Luís Armando González
Los grupos criminales, pandilleriles y no pandilleriles, han venido poniendo en zozobra a la población desde hace casi dos décadas. Desde 2014, arreciaron sus actividades criminales, convirtiendo el asesinato de personas inocentes en un instrumento de miedo y de chantaje social. Una red de complicidad con distintos sectores políticos y empresariales ha permitido que estos grupos criminales prosperen, se reproduzcan y asuman que su “derecho” a delinquir –por la vía de la extorsión, el fraude, el chantaje, el tráfico de armas y drogas, la privación de libertad y el asesinato— es incuestionable.
En los últimos dos años, la actuación de estos grupos criminales alcanzó cuotas extraordinarias en dolor humano y social. Se imponía una respuesta contundente de las autoridades del Estado, que atendiera el clamor social ante el sufrimiento cotidiano de las víctimas de criminales sin escrúpulos, que han elegido violentar la vida de otros para obtener beneficios económicos a costa de quienes los ganan con su trabajo y esfuerzo.
El Gobierno de la República, bajo el liderazgo del Presidente Salvador Sánchez Cerén, ha decidido hacerse cargo del desafío que plantea la delincuencia y el crimen organizado al Estado y a la sociedad. Con determinación y audacia, el Presidente Sánchez Cerén ha tomado la iniciativa de poner un alto definitivo a la criminalidad, con lo cual se ha hecho cargo de un clamor social sin precedentes en materia de seguridad.
La iniciativa presidencial ha sido respaldada por prácticamente todos los sectores de la sociedad salvadoreña. En este sentido, hay un escenario favorable, social y político, que permite ser optimistas acerca de llevar a El Salvador a un ambiente de seguridad que no se tiene desde el fin de la guerra civil.
El mensaje que debe enviarse a los criminales, sin importar la naturaleza de sus actividades delincuenciales y su organización, es que el Estado los va a perseguir y castigar, aplicándoles todo el peso de la ley. Es decir, que se si quieren evitar ser perseguidos y castigados por el Estado deben dejar de cometer crímenes, y respetar las leyes de la República. Tan simple como eso.
Victimizarlos, justificar sus crímenes, cuestionar al Estado por perseguir a quienes delinquen… Todo eso supone una complicidad con el crimen, pues da por supuesto el “derecho” de los criminales a continuar cometiendo fechorías que, en el límite, se traducen en pérdidas de vidas inocentes que el Estado tiene la obligación de proteger.
No es menor la responsabilidad de quienes hacen todo lo posible por victimizar a quienes han hecho del crimen una forma de vida. Algún comentarista de escaso prestigio ha dicho, con el poco tino que lo caracteriza, que los criminales están siendo humillados, como si aplicar la justicia y perseguir el delito fueran una afrenta para ellos. Deja de lado este señor la humillación y dolor que causan quienes asesinan, extorsionan y amenazan cotidianamente a las familias salvadoreñas, impidiéndoles incluso transitar libremente en sus colonias.
Quienes desean ponerse del lado del crimen, pueden hacerlo si así les viene en gana. Sin embargo, de alguna manera se vuelven cómplices del mismo cuando se convierten en sus defensores sin estar legitimados –pues no fungen como abogados defensores— para ello. No tienen ninguna solvencia para atacar al Estado ni para avalar lo que las autoridades están haciendo en orden a proteger la vida y bienes de las familias salvadoreñas.
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