Es posible y necesario construir una alternativa republicana que permita a las mayorías sociales convertirse en dueñas de su historia. Ello exige invención e imaginación transformadora.
Las dos grandes experiencias republicanas hispanas, la de 1873 y la de 1931, llegaron de manera inesperada. Tan es así, que una parte importante de la población y de la dirigencia política que días antes apoyaba a la monarquía se convirtió súbitamente a la causa republicana. Que fueran inesperadas, en todo caso, no quiere decir que fueran casuales. Tenían detrás décadas de luchas sociales, culturales y electorales, que allanaron el camino para su proclamación.
Contra una idea interesadamente extendida, no fueron Repúblicas sin republicanos. Todo lo contrario. Hubo repúblicas porque hubo miles de mujeres y hombres que trabajaron durante años para hacerlas posible. Y si no duraron en el tiempo, no fue porque fracasaran, sino porque fueron derrocadas por un bloque reaccionario que no escatimó en medio para mantener sus privilegios.
A casi un siglo de la proclamación de la Segunda República, reparar las lecciones del pasado no debería ser un estéril ejercicio de nostalgia. Debería servir para tomar nota y para apuntalar, con razones y fuerza organizativa, los proyectos republicanos democráticos del presente y del futuro.
La persistencia del bloque reaccionario
Tanto la Primera como la Segunda República tomaron por sorpresa a buena parte del bloque reaccionario. Pero su desconcierto inicial duró poco. Fue un error, común entre muchos republicanos, pensar que derrotarlos en las urnas o en el Parlamento bastaba para que se desvanecieran como poder social y económico.
De entrada, las dos proclamaciones republicanas se produjeron en contextos internacionales especialmente adversos. La de 1873 tuvo lugar en una Europa en la que reinaban personajes reaccionarios como Bismarck o Thiers, que había fusilado a 30.000 comuneros por querer “tomar el cielo por asalto”. La de 1931 no lo tuvo más fácil. Cuando se proclamó, Mussolini y sus camisas pardas vivían su momento de auge y faltaban dos años para que Hitler fuera nombrado canciller imperial.
Desde un primer momento, este contexto internacional fue utilizado por las fuerzas reaccionarias derrotadas en las urnas el 12 de abril de 1931 para derrocar a la República. Y los republicanos no siempre pudieron ni quisieron contrarrestarlo.
Un primer error del Gobierno provisional fue permitir la huida de Alfonso XIII de Borbón, en lugar de juzgarlo. Cuando las Cortes constituyentes lo declararon culpable de alta traición, el 14 de julio, era demasiado tarde. Desde el exilio, el rey fugado conspiró intensamente con Mussolini para derrocar a la joven República. Y con el mismo fervor con el que secundó a Primo de Rivera, apoyó el levantamiento franquista de 1936.
La impunidad del rey permitió que el resto de fuerzas reaccionarias respiraran aliviadas. Muchos de sus representantes más conspicuos abandonaron sus convicciones monárquicas y ocuparon cargos importantes en la nueva República. Este fue el caso de militares como José Sanjurjo, quien fue confirmado como director de la Guardia Civil, para acabar impulsando un fallido golpe militar en agosto de 1932.
Esto no solo ocurrió en el Ejército. Pasó también con el resto de fuerzas reaccionarias, desde la Iglesia hasta los grandes terratenientes y rentistas. Una vez proclamada la República, utilizaron todos los medios para oponerse a ella. Desde su presencia en las fuerzas de seguridad hasta la prensa o los tribunales.
La mitología reaccionaria del 18 de julio sostiene que la Guerra Civil se desató como respuesta al asesinato del dirigente de la ultraderecha de la época, José Calvo Sotelo. No obstante, la conspiración para acabar con la República comenzó a fraguarse meses antes, el 16 de febrero, cuando el Frente Popular se impuso en las urnas.
Las fuerzas reaccionarias, en efecto, nunca aceptaron este triunfo democrático y legítimo. Mucho menos la perspectiva de que la República pudiera profundizar las reformas sociales y políticas iniciadas en el primer bienio republicano, entre 1931 y 1933. Nunca perdonaron a la República, de hecho, que quisiera dignificar la vida del pueblo obrero y campesino o que aprobara una Constitución cuyo artículo 6 establecía que se renunciaba a la guerra como instrumento de política exterior. Este último no era un tema menor. Muchos de los militares que participaron en el derrocamiento de la Primera y de la Segunda República habían participado activamente en las guerras coloniales de la monarquía española.
Arsenio Martínez Campos, protagonista del pronunciamiento que supuso la restauración de la monarquía borbónica en 1874, había participado en sendas guerras coloniales en el norte de África y contra México. Y fue financiado por el “Partido Negrero” que se beneficiaba de la esclavitud en Cuba y que recelaba de las inclinaciones federales y anticoloniales de la Primera República.
Algo similar pasó en la Segunda República. Muchos de los militares que conspiraron contra ella se formaron en terribles campañas coloniales en Cuba, el norte de África o Filipinas. Este fue el caso de Sanjurjo o del propio Franco. También de Millán-Astray, responsable del miserable asesinato del patriota filipino José Rizal. Las técnicas represivas ensayadas por estos militares en las colonias fueron las mismas, de hecho, que luego aplicaron en su ofensiva contra la República y sus partidarios.
La necesidad de reformas incisivas
Obviamente, la única manera de conjurar esta contraofensiva reaccionaria hubiera sido el impulso de reformas incisivas que segaran de raíz sus bases de apoyo. Pero la República no lo consiguió, y a veces ni siquiera se lo propuso.
Muchas de las transformaciones iniciadas en 1931, desde la reforma agraria a la reforma del Ejército, fueron tímidas o resultaron revertidas tras el bienio de derechas, entre 1934 y 1936. Cuando el Frente Popular ganó las elecciones, la reacción había crecido en Europa y se había hecho con el poder mediante el uso descarado de la violencia, como en la Alemania nazi o en Austria. De ahí que el Frente Popular renunciara a cualquier veleidad bolchevique y consintiera llevar adelante un proyecto reformista basado en la defensa de la Constitución de 1931 y en “un régimen de libertad democrática, impulsado por razones de interés público y progreso social”.
Nada de esto sirvió para calmar a la derecha, que no toleró los limitados avances conseguidos en materia educativa o social. Para azuzar a sus partidarios, podían hablar de peligro revolucionario y de conspiración judeo-masónica. Pero la realidad era muy diferente. Los militares que se sublevaron en 1936, y que comenzaron a asesinar alcaldes, concejales, maestros de escuela, campesinos o sindicalistas, no lo hicieron contra un régimen comunista o socialista. Lo hicieron contra una democracia republicana que apenas amenazaba los privilegios de unas clases dominantes reacias a cualquier tipo de progreso social o cultural.
La heroica resistencia que el pueblo trabajador de toda la península planteó a ese programa de aniquilación social y política mostró la importancia, pero también los límites de muchas de esas reformas. Y abrió un debate legítimo sobre la necesidad de que las transformaciones fueran más incisivas y contundentes de lo que habían sido en los años anteriores.
Al final, las divisiones internas del bando republicano, pero sobre todo la brutalidad de los golpistas, apoyados ahora por los ejércitos nazi y fascista, pusieron fin a aquel nuevo ensueño republicano. La República resistente no encontró apoyo ni en la Francia de León Blum ni en Reino Unido. Tampoco se atrevió, como planteó siendo ministro el anarquista Joan García Oliver, a aliarse con los nacionalistas anticolonialistas marroquíes.
Lo que siguió a la caída de la República fue un régimen genocida y clasista, cuyos crímenes condicionan todavía hoy la posibilidad de avances democráticos profundos en materia política, social o cultural.
Prepararse para lo inesperado
A pesar de todo esto, el 14 de abril de 1931 mostró, como antes el 11 de febrero de 1873, que lo que parece imposible es a veces algo que solo tarda más en llegar. Fueron muy pocos, en efecto, los que en aquellas coyunturas pensaron que los regímenes monárquicos oligárquicos podían derrumbarse y dar pie a un nuevo tiempo republicano.
Y, sin embargo, ocurrió. Como había anunciado el socialista Julián Besteiro: “Algunos exploradores africanos cuentan haber visto, en las selvas, elefantes que permanecen en pie después de muertos, sostenidos por el enorme peso de su mole: la monarquía española es uno de esos elefantes”.
Las elecciones del 12 de abril corroboraron ese juicio de manera inapelable. Inmediatamente, la gente del común tomó las calles y se produjeron las primeras proclamaciones republicanas. El día 13 tuvieron lugar las de Éibar, en Guipúzcoa, Sahagún, en León, y Jaca, en Huesca. El día 14, horas antes de que ocurriera en Madrid, Lluís Companys proclamó en Barcelona “la República”, sin adjetivos. Francesc Macià lo hizo de manera sucesiva y algo confusa. Primero, “el Estado catalán que con toda cordialidad procuraremos integrar dentro de la Federación de Repúblicas ibéricas”. Luego, “el Estado catalán bajo el régimen de una República catalana que, libremente y con toda cordialidad, anhela y pide al resto de pueblos de España su colaboración en la creación de una Confederación de pueblos ibéricos”. Más tarde, “la República catalana como Estado integrante de la Federación ibérica”.
Obviamente, nada de eso ocurrió por casualidad o por alguna ineluctable ley de la historia. Pasó porque hubo mujeres y hombres que se prepararon para lo inesperado. Que se hicieron dignos de ello consagrando su vida a la defensa de los ideales republicanos en ateneos, cooperativas, sindicatos, y otros espacios de socialización. Muchas de esas mujeres y hombres pasaron penurias antes de ver sus anhelos convertidos en realidad. Muchos otros no lo consiguieron. Y otros, en fin, lucharon, ganaron, fueron derrotados, pero se volvieron a levantar y a luchar, hasta acabar sus días.
Ni los “pactos federales” desde abajo que condujeron a la Primera República, ni el Pacto de San Sebastián que facilitó el advenimiento de la Segunda, son hoy escenarios descartables. A pesar de los vientos reaccionarios, violentos, que soplan en el mundo, en ningún sitio está escrito que “de todas las historias de la Historia” la hispana deba ser “la más triste”, como escribió Gil de Biedma, “porque termina mal”. Hoy, como ayer, es posible y necesario construir una alternativa republicana que permita a las mayorías sociales convertirse en dueñas de su historia. Ello exige invención e imaginación transformadora. Pero también aprender de los errores del pasado y organizarnos de la manera más fraterna posible para concretar los anhelos libertarios e igualitarios de quienes nos precedieron.
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