El neoliberalismo no solo ha sido incapaz de evitar el aumento de las desigualdades, la pobreza y las crisis de deuda y producción, sino que en realidad las activó
A la vez que conocíamos la victoria en las presidenciales argentinas del extravagante Javier Milei, que aúna una mezcla distópica de fascismo y neoliberalismo, se daba a conocer los ministros del nuevo gobierno de Pedro Sánchez. Se confirmó, definitivamente, la ausencia de miembros de Podemos en el gabinete, y, por encima de todo, el final, al menos temporal, de una alternativa de izquierdas a la izquierda del PSOE. Y ahí está la paradoja. Mientras la desigualdad, la auténtica lacra de nuestros días, repunta en las sociedades democráticas, como consecuencia de un proyecto llamado desastre, el neoliberalismo, las urnas aúpan a aquellos que ofrecen doble taza de lo mismo, mientras sepultan a quienes estaban llamados a asaltar los cielos. La ausencia de una alternativa creíble, clara, y contundente ante el sistema de gobernanza actual, el neoliberalismo, permite compaginar ambas paradojas: el fracaso de las opciones a la izquierda de la socialdemocracia, y el auge de los fascismos. Si a ello unimos comportamientos personales oportunistas, el resultado final estaba cantado.
Karl Polanyi, allá por los años 40, en su obra cumbre, “La Gran Transformación”, describió perfectamente las dinámicas de un sistema económico que, tras la caída del muro de Berlín, definitivamente amoldó la democracia al mercado. Polanyi ya nos avisaba que el capitalismo iba a influir en la estructura y la dinámica de la sociedad al convertir la economía en un elemento central y dominante. En lugar de ser un aspecto de la vida social entre muchos otros, la economía capitalista tiende a subordinar y condicionar la política, la religión y las relaciones sociales a sus lógicas y dinámicas. Este sometimiento de aspectos sociales fundamentales a la lógica económica del capitalismo provocaría rupturas y quiebras en la estructura social. Además, corroería la cohesión social al introducir la lógica del beneficio como principal motor de las actividades económicas. En lugar de priorizar valores sociales, éticos o culturales, se fomentaría la maximización del beneficio económico como objetivo primordial, lo que llevaría a la competencia desenfrenada y a la desconsideración de otros valores importantes para la comunidad. El mismo Polanyi ya anticipaba una crisis climática sin precedentes, ya que el capitalismo, al extender su lógica a la naturaleza, es decir, a los recursos naturales, los trataría como una mera mercancía, en lugar de ser reconocidos como elementos fundamentales para la sustentabilidad y el equilibrio ecológico.
Todas estas dinámicas se aceleran a partir de la caída del muro de Berlín, donde la socialdemocracia finalmente asumió que las exigencias humanas y democráticas solo podían satisfacerse en la medida en que se sometían a las fuerzas inquebrantables del “mercado”, al que debe darse el máximo margen de acción para coordinar la gran diversidad de decisiones económicas y controlar con eficacia la demanda y la oferta. Obviamente, y así lo asumieron, el mercado no podía garantizar el pleno empleo, la justicia distributiva o la protección del medio ambiente. Hemos dejado que lo relevante de toda acción política lo determine finalmente el mercado, sin más.
Los momentos políticos del neoliberalismo
Lo paradójico de esta situación, como explicitan los economistas postkeynesianos Montier y Pilkington en “The Deep Causes of Secular Stagnation and the Rise of Populism” es que el neoliberalismo es un proyecto llamado desastre, que no podría ser peor para la política o la economía. Las políticas que prescriben son profundamente impopulares y disfuncionales. Los ciudadanos se tambalean viendo cómo pierden sus puestos de trabajo, cómo desaparece la estabilidad de los mismos -miedo y disciplina- y se esfuman sus ingresos, mientras que la economía se inclina hacia la inestabilidad y el estancamiento. Es un proyecto que beneficia a unos pocos a expensas de la mayoría. Esto se refleja en una clase mimada de individuos de altos ingresos, con la inestimable ayuda de ciertos tecnócratas que dan soporte mediante teorías económicas a esas políticas que llevan a la economía al caos.
Pero el problema se extiende como una mancha de aceite. El neoliberalismo ha evolucionado desde una visión cínica de la democracia, el Totalitarismo Invertido, hacia una deriva autoritaria, el clásico fascismo, donde Javier Milei es el último botón de muestra, pero no el único. El neoliberalismo no solo ha sido incapaz de evitar el aumento de las desigualdades, la pobreza y las crisis de deuda y producción, sino que en realidad las activó. Solo bajo el consenso keynesiano y el activismo de la izquierda clásica las clases trabajadoras lograron mejorar sus condiciones de vida y el ascensor social funcionó. La doctrina liberal dominante se ha entremezclado, además, con las teorías que arrojan sobre las leyes de la Naturaleza la responsabilidad de la miseria de las clases trabajadoras, y fomentan una profunda indiferencia y culpabilidad hacia sus padecimientos. Por ello los liberales condenan la intervención gubernamental respecto de las horas de trabajo, del tipo de los salarios, del empleo de las mujeres, de la acción de los sindicatos, proclamando que la ley de la oferta y la demanda es el único regulador verdadero y justo. Han ignorado de manera sistemática la monstruosa injusticia de la distribución actual de la renta y la riqueza. Y de paso nos han endosado la mayor crisis climática de la historia.
Mientras la izquierda no articule, sólidamente, una alternativa que renueve y/o rehaga ese contrato social que ciertas élites económicas y políticas escondieron en cajones oscuros, la espada de Damocles, un episodio de nuevo ascenso del fascismo, seguirá rondando nuestras cabezas. ¡Cuánta razón tenían aquellos que hace tiempo avisaban de la actual deriva neoliberal, del totalitarismo invertido al fascismo!
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