Tal como se venía anticipando, el nuevo-viejo ministro de Economía Luis Caputo, dio a conocer un primer paquete de medidas que concreta el primer paso del salvaje plan de ajuste que se anunciaba con la llegada del ultraliberal Javier Milei a la presidencia argentina.
Caputo, quien ya había ocupado el cargo de ministro de Finanzas y la presidencia del Banco Central durante la gestión de Mauricio Macri, disparó una a una las medidas en un mensaje grabado previamente y retocado luego. El catálogo en cuestión devalúa la moneda del país, produciendo una inflación inmediata superior al 100% y apunta, detalle más o menos, como en todas las gestiones neoliberales anteriores a achicar el Estado, favorecer los negocios del capital y cumplir con la deuda externa que el pueblo argentino no adquirió ni convalidó, mucho menos disfrutó.
Es por ello que el programa, inmisericorde para la mayoría de los argentinos, fue horas después celebrado por Kristalina Georgieva, actual mandamás del Fondo Monetario Internacional, quien en sucesivos mensajes, luego de acoger el plan “con beneplácito” señaló que “Luego de serios reveses políticos en los últimos meses, este nuevo paquete proporciona una buena base para futuras discusiones para volver a encarrilar el programa existente respaldado por el FMI”.
A lo cual se suma, en el tercer día del nuevo gobierno, la estatización de deuda privada de importadores mediante la emisión de títulos financieros denominados con un claro tinte ideológico (Bonos para la Reconstrucción de una Argentina Libre, BONPREAL) pero cuya sustancia encadena al Estado a un nuevo endeudamiento. En paralelo, se anuncian desmejoras en los ingresos de jubilados y pensionados y circulan trascendidos sobre una reforma laboral leonina con fuerte quita de derechos, que retrotraería las condiciones de las y los trabajadores a algo parecido a una servidumbre asalariada.
De este modo, se confirman las peores suposiciones y pueden augurarse nuevas disposiciones en el mismo sentido. El “mal trago” anunciado por el recién llegado a la presidencia en su discurso de asunción, se convierte así en un trago muy amargo, que recuerda al letal sabor de la cicuta.
El suicidio electoral del pueblo argentino
Según se relata en el Fedón de Platón, Sócrates bebió la cicuta sin inmutarse luego de ser condenado a muerte por “corromper a la juventud” e introducir ideas religiosas reñidas con los dioses vigentes en Atenas.
La pregunta que se hacen muchos a esta altura, adentro y afuera de las fronteras argentinas, es qué llevó al pueblo argentino a esta suerte de suicidio social. Quizás la compleja situación socioeconómica de casi la mitad de la población previa a la elección, la insidiosa propaganda antikirchnerista vertida por los medios hegemónicos durante las últimas dos décadas, acaso la ola de derechización política mundial o la emergencia de una nueva generación desprovista de toda esperanza en las prácticas políticas corrientes constituyan parte de la respuesta.
Pero posiblemente también sean plausibles hipótesis como el desgaste y la tibieza de las propuestas progresistas frente al agresivo y estentóreo ulular de grotescos personajes ultraderechistas, el incesante accionar de fuerzas menos visibles como la banca internacional o las agencias (poco) diplomáticas del gobierno estadounidense y sus diversos tentáculos o el irracionalismo fanático de importantes conjuntos sumidos en la ensoñación de soluciones divinas o mágicas.
Acaso puedan haber pesado en el desenlace electoral el desconocimiento de la estrategia de fondo de los nuevos gobernantes, ocultada por el ruido de los ataques “contra la casta”, el sambenito de la supuesta corrupción populista o promesas fantásticas de “volver a ser una potencia”, al estilo mesiánico del lema trumpista “make América great again”
Quizás muchos votantes de Milei albergaban la secreta esperanza de que finalmente el nuevo ejecutivo no sea capaz de ejecutar medidas drásticas como algunas de las que se dieron a conocer, creyendo efectivamente que los adversarios habían desatado una exagerada campaña del miedo. Y seguramente, tal como viene sucediendo en todas las elecciones, ha actuado de modo clave la proliferación de noticias falsas y de discursos de odio a través de burbujas digitales segmentadas.
Más allá de todos estos cortes analíticos, cabe la interpelación de Wilhelm Reich contenida en su libro «Psicología de masas del fascismo» (1933): “¿Por qué soportan los hombres desde siglos la explotación, la humillación, la esclavitud, hasta el punto de quererlas no sólo para los demás, sino también para sí mismos?”. A lo que agregan Gilles Deleuze y Félix Guattari en su obra «El Antiedipo – Capitalismo y esquizofrenia» (1972): “no, las masas no fueron engañadas, ellas desearon el fascismo en determinado momento, en determinadas circunstancias, y esto es lo que precisa explicación, esta perversión del deseo gregario…».
¿Sirve llorar sobre la leche derramada?, podría preguntarse aquí. ¿Acaso es posible la mitigación del daño o la prevención futura de catástrofes similares con un análisis de factores que no anidan en la coyuntura política sino en la estructura social más íntima? ¿Podría ser útil para evitar similares derrotas colectivas en otros lugares? No lo sabemos, pero ciertamente vale la pena intentarlo.
Mayéutica para argentinos y argentinas
Volviendo a Sócrates, su técnica -basada en la idea pitagórica de reminiscencia- consistía en hacer preguntas al interlocutor mediante las cuales éste va descubriendo cuestiones que le ayudan a llegar al conocimiento. La mayéutica socrática remite al trabajo de la partera (μαιευτική en griego, obstetricia), que ayuda a sacar a la luz el conocimiento.
Así se podría indagar qué tendencias habitan en el interior del pueblo, que posibilitaron la llegada al poder político de esta visión conservadora y ultracapitalista en nombre de una manoseada “libertad”.
Ante todo, es preciso puntualizar que la aceptación irrestricta del capitalismo como marco general de la economía y la vida social no es en absoluto patrimonio exclusivo de estas corrientes libertarias, que no hacen sino radicalizarla.
«Cada día una copita, estimula y sienta bien» fue a mediados de los años 50 en la Argentina un exitoso eslogan publicitario de una conocida marca de ginebra de origen holandés. En la actualidad, la popular bebida parece haberse reemplazado por una dosis de cicuta cotidiana. Así es como año tras año, gobierno tras gobierno, el pueblo ha ido bebiendo el embriagador influjo de un sistema que privilegia a la propiedad como fuente de poder y supuesta felicidad.
¿O de qué otro modo habría de aceptarse el manejo de la vida colectiva por empresas cuya función exclusiva es incrementar el lucro? ¿Cómo, si no es desde el adormecimiento y el control colectivo puede entenderse el esfuerzo de una población que asimila progreso a consumo, que acepta un modelo de crecimiento que conlleva una significativa destrucción medioambiental, que permite que empresas monopólicas manejen su vida, que todavía cree que la violencia en cualquiera de sus formas puede ser resuelta con más violencia? Sin duda que el disciplinamiento colectivo indicado por los promotores del neoliberalismo en los años 80’ y resucitado en su discurso por Milei (“no hay alternativa”, Thatcher dixit), ha echado raíces no fáciles de desterrar en la sensibilidad colectiva.
Algo similar ocurre con la acción política transformadora, que fue blanco primordial de las dictaduras cívico-eclesiástico-militares posteriores a la erupción revolucionaria latinoamericana en la segunda mitad del siglo XX. El terror desatado actuó (y sigue actuando) en la conciencia como amenaza de escarmiento para quienes aspiren a cambios profundos. Los que hoy ya no están y los que tuvieron que irse a causa de la sanguinaria persecución fueron las primeras víctimas del amedrentamiento social sintetizado en las ominosas frases “algo habrán hecho” y “no te metás”, que calaron hondo en la estructura psicosocial posterior.
A todo ello, se agregan las diversas grietas que separan y dividen a una sociedad fracturada, dificultando la concreción de proyectos masivos conjuntos. Estas grietas no son las que en la superficie suele ser relacionada con el antagonismo de los colores políticos, sino que son fruto de factores de desarrollo histórico.
La fractura social es producto de la ruptura de lazos de comunidad, los que se han visto severamente deteriorados no solo por la ideología individualista rociada a diario por las diversas pantallas, sino también por los rasantes cambios tecnológicos, que han introducido transformaciones importantes en las formas de producción, de comunicación y de relación.
Subsiste además en la población argentina una fuerte fractura cultural entre los “cabecitas negras” y los “cabecitas rubias”, conducente a la discriminación y autodiscriminación apenas disimulada por una ilusoria y nunca lograda argentinidad homogénea.
Y hay también una tremenda grieta generacional, entre aquellos segmentos sociales que vivieron su época dorada en el período de la industria pesada, del desarrollismo del hierro y del cemento y las cohortes que, nacidas décadas después, han crecido en entornos de reclamo ecológico y digitalización. A ambos lados de ese abismo, sin embargo, cunde la misma sensación de desestabilización. En los mayores y ancianos, la inestabilidad anida en la desaparición de parámetros conocidos, en la nostalgia por un pasado desvanecido, mientras que la sensación de desorientación en el presente y de futuro incierto campea en el alma de las nuevas generaciones. Este malestar, esta inseguridad compartida explica la complejidad del mosaico social de jóvenes y no tan jóvenes que apoyaron el coyuntural triunfo libertario.
Inestabilidad que aclara también la sinrazón de reivindicar un ordenamiento social férreo y el reclamo retardatario por valores ya caducados. Es evidente cómo la variante neofascista-libertaria encaja de algún modo como madero ante el naufragio en el que se mezclan temor e incertidumbre, pérdida de referencias y asfixia sistémica. Y al mismo tiempo, por qué, en tiempos vertiginosos, la alucinación de esta horda es visualizada como posibilidad radical y virulenta de cambios frente a la lentitud poco atrayente y de eficacia retardada de las propuestas de movilidad social ascendente importadas del siglo anterior.
Yendo más a fondo aún, en el lecho de la cultura argentina se manifiestan rasgos de autoflagelo, producto de un paisaje judeocristiano en el que el rigor, el castigo por conductas pecaminosas y el sufrimiento son todavía valorados y considerados parte inseparable de la existencia.
En capas tectónicas más recientes de la conciencia, es posible observar un creciente deterioro de la salud mental individual, profundizado por las dificultades en los vínculos, el aumento de la soledad y exacerbado por los aislamientos sufridos en tiempos de pandemia del coronavirus. ¿Acaso puede hablarse ya de una pandemia de salud mental colectiva como componente del doloroso ascenso del irracionalismo en la esfera política?
Desandar otros caminos
En un tono escatológico, Milei afirmó en su discurso inaugural que habrá “luz al final del camino”, mientras que, citando al exterminador de pueblos indígenas Julio Argentino Roca, dijo que para alcanzar el “engrandecimiento de los pueblos no es sino a costa de supremos esfuerzos y dolorosos sacrificios”. Una fórmula conocida que promete mayor sufrimiento social a corto plazo postergando el bienestar y el desarrollo para un mañana en manos muy poco confiables.
Pero no todo asoma tan oscuro. Es preciso recordar que más de once millones y medio de personas, un 45% del electorado, le dio la espalda a la fórmula ultraderechista. Personas que, más allá de la coyuntura, declararon con su voto la disposición a defender el patrimonio común material e inmaterial acumulado históricamente por el pueblo argentino y a resistir la andanada canallesca de la insensibilidad.
Sin embargo, la construcción del futuro deberá incluir nuevos ingredientes y protagonismos colectivos que enriquezcan esa herencia. No bastará con el repetido “vamos a volver” o “volver mejores”, ni tampoco con creer que las fórmulas posneoliberales de la primera década del siglo XXI serán suficientes para alimentar nuevas utopías.
Desde este reconocimiento de la necesidad de actualizar paradigmas, consignas y modalidades de lucha deberá darse un intenso debate con fuerte participación popular para transitar, desde la convergencia de la diversidad, una nueva etapa política y social para todos y todas las habitantes de estas tierras.
Javier Tolcachier es investigador del Centro Mundial de Estudios Humanistas, organismo del Movimiento Humanista y comunicador en agencia internacional de noticias Pressenza.
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