Colombia es uno de los países más violentos y agitados de la región, y está atravesando por una de sus peores crisis política, económica y social. Combina una crisis de Estado y sus instituciones con una de la política de tal magnitud, que de existir un escenario real de cambio, el esfuerzo por derribar lo que hay no tendría que ser ni siquiera excepcional. Bastaría un amplio movimiento ciudadano consciente de la grave crisis y los problemas dispuesto a luchar por cambiarlo. Pero no hay que olvidar que no son los tiempos de la Revolución bolchevique ni la cubana ni la bolivariana. Pueden ser tiempos peores pero carentes del espíritu revolucionario y esa realidad facilita la estrategia del miedo, el nuevo genocidio en marcha contra los líderes sociales y la oposición, y la preservación del poder. Lo cual configura, habrá dudas, el inminente fracaso de los acuerdos de paz.
Para la derecha tradicionalmente mentirosa e intransigente el problema de fondo del país no es la grave crisis que atraviesa, sino los problemas de los vecinos como Venezuela. De ahí su empecinada y desesperada campaña del miedo con el cuento del Castrochavismo con la cual buscan, por un lado, ocultar los problemas reales del país y, por el otro, generar un amplio consenso en la opinión ciudadana como estrategia para aferrarse al poder, sin necesidad de hacer el más mínimo cambio del modelo económico, político, institucional y cultural. Dicha estrategia les procura votos.
Por eso quienes hoy actúan desde corrientes políticas alternativas como si estuviéramos viviendo una revolución política están fuera de contexto, o lo hacen a sabiendas de lo que realmente existe y buscan repetir la tradición de las empresas electorales cazadoras de los recursos públicos para su propio beneficio en que se convirtieron los tradicionales partidos históricos de la oligarquía. Pierden de vista que para vencer la estrategia del miedo que utiliza el bloque dominante para conservar el poder, primero que todo hay que construir un amplio y sólido movimiento social y, junto a ello, dar la batalla de ideas que permita ganar con argumentos la amplia mayoría ciudadana por el cambio histórico de la sociedad.
Polarizado y radicalmente dividido el país entre dos grandes tendencias que se disputan la conquista del poder del Estado y los beneficios que esto genera, el bloque de derecha y el de izquierda o alternativo, convencidas las segundas del esfuerzo del actual presidente por alcanzar un acuerdo político para poner fin a la guerra que por décadas ha configurado la realidad nacional, a sabiendas de que lo que efectivamente consiguió fue desarmar y desmovilizar la principal guerrilla del país (espera hacer lo mismo con la otra aunque con los últimos acontecimientos no se sabe si alcanzará o le dejará la tarea a su sucesor) incumpliendo gran parte de lo acordado con ellas, desmintiendo aquello de que “era mejor negociar con un legítimo representante de la oligarquía que con un gamonal de origen espurio ligado al paramilitarismo”, cuando en realidad existía un consenso dentro del bloque de poder dominante en cuanto a si derrotar o desarmar las guerrillas, triunfando la tesis de desarmarlas y desmovilizarlas a cambio de unos mínimos, quedando intacto el bloque de poder dominante, fortalecido hoy con la alianza Uribe-Pastrana-Vargas que cuenta con todas las ventajas para mantenerse en el poder.
Bloque al que por si alguna duda sobre su hegemonía de clase, hay que sumarle los neoliberales reverdecidos Sergio Fajardo y Claudia López, y al liberal y estratega de los acuerdos Humberto de La Calle, que como un llanero solitario está convencido que los puede implementar, lo cual se sabe que no será posible sin los apoyos y correlación de fuerza suficiente que supere la de quienes (Uribe, Pastrana, Duque, Ramírez, Ordoñez y Vargas) apoyados por el gran capital, los grupos financieros, los terratenientes enriquecidos con la expropiación de millones de hectáreas de tierra, la iglesia, las fuerzas armadas y los grandes medios de comunicación escasamente, apenas los aceptan como quedaron, sino es que los piensan reducir a una simple pacto de entrega de armas, desmovilización y participación limitada en política para los ex comandantes guerrilleros. Siempre con la pistola en la cien por si se mueven un milímetro más allá de lo concedido.
Sí, se ha dicho infinidad de veces que una cosa es la ilusión y el deseo y otra la realidad social. En el mejor escenario político posible, ¿un gobierno alternativo podrá gobernar o tendrá que pasar inmediatamente a defenderse? Más aún, ¿lo dejarán gobernar quienes tienen el poder real? ¿Existe el movimiento social y político para defender una conquista democrática como esas? Seguro vale más ésta premisa que cualquier ilusión. Dicho movimiento social y político no existe ni siquiera para defender los acuerdos, con la importancia histórica que se les ha atribuido, qué diremos de la idea de salir a las calles a defender un gobierno democrático que los quiera implementar.
Nadie seriamente se atrevería a negar el estado general de corrupción, acelerada pérdida de legitimidad del régimen actual, la extensa criminalidad e inseguridad que predominan en ciudades y campos, las permanentes amenazas y asesinatos de líderes sociales en todo el país, el peligro del incumplimiento y la tendencia al fracaso de los acuerdos con las FARC que, dicho sea de paso, envía un mensaje certero al ELN de lo que le espera en una negociación.
Estado de cosas que completa una pobreza y miseria rampante, la destrucción y deforestación de la naturaleza y los medios esenciales para la vida, y que nadie desde el llamado bloque alternativo se atreve siquiera a poner en discusión: el modelo económico sobre el que descansa este régimen oprobioso e injusto y quienes viven a sus anchas de él, la minoría dominante.
Por eso sus banderas de gobierno son las mismas recetas neoliberales de las últimas tres décadas: la privatización de los bienes y riqueza pública, la inversión extranjera de grandes capitales para intensificar el extractivismo, la disminución de impuestos al capital favoreciendo las trasnacionales que tienen como meta cero impuestos en los países con “mejores” condiciones para la inversión y Colombia es una marca destacada en ello.
Desde el punto de vista de los valores y visión del mundo que defiende celosamente el bloque de poder de derecha sigue siendo una sociedad conservadora, restauradora de valores católicos y cristianos, pre moderna con rasgos señoriales y arcaicos, anteponiendo la defensa de la familia heterosexual y monogámica, negando los derechos a una amplia diversidad de grupos familiares y diversidades sexuales. En esencia siguen aferrados a un pasado cuyos fines han sido la tradición, la familia y la propiedad privada en una sociedad ideal rodeada de fiestas bravas y cabalgatas con señores hacendados y sus subordinados aplaudiéndolos desde las aceras y tribunas.
Poner a Venezuela, que sin duda enfrenta serios problemas, como el mal ejemplo para generar miedo y conquistar votos de un público moldeado por la propaganda, la desinformación y las falsas noticias como el colombiano promedio, puede llegar a ser ventajoso, pero no dejará de ser el más sucio y cínico ejercicio de política electoral y propaganda negra contra un país, un pueblo y un gobierno que desde Chávez hasta Maduro ha ofrecido sus buenos oficios para ayudar a consolidar no sólo los diálogos para el fin del conflicto armado, sino para afianzar la paz y la estabilidad en la región. Pero aquí no ha habido interlocutor sincero para ello, sino contradictor agresivo para acabarlos de joder. Son dos proyectos y modelos de Estado y sociedad diferentes, no un bloque unitario de naciones e intereses comunes como lo pensó Bolívar cuando la Gran Colombia.
La debilidad del gobierno de Santos finalizando su mandato es un factor que juega en contra de los deseos de paz justa, apertura democrática, participación política y protección del derecho sagrado de la vida, que desea una gran parte de la población colombiana. Sus aliados de clase más intransigentes no contentos con el objetivo cumplido de Santos de desarmar a las FARC y desmovilizarla por unas concesiones mínimas, se abalanzan sobre los restos de lo que quedan de los acuerdos para acabarlos de devorar como aves de rapiña.
Finalmente, el asesinato diario y sistemático de líderes sociales que día a día llenan los campos y ciudades de Colombia, es tal vez la señal más oscura en el horizonte de que tal vez esta vez tampoco fue posible la construcción de una paz verdadera, firme, estable y duradera. Todo lo contrario. Paz de mentiras, endeble, inestable y muy corta así muchos persistan en ella. Es tal vez al augurio de un nuevo fracaso histórico, que no significa una ventaja para la otra guerrilla que mira en la distancia de la clandestinidad con el fusil en la mano, lo que se viene encima, un escenario de confrontación en donde el Estado y el bloque de poder dominante lleva las de ganar así tenga que volver a bañar en sangre y muerte a Colombia. Con la estrategia de miedo que llevan a cabo y el nuevo genocidio en marcha contra los líderes sociales y opositores al régimen, no hay duda de la inminencia del fracaso de los acuerdos y de la preservación del poder en manos de quienes lo han preservado históricamente.
Oto Higuita. Estudios en Historia, Universidad Nacional de Medellín, 1985-88. Licenciatura en Historia Económica, Universidad de Estocolmo, Suecia, 1999. Diplomado en inglés, University College London, Inglaterra, 2000. Estudiante de Derecho, Coruniamericana, Medellín, Colombia. Ensayista y columnista de medios alternativos. Activista del movimiento social.
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