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27 abril 2017

Y después de Raúl: ¿quién y cómo?



Cuba Posible


El 24 de febrero de 2018 culminará el proceso de traspaso de la jefatura del Estado y del gobierno; pues imaginamos, aunque no podemos afirmar, que esté ocurriendo por medio un proceso y que se efectuará a través de ciertos procedimientos. Esto último, en este caso, no debe resultar un formalismo; entre otras muchas y fuertes razones, porque la legitimidad de quien ocupe esos cargos no le viene “del pasado”, tendrá que ser construida casi totalmente, y ello dependerá de su trabajo a partir de ese momento y de cara al futuro de los cubanos.

Esto, como es lógico, puede resultar un beneficio y una oportunidad para el nuevo primer mandatario y para Cuba “toda”. Sin embargo, sobre todo en los inicios, podría ser también un elemento de debilidad. Nuestra historia muestra cómo tradicionalmente los cubanos hemos tenido, porque hemos preferido y, por tanto, han logrado determinada “gobernanza”, aquellos que han arribado al cargo con un importante “capital político”, como portadores (en su historial personal) de acciones significativas. Hemos tenido en la máxima magistratura del país a hombres “amados o respetados” por unos, y “temidos” por otros; han sido, siempre, “hombres fuertes”.

Aunque debo aclarar que, en muchos casos, por más de un siglo, todos estos “atributos” han tenido fundamentos éticos disímiles o contrapuestos, e intenciones diferentes, y se han orientado en unos casos al bien y en otros al mal y, además, han confirmado que ellos no constituyen per se una virtud a favor de la Patria. No obstante, esa lógica sigue latiendo en las entrañas del país y tal vez, al menos por ahora, continúe siendo “una necesidad sociológica”. En tanto, será indispensable que el próximo presidente de Cuba quede, el 24 de febrero de 2018, “fuertemente” colocado en el cargo que habrá de ejercer.

Para esto, será imprescindible que lo asuma por medio de un proceso y que se efectué a través de ciertos procedimientos. En mi opinión, ese proceso y dichos procedimientos, deben garantizar que la persona “electa” pueda erigirse en “puente” que conecte el pasado, el presente y el futuro; y que además enlace, de forma armónica, todos los puntos cardinales de la nuestra nación que, como ya he apuntado de manera metafóricamente en otro trabajo, quizás sean muchos más que el norte, el sur, el este y el oeste.

Esto exige atender muy bien, por lo menos, a tres cuestiones: 1. Cómo será propuesto. 2. Cómo resultará electo. 3. Quiénes lo elegirán. Por supuesto que quizá sea fácil responder a estas interrogantes, pues nuestra Ley Electoral no se ha modificado, ni ya tiene sentido que se transforme antes de este suceso (porque de formularse, en este momento, sensibles cambios en la misma, ya resultaría imposible implementar dinámicas sociales reales, institucionales y efectivas, que puedan aportar éxitos, en tan pocos meses, a “los potenciales y necesarios” cambios de dicha Ley).

En tal sentido, la reforma de la Ley Electoral deberá ser más adelante. Además, está llamada a concretarse en la mayor cohesión posible con las transformaciones socio-políticas y jurídicas que demandan las legislaciones en torno a las empresas públicas y privadas, a las cuestiones asociativas, a los derechos de información y de la prensa, a los sindicatos, y a los grandes cambios que reclama nuestra Carta Magna, entre otros desafíos análogos. Sin embargo, sí se podría aportar al proceso una “orientación” y una “dinámica” política que, apegadas a la actual Ley, aporten la “legitimidad” que exige este momento histórico acerca de “cómo proponer al próximo gobernante” y “cómo elegirlo”, así como sobre “quiénes lo elegirán”.

La Ley Electoral, muy explícita en el amplio procedimiento para nominar los delegados provinciales y la presidencia de las provincias, así como los diputados al Parlamento, desatiende la formulación de un entramado análogo para proponer al jefe del Estado y del gobierno. La norma, por una parte, explicita el complejo procedimiento que cito para sugerir delegados y diputados; pero, por otra parte, nunca precisa los rigores a los cuales deben atenerse las comisiones de candidatura para señalar estos pre-candidatos y casi nada regula en cuanto al presidente del país.

Ante esto, cabría que nos hiciésemos tres preguntas. ¿Acaso en Cuba tiene poca importancia quién sea el primer mandatario y cómo este llega al cargo? ¿Los políticos y legisladores cubanos son tan indiferentes ante la centralidad y dimensión que ocupa en el país el Presidente? ¿O razones históricas, políticas y circunstanciales exigían, para muchos sectores, sostener dicha centralidad y dimensión, todo el tiempo, en una misma persona; y por ello se dejó vacía esta Ley de los requisitos y procedimientos que un día harían falta?

Estimo que en Cuba, históricamente, y en grado preeminente durante las últimas décadas, ha sido muy importante la función y la persona del jefe de la República. Asimismo considero que, dada la centralidad y la dimensión que este posee en nuestro imaginario, es que dicha responsabilidad se mantuvo tanto tiempo en una misma persona. Sin embargo, también estoy convencido de que, en este sentido, ya todo cambió, y esa nueva realidad demanda institucionalizar caminos y modos nuevos. En esto deberá trabajar mucho el sustituto del actual Presidente.

No obstante, para hacerlo tendrá que empinarse sobre los procedimientos actuales; ya establecidos, con sus vacíos y defectos. En tal sentido, este deberá resultar nominado por una comisión de candidatura integrada por las organizaciones sociales que funcionan al modo de órganos anexos al Partido Comunista de Cuba (PCC). Ello podría ser útil para que la persona propuesta esté respaldada por la “legitimidad de la historia”, pues sería señalada con la aquiescencia o por indicación de la más alta dirección de este Partido.

Sin embargo, quiero resaltar que no sería la solidez actual de la estructura del PCC (no me refiero a su militancia), la que posee y garantiza la capacidad de transferir esta “legitimidad”. A pesar del trabajo de muchos de sus dirigentes, el PCC, como institución, debe preguntarse dónde quedó el compromiso de representar a la sociedad; cuánto representa a sus propios militantes; cuánto representa a los ideales, principios y convicciones de la Revolución que triunfó el primero de enero de 1959; y cuánto representa el esfuerzo y sacrificio de generaciones que lo dieron todo a favor de esos sueños. Incluso, puedo afirmar que debería interrogarse sobre algunos de los actuales “ideólogos” de este Partido, que se empeñan en trastocar esos “sueños” en “pesadillas” para muchos cubanos.

En este caso, tal “legitimidad” sería transferida por medio de la alta dirección del PCC; pero estaría realmente “sostenida” por la autoridad de Raúl Castro y por la de un grupo de militares importantes (que poseen un amplio reconocimiento y prestigio popular), que lo acompañan en los quehaceres políticos; sin menospreciar cuánto podría aportar a esto la valía del trabajo de civiles en diversas instituciones y de dirigentes políticos de este Partido. De este modo, el candidato podría afincarse en las potencialidades que puede ofrecer la “legitimidad” de la historia, del Ejército Rebelde, del Movimiento 26 de Julio, y de los ideales, principios y convicciones de la Revolución que triunfó el primero de enero de 1959.

Por otro lado, al no ser transferida y sostenida esa “legitimidad” por aparatos y burócratas opacos, sino por quienes (en algún momento o en diferentes momentos) arriesgaron sus vidas, lo revolucionaron todo, ganaron guerras, etcétera, esta no tendría que ser entendida per se cómo una licencia sólo para el estancamiento y el fracaso, o como una garantía para que nuestro viaje sea sólo al pasado próximo. Todo lo contrario; pues quienes están dispuestos a enfrentar la muerte, suelen estar más dispuestos a construir la vida.

Sin embargo, esto no basta. Se hace necesario, además, discernir acerca de “cómo elegirlo” y de “quiénes lo elegirán”. Esto resulta imprescindible, pues el próximo Presidente también debe portar cuotas de “legitimidad” relacionadas con la reparación de errores cometidos, la solución efectiva de frustraciones acumuladas, y el encauzamiento de nuevas realidades.

Para ello, sería ideal que resultara electo a través de un proceso de elecciones libres, secretas, competitivas y, además, directamente por medio del voto ciudadano. No obstante, en las actuales circunstancias esto no sería posible, ni aportaría eficacia al resultado de la elección. Para que una elección (con estas características) resulte una contribución cualitativa, los candidatos deben provenir con el respaldo de proyecciones definidas y consensuadas, con el apoyo de corrientes de ideas y de opiniones, con el sostén de grupos y de redes sociales, y con el soporte de actores influyentes.

En estos casos, el voto ciudadano “legitima” que la persona electa ejerza con “autoridad” el cargo. Sin embargo, quienes realmente lo sostienen en su desempeño son las proyecciones definidas y consensuadas, el apoyo de corrientes de ideas y de opiniones, el sostén de grupos y de redes sociales, y el soporte de actores influyentes. En Cuba, actualmente, esto no existe, pues no ha debido y/o podido ser posible el ejercicio autónomo de la política, ni la concreción institucional de tendencias ideo-políticas. En esto también deberá trabajar mucho el sustituto del actual Presidente, pues el desarrollo de lo anterior resulta necesario y beneficioso; lo cual, además, sería posible en los modelos pluripartidistas, pero también en los modelos unipartidistas, y tal vez hasta en modelos que no pretendan partido alguno.

Ante ello, tal vez resulte pertinente que el nuevo Presidente sea electo por los diputados de la Asamblea Nacional. Sobre todo, si realmente comenzara a ser un Parlamento activo, ágil, exigente, dinámico y profesional, que en nombre de la sociedad sea capaz de acompañar a la ciudadanía y comprometerse con el desempeño del Presidente y del gobierno. Esta interacción, por supuesto que podría aportar grandemente a la democratización y a la eficacia de la gestión pública, y contribuiría a la “legitimidad” del quehacer del jefe del Estado y del gobierno.

Sin embargo, podría quedar una fuerte duda en cuanto a por qué los diputados actuarían de esta forma y contribuirían así al sostenimiento de la gestión del gobierno y, además, la sociedad conseguiría, de alguna manera, sentirse representada tanto en la elección como en los desempeños del Parlamento y del Presidente. Tampoco para esto habría que modificar la Ley Electoral, sino sólo aportar al proceso una proyección y una dinámica política que procure asegurar esta perspectiva. Bastaría un sólido compromiso en dos direcciones. Una orientada al redimensionamiento de las funciones parlamentarias, esbozada en el párrafo anterior; y otra encaminada a garantizar la cualidad de los diputados. Además, ambos anhelos constituyen reclamos extendidos y debatidos.

No obstante, esto nos enfrentaría ante el dilema de unos candidatos que serán seleccionados por medio de una comisión de candidatura integrada por las organizaciones sociales que funcionan al modo de órganos anexos del PCC. Comisión que, a su vez, parece desempeñarse como si estuviera “totalmente en manos” de cierto/s cuadro/s del PCC. En estos momentos, ya esos candidatos deberían ser propuestos directamente por estas organizaciones sociales que, además, hace mucho debieron redimensionarse y revitalizarse; pero también deberían de ser propuestos por un entramado nuevo de organizaciones sociales, constituidas y nutridas por un universo amplio y prometedor de actores y proyectos, a los cuales se les ha escatimado la legitimidad, la legalidad, la institucionalidad y su deber-derecho de trabajar a favor del país.

De todos modos, si esa comisión de candidatura asumiera la responsabilidad de seleccionar pre-candidatos de acuerdo a las actuales exigencias de la sociedad cubana, podríamos acercarnos a un primer paso de lo deseado. Los ciudadanos aspiran a tener diputados que: i) sean personas respetables y realmente bien conocidas por los ciudadanos-electores, ii) resulten capaces y posean la oportunidad de comunicar la orientación y el horizonte de su proyección como diputados, así como rendir cuenta de toda su gestión, iii) ejerzan sus funciones de manera profesional y permanente, iv) estén en interacción continua con los ciudadanos-electores, y v) posean la capacidad de análizar y representar tanto los asuntos del ciudadano y su localidad, como las cuestiones estratégicas nacionales e internacionales.

Estos candidatos aportarían calidad al proceso electoral, y resultarían electos diputados que entusiasmen a la ciudadanía y posean la capacidad de ejercer sus funciones según los requerimientos de esta época. Por otro lado, quizá esas organizaciones sociales que ya deberían y podrían existir con pujanza, pero no se les ha permitido, en muchos casos hubiesen nominado a esas mismas personas; pues resulta falso que son o serían criaturas o potenciales criaturas del mal, de la confución, del desconocimiento, del desorden, de la desestabilización, de la traición al país. Dichas consideraciones suelen ser, sobre todo, producto de la incapacidad, del temor y del rechazo ante lo nuevo, ante “lo otro”, ante la evolución, ante la historia.

Y culmino refiríendome a la cantidad de candidatos, en 2018, para ocupar la presidencia de la nación. Cualquier elección -el término elección es inequívoco-, demanda la oportunidad de escoger; y sólo se puede hacer esto último cuando existen, al menos, dos posibilidades. De lo contrario, si en un proceso “electoral” no podemos escoger, entonces no estamos “eligiendo” sino sólo “votando” para ratificar (o no) una propuesta única. Sin embargo, nuestra Ley Electoral no brinda la oportunidad de nominar más de un candidato para ocupar la presidencia de los Consejos de Estado y de Ministros. Esto debería cambiar pronto. No obstante, en este caso, ante la realidad de que no hemos desarrollado el ejercicio autónomo de la política, ni la concreción institucional de tendencias ideo-políticas, carece de sentido que la única plataforma programática (además, acotada al monolitismo), legal e institucionalizada, presente dos candidatos o más. Eso sería un exceso de formalismo, por demás innecesario, que podría llegar a ser hasta extravagante. En tal caso, debemos poder esperar un buen candidato, y debemos poder esperar que resulte electo sólo si consigue la cantidad de votos en el Parlamento que la Ley define, y también debemos poder esperar que los diputados electos para esa legislatura se correspondan con el perfil de parlamentario que la ciudadanía solicita.

Si se formula e implementa esta ecuación, o una análoga o mejor, podremos esperar la “legitimidad” suficiente y capacidad indispensable para defender y desarrollar las conquistas sociales, así como para “cambiar todo lo que deba ser cambiado”. Entre esos cambios a realizar, aspiro a que se encuentre la posibilidad de una nueva Ley Electoral que exija el acceso a todos los cargos públicos representativos, por medio de elecciones directas, libres, secretas, periódicas y competitivas.

Comprendo que algunos podrán considerar estéril estos comentarios y afirmarán que este proceso podrá estar marcado por otras lógicas, distantes a las mías, y que como consecuencia estaremos a merced de lo imprevisto. A estos les digo que, ciertamente, en muchas ocasiones no prever conduce al caos, pero en muchas otras conduce a oportunidades que hasta pueden desbordar las expectativas. Por ello, siempre estoy abierto también, con el mismo entusiasmo y compromiso, a lo imprevisto, a lo incierto. Igualmente, sé que en todos los extremos de nuestro universo político habrá quienes estén dispuestos a embestir estas notas sobre la elección del próximo Presidente. Sin embargo, quiero dejar claro que no me interesa, pues no escribo para ellos; sino para los cubanos serenos y responsables (de cualquiera de los lados del espectro socio-político), que no odian y sí procuran asegurar las mejores condiciones para los grandes y radicales cambio que Cuba necesita.


https://www.rebelion.org/noticia.php?id=225914

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