Un joven empuña con fuerza una pala alargada de madera y metal. Tras una noche fría en las montañas del Alto Atlas en Marruecos, el calor del mediodía y un cielo despejado provoca una cascada de sudor en su rostro. Tararea mientras que escaba. Entre las montañas de escombros con mantas, sofás, algún televisor y revistas infantiles logra alcanzar restos de metales, acero u otras piezas de hierro que guardará para vender. Hace tres meses, la remota aldea de Imi N’tala colapsó tras el peor terremoto registrado en la historia de Marruecos. El silencio de sus montañas ha aplastado la esperanza. Solo queda un dulce tarareo.
Al final de la lengua de tierra que separa un lado de la aldea del otro, ambos colapsados, un grupo de mujeres se resguardan bajo la sombra de uno de los pocos edificios que se mantienen en pie. Intercambian recetas y adelantan el festín que los acompañará a la hora de comer. A escasos metros, decenas de carpas azules y amarillas están estratégicamente colocadas al borde del precipicio.
No cabe ni una más. “De momento, aquí es donde nos toca vivir”, comenta Rashida, una de las supervivientes del terremoto. Varias cicatrices y heridas en sus dedos y una muñeca vendada le recuerdan lo peor del temblor. “Fue muy fuerte. Aún tenemos el miedo en el cuerpo”, añade.
A mediados de noviembre, más de 3.300 familias marroquíes con casas parcialmente dañadas por el seísmo empezaron a recibir la indemnización de 80.000 dirhams, lo equivalente a algo más de 7.000 euros. Una ayuda económica proporcionada por el Gobierno de Marruecos para la restauración de sus hogares.
En cambio, los propietarios de las casas totalmente destruidas todavía tendrán que esperar. Para estos, el Gobierno marroquí calcula una indemnización de 140.000 dirhams, casi 13.000 euros, que aún no ha empezado a distribuir. Según un balance gubernamental, del total de aldeas ubicadas en las provincias sureñas de Marrakech, Al Haouz, Chichaoua, Taroudant, Ouarzazate y Azilal, un 35% han registrado daños en edificios.
Del hormigón al plástico duro
Una explanada verde da la bienvenida en Tafeghaghte. Unos olivos, florecidos y sanos, crean una sombra agradecida. El sol aprieta. No hay ni una nube. Shamia encoje los hombros. ¿Cuánto habrá que esperar? “Ni Dios lo sabe”, contesta. Shamia vive sola en una de las miles de tiendas de campaña azules que dibujan desde hace tres meses el paisaje del Atlas. Durante las horas de sol, su casa es un horno. Por la noche, mantas de 20 centímetros de grosor no son suficientes. Pero lo peor es la lluvia, dice. Shamia no tiene casa, pero mantiene la hospitalidad. “Te tengo que invitar a un té”, propone la septuagenaria.
“Estamos a las puertas del invierno y todavía seguimos en estas tiendas de plástico duro”, dice Shamia. Aunque durante los meses de octubre y noviembre las temperaturas por la noche no son tan gélidas, el inicio del año trae una época de frío, viento y lluvias en la región.
Tres meses después del terremoto, la ayuda internacional continúa llegando. Desde España, por ejemplo, la ONG Bomberos Unidos sin Fronteras ha realizado una segunda expedición con ayuda material como kits de menaje para alimentación, depósitos de agua y lámparas solares para las carpas.
A 24 kilómetros del epicentro del terremoto, Tafeghaghte fue uno de los puntos más críticos durante las horas siguientes al temblor. De un total aproximado de 120 casas, no queda ninguna en pie y los muertos superaron las 150 personas, así como más de 200 heridos. Una gran parte de los fallecidos yace en un cementerio improvisado que ha duplicado su extensión desde el pasado 8 de septiembre, día del seísmo.
Una pérdida religiosa y cultural
En Tinmel, entre el paisaje de los restos de las casas y edificios que se derrumbaron durante el temblor, destaca una montaña de piedras blanquecinas de más de cinco metros de alto. Cuatro jóvenes analizan piedra a piedra cada uno de los restos de escombros. Unos caen sobre otra montaña a la derecha. A unos pasos detrás de los jóvenes, el minarete de la mezquita de Tinmel y varias paredes del templo religioso están derrumbados.
La mezquita de Tinmel data del siglo XII, concretamente fue construida en el año 1148 por la dinastía almohade, un año después de la toma de Marrakech. Este lugar recóndito de las montañas del Alto Atlas fue uno de los puntos de partida de las campañas militares almohades contra la dinastía de los almorávides. Junto con la mezquita de Hassan II en Casablanca, la de Tinmel era una de las dos únicas mezquitas marroquíes abiertas a las personas no musulmanas.
Hace nueve meses, el Ministerio de Asuntos Islámicos inició un proyecto de restauración sobre la mezquita de Tinmel que incluía la apertura de un museo propio sobre edificio cultural. Tras el terremoto, los esfuerzos económicos serán mayores.
Turismo a dos velocidades
“En la noche del terremoto había cuatro parejas de extranjeros hospedados en el hostal. Desde entonces, no ha vuelto nadie”, cuenta uno de los gerentes de uno de los pocos hostales que hay en Tizi n’Test, uno de los puntos más altos del Atlas marroquí.
Una terraza amplia en la primera planta del edificio, que por suerte se mantiene en pie, abre unas vistas únicas hacia la región de Souss-Massa. “Estamos perdiendo dinero. Los turistas solo pasan por aquí para tomar un té o comer un tayín, no podemos dejar que la gente duerma dentro del edificio. No podemos asegurar que esté en buenas condiciones”, apunta el gerente.
La realidad es distinta en otras ciudades afectadas por el terremoto, pero que son una meca irrefutable para el turismo marroquí. Es el caso de Marrakech. Allí, la afluencia de turistas volvió a los números habituales pocos días después del seísmo. Según los últimos datos de la Oficina de Turismo de Marruecos, el país recibió 960.000 viajeros internacionales en septiembre de 2023, un 8,5% más que en el mismo mes de 2019, antes de la pandemia de COVID-19. En general, entre enero y septiembre, los viajes internacionales a Marruecos aumentaron un 44% respecto al mismo periodo de 2019.
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