sus soldados y la leña de su fuego, que incendiará a los enemigos». El mundo es llamado a condenar a las bombas suicida. ¿Pero podemos ignorar el largo camino que han andado antes de llegar a este destino? Del 11 de septiembre de 1922 al 11 de septiembre de 2002, 80 años es mucho tiempo para librar una guerra. ¿Hay algún consejo que el mundo pueda darle al pueblo palestino? ¿Deberían de simplemente tomar la recomendación de Golda Meir y hacer un esfuerzo real de no existir?
La idea de borrar, de aniquilar a los palestinos, es claramente articulada por los funcionarios políticos y militares. Un abogado estadunidense que presentó una demanda contra la administración de Biden por su «fracaso en prevenir un genocidio» (que en sí mismo es un crimen) habló acerca de lo raro que es que un intento de genocidio sea articulado de forma tan clara y pública. Una vez que hayan logrado esa meta, quizá el plan es tener museos mostrando la cultura y artesanía palestina, restaurantes que ofrezcan étnica comida palestina, quizá un espectáculo de luz y sonido que muestre lo animado que era el Viejo Gaza, en el nuevo Puerto de Gaza, a la cabeza del proyecto del canal de Ben Gurion, que supuestamente planean, para competir con el Canal de Suez. Supuestamente ya se están firmando contratos de exploraciones petroleras en el mar.
Hace 21 años, cuando leí Ven, septiembre, en Nuevo México, había una especie de omertà en Estados Unidos respecto de Palestina. Aquellos que hablaban del tema pagaban un enorme precio por hacerlo. Hoy, los jóvenes están en las calles, encabezados por judíos y palestinos, furiosos con lo que su gobierno, el gobierno estadunidense, está haciendo. Las universidades, incluso las más elitistas, hierven de ira. El capitalismo se está moviendo rápido para callarlas. Los donantes amenazan con retener los fondos, y, de esta manera, deciden lo que los estudiantes estadunidenses pueden o no decir, o cómo pueden o no pensar. Un disparo al corazón de los principios fundacionales de la llamada educación liberal. Adiós a cualquier pretensión de poscolonialismo, multiculturalismo, legislación internacional, los Convenios de Ginebra, la Declaración Universal de Derechos Humanos. Adiós a cualquier pretensión de libre expresión o moral pública. Está en marcha una «guerra» que los abogados y académicos especializados en leyes internacionales dicen que reúne todas las características de un genocidio. En ella, los perpetradores se han puesto en el papel de víctimas, los colonizadores que manejan un estado apartheid se han puesto en el papel de los oprimidos. En Estados Unidos, si se cuestiona esto, se es acusado de antisemitismo, aunque sean judíos quienes lo cuestionen. Es alucinante. Ni Israel (donde ciudadanos israelíes disidentes como Gideon Levy son los más expertos e incisivos críticos de las acciones de Israel) controla la libertad de expresión de la forma en que lo hace Estados Unidos (aunque eso también está cambiando rápidamente). En Estados Unidos, hablar sobre la intifada (levantamiento, resistencia), en este caso, contra el genocidio, contra su propia anulación, es considerado un llamado al genocidio de los judíos. Al parecer, la única cosa moral que los civiles palestinos pueden hacer es morir. La única cosa legal que el resto de nosotros puede hacer es verlos morir. Y quedarnos en silencio. Si no, arriesgamos nuestras becas, honorarios por conferencias y sustento.
Después del 9/11, la guerra contra el terror estadunidense dio pretexto a los regímenes en todo el mundo de desmantelar los derechos civiles y de construir un complejo e invasivo aparato de vigilancia con el cual nuestros gobiernos saben todo acerca de nosotros y nosotros sabemos nada acerca de ellos. De modo similar, bajo el paraguas del nuevo macartismo estadunidense, crecen y florecen cosas monstruosas en países de todo el mundo. En nuestro país, claro, comenzó hace años. Pero a menos de que nos pronunciemos, tomará impulso y nos eliminará. Ayer se dio a conocer que la Universidad Jawaharlal Nehru, en Delhi, alguna vez entre las principales universidades de India, emitió nuevas reglas de conducta para los estudiantes. Una multa de 20 mil rupias a cualquier estudiante que haga un dharna o una huelga de hambre. Y 10 mil rupias por «consignas antinacionales». Aún no hay una lista de cuáles son esas consignas, pero podemos estar bastante seguros de que hacer un llamado al genocidio y a una limpieza étnica de los musulmanes no estará incluida. Así que, la batalla en Palestina es nuestra también.
Lo que queda por decirse, debe ser dicho –repetido– con claridad.
La ocupación israelí de la ribera occidental y el asedio a Gaza son crímenes contra la humanidad. Estados Unidos y otros países que financian la ocupación son cómplices del crimen. El horror que estamos atestiguando ahora mismo, la inadmisible masacre de civiles por Hamas y por Israel, son consecuencia del asedio y la ocupación.
Ninguna cantidad de opiniones acerca de la crueldad, ninguna cantidad de condenas de los excesos cometidos por ambos lados, y ninguna cantidad de falsas equivalencias acerca de la escala de estas atrocidades, llevarán a una solución.
La ocupación está criando esta monstruosidad. Violenta a los perpetradores y a las víctimas. Las víctimas están muertas. Los perpetradores tendrán que vivir con lo que han hecho. Así como sus hijos. Durante generaciones.
La solución no puede ser militar. Sólo puede ser política, en la cual israelíes y palestinos vivan juntos o uno al lado del otro, en dignidad, con derechos iguales. El mundo debe de intervenir. La ocupación debe terminar. Los palestinos deben tener un país viable. Y los refugiados palestinos deben tener el derecho a retornar.
Si no es así, la arquitectura moral del liberalismo occidental dejará de existir. Siempre fue hipócrita, lo sabemos. Pero aún eso ofrecía algún tipo de refugio. Ese refugio está desapareciendo frente a nuestros ojos.
Así que, por favor, por el bien de Palestina e Israel, por el bien de los vivos y en nombre de los muertos, por el bien de los secuestrados retenidos por Hamas y de los palestinos en las prisiones de Israel, por el bien de toda la humanidad, frenen esta masacre.
De nuevo, gracias por elegirme para este honor. Gracias, también, por las 300 mil rupias que vienen con el premio. No se quedarán conmigo. Lo destinaré a los activistas y periodistas que continúan luchando, a un enorme costo para ellos.
Traducción: Tania Molina Ramírez.
Fuente: https://www.jornada.com.mx/2023/12/26/politica/002n1pol
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