Incluso en las relaciones humanas mejor consensuadas, se hace necesario el ejercicio dialéctico y permanente de autocrítica. No es suficiente que el pensamiento sea “crítico”, es crucial que sea revolucionario, empezando por “mirar hacia adentro” porque también la ideología de la clase dominante ha sabido ser “crítica”, en el peor sentido, y con ello destructora de la conciencia y la organización, emancipadoras. Y es que, incluso, la más fundamentada de las críticas y autocríticas puede ser estéril si no contiene motores transformadores. Marx lo dijo con justeza: “No basta que tal idea clame por manifestarse: es necesario que la realidad misma clame por la idea”.
No es suficiente detectar yerros o descuidos, propios o colectivos, voluntarios o involuntarios, ni es suficiente, aunque pueda ser útil, la sola observación erudita, creativa o reveladora. La autocrítica debe nutrirse con una identidad y sentido de clase, expresados en compromisos y plan de lucha, incluyéndose ella misma. Su forma más poderosa es la de la praxis. La que contiene proyecciones organizativas, participativas y transformadoras para intervenir de manera directa, autónoma y consensuada, al mismo tiempo crítica de sí, permanentemente.
Si la autocrítica asciende a su fase revolucionaria, cumple con un cometido indispensable que no debe tener obstáculos. En última instancia, o en primera, ese es el sentido de la ciencia de la autocrítica si ha de trascenderse en la dinámica inmensa del desarrollo de la Humanidad, emancipada del capitalismo y emancipándose sistemáticamente. La humanidad como mejor patrimonio de sí misma. La autocrítica ha de ser uno de los baluartes civilizatorios aplicables al pasado, al presente y al futuro, y su papel debe ser rescatado y reconfigurado sobre premisas donde no impere el odio, el miedo o las humillaciones al uso.
Y desde luego, la autocrítica revolucionaria ha de servir para combatir toda desmoralización inducida, incluso por la crítica, que, cuando no tiene motores revolucionarios, tiende a ser funcional al plan desmoralizado y desorganizador financiado por las oligarquías. Son absolutamente indispensables los desarrollos teórico-metodológicos que han permitido “problematizar” los campos de batalla simbólicos y el estado actual de la guerra mediática híbrida e irrestricta. Necesitamos una ciencia de la autocrítica que ayude a resolver con rigor y transparencia lo que debe resolver un programa organizado para la organización de la unidad de la clase oprimida. Ciencia de la autocrítica que comienza por ella misma.
No nos contentemos con la magnificencia de las obras críticas mayormente decorativas porque ellas solas aun siendo escasas son peligrosas. Que la autocrítica no sea puramente confesional ni anecdótica. Que no se ponga el carruaje delante de los caballos porque un error de razonamiento o una emboscada distractora, terminan siendo emboscada ideológica que conviene mucho a ciertas sectas disfrazadas de “científicas” y a todo el sistema de burocratismos que se embriaga produciendo crítica y autocrítica estériles. En general, los pueblos claman verdades paridas por la autocrítica descarnada que se atreve a sincerar yerros de toda clase. No más las “problematizaciones” sesudas y de las soluciones culpígenas de gabinetes que arreglan nada. Otra cosa es la crítica y la autocrítica democratizadas en los campos de batalla de las bases. En sus frentes de lucha. Ahí donde deberían habitar todas las investigaciones epistemológicas decididas a cambiar el mundo y el desastre que nos impone el capitalismo que es una dictadura. Dígase sin tapujos.
Aquí, invocamos una ciencia-programa de acción transformadora asentada en la dialéctica de “lo deseable, lo posible y lo realizable”, concreta, transparente y consensuadamente. Eso implica lucha interna, autocrítica, totalizada con soluciones imbricadas socialmente entre quienes, directa o indirectamente, sostienen las luchas. La autocrítica individualista se agota en sus espejos. Los grandes remedios, si lo son, cuentan con la intervención directa de los involucrados que asumen el rigor metodológico que no será fuerza viva si no avanza hacia la segunda negación. No será acción transformadora si no alienta la organización para la acción directa. No será crítica si nada cambia. Será, mayormente, inútil.
Como el producto del trabajo, bajo el capitalismo, no pertenece a quienes producen la riqueza, sino al dueño de los medios de producción, y ese es el núcleo de la lucha de clases, hay que desarrollar la autocrítica que modifique semejante escenario para que la clase trabajadora no se sienta “perdida de sí misma”. Porque, mientras tanto, la “clase hegemónica” sabe bien lo que se necesita para frenar a las fuerzas revolucionarias que se mueven desde abajo. Por eso es tarea nuestra la autocrítica que lucha para descubrir, explicar y combatir, nuestros atrasos, necedades, caprichos o egos. El cuento ideológico de que, tanto la realidad como la subjetividad, son incognoscibles e impredecibles, debe combatirse con herramientas científicas, visualizando nuestros propios errores sin hipocresía. Una ciencia de la autocrítica debe ser espacio de trabajo y lucha permanentes, con creatividad metodológica, con rigor ético y sin esclavitudes mercantiles. No intocable ni mística, construcción social que reclame intervención colectiva, debate y consenso. Requiere fuerza científica y vigilancia irrestricta, sin amos, sin reformistas, sin oportunistas ni sectarios.
No hay que temerle a la autocrítica, hay que combatir los retruécanos fabricados para desfigurarla, y a sus acólitos. No temerle a la autocrítica, mejor aún politizarla, interrogarla, socializarla, democratizarla y hacerla patrimonio de la humanidad bajo una práctica de acción directa y organización revolucionaria. Con rigor de quirófano. Con protocolos estrictos. Combatir prejuicios que la cubren y enredan, desmentir todas las falacias que la acorralan, desarticular los templos y los calabozos, combatir a las falacias, vengan de donde vengan, valgan lo que valgan, beneficien a quién beneficien. La autocrítica ha de ser un método social vivo, dinámico y cotidiano. Una cultura. Hay que desarrollarla, autocríticamente, también.
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