Pensar y resistir, pensar en primera persona y resistir sin adoración del poder, resistencia del pensamiento a toda pasión de unanimidad y pensamiento de la resistencia capaz de percibirla en los detalles más mínimos de la realidad.
Leyendo los textos políticos de Simone Weil estos días, en los dos talleres organizados por CTXT, todos los asistentes quedamos impresionados por su actualidad. “¿Pero cuándo se ha escrito esto?”, preguntaba alguien. ¿Cómo es posible estar tan pegado a lo más vivo del presente, como ella lo estuvo siempre, y a la vez pensar para cien años (y contando)? ¿Cuál es, nos preguntábamos, el “método Weil”?
Es desde luego una cuestión de contenidos, de enunciados, de argumentos, lo que ella escribió sobre el poder o la guerra se discutirá sin duda por décadas, pero hay asimismo una dimensión de mirada, de escucha, de apertura a la realidad. Una manera de estar en el mundo y entre las cosas marcada por una atención y una receptividad radicales.
Poner el cuerpo para pensar fue una constante en su vida. Ingresar en una fábrica para pensar la condición obrera. Vivir como miliciana para pensar la guerra. Militar como sindicalista para pensar la revolución. Sólo haciendo experiencia se nos entrega la verdad de un fragmento de mundo. “La verdad no es sólo una obra nacida del pensamiento puro (…) Una verdad es siempre la verdad de algo, el esplendor de la realidad (…) Desear la verdad es desear un contacto directo con la realidad”.
El cuerpo de Simone Weil, de quien se dice que murió virgen, fue un cuerpo-esponja capaz de registrar los detalles más nimios y pensar desde ellos las tendencias ocultas de la época. La base material de su método. Un cuerpo poderoso es un cuerpo sensible, recogido en sí mismo y a la vez abierto, capaz de detectar como un sismógrafo los menores temblores de tierra. No necesariamente un cuerpo liberado o expansivo pero sin vulnerabilidad, sin fisura, sin herida que lo conecte al mundo.
Fuerza de la desesperación, fuerza de la guerra, fuerza de las palabras: rescato ahora de entre las conversaciones de estos días tres puntos de actualidad del pensamiento de Simone Weil.
La fuerza de la desesperación: Simone Weil en Alemania
En 1932, poco antes de la llegada de Hitler al poder, Simone Weil viaja a Alemania para ver y pensar lo que allí pasa por sí misma. Uno vive normalmente en un país y no se entera de casi nada de lo que ocurre. Simone Weil pasa un rato en otro y parece verlo y oírlo y saberlo todo. Su biógrafa, Simone Pétrement, nos cuenta que viajó sola, tuvo relativamente pocos encuentros, sobre todo con obreros, dio muchos paseos y se documentó ampliamente. Sus cartas y relatos son testimonio de esa capacidad de ver la época simplemente caminando por sus calles.
Weil piensa y describe dos cosas: la situación de fondo y las fuerzas en presencia. Situación y fuerzas como ejes de coordenadas del método Weil.
En primer lugar, la situación de grave crisis económica de la República de Weimar. Una situación potencialmente revolucionaria porque la vida de cada uno está unida inextricablemente al destino común. Lo personal no es siempre político, pero sí cuando ambos vibran juntos. Cuando lo que está en juego en la situación común y objetiva interpela a lo más íntimo y subjetivo de cada cual.
Las fuerzas en presencia son tres: el movimiento hitleriano, el Partido Socialdemócrata (SPD) y el Partido Comunista (KPD).
¿Cuál es la fuerza de los hitlerianos? Es la fuerza de la desesperación, responde Simone Weil, puesta al servicio de la clase dominante. La resonancia con el presente es obvia. La extrema derecha capta y captura el malestar social (que la izquierda no sabe representar) y lo pone al servicio de la reproducción del mismo sistema que lo provoca.
Los hitlerianos lo consiguen a través del nacionalismo, dice Weil. La trampa nacionalista es siempre la misma: sustituye la pregunta del “qué” por la pregunta del “quién”. El problema ya no es entonces el capitalismo en sí, sino el capitalismo “inglés” o “francés”. El culpable de la crisis económica es el Pacto de Versalles que ha impuesto condiciones humillantes para la claudicación alemana tras la Primera Guerra Mundial. Hitler vengará esa humillación y restaurará el orgullo herido.
A través del desplazamiento que opera el marco nacionalista, el malestar social queda atado a los representantes del capitalismo nacional. El “socialismo” que reivindican los hitlerianos es nacional-socialismo: un capitalismo de Estado. La gran burguesía alemana los utiliza contra los movimientos efectivamente revolucionarios, pero atizará de ese modo el incendio en el que ella misma acabará ardiendo.
La segunda fuerza en presencia es el Partido Socialdemócrata, arraigado sobre todo en la clase obrera alemana y las fábricas. Weil valora mucho esa implantación, porque siempre concedió gran importancia a la experiencia del trabajo como determinante de la subjetividad, de la manera de pensar, de sentir y de actuar.
Pero Weil detecta asimismo un problema: la fuerza del SPD y sus grandes sindicatos afines, que consiste en haber construido un mundo entero para los trabajadores, compuesto de oficinas, bibliotecas, escuelas y lugares de vacaciones, está cosida firmemente al régimen de Weimar, a su estabilidad y legalidad. ¿Y cómo desafiar aquello de lo que dependes? “Los sindicatos están encadenados al aparato de Estado por cadenas de oro”.
Pensar, para Simone Weil, requiere un gesto radical de renuncia: a las seguridades y certezas que nos constituyen, al propio Yo. Ella misma renunció durante su vida a muchas cosas para poder pensar libremente: a su condición burguesa, a su éxito intelectual, a su adscripción religiosa, incluso a su seguridad física.
El SPD piensa la situación de crisis desde el interés por conservar su infraestructura organizativa, pero así se vuelve sordo a la gravedad de lo que ocurre y queda subordinado al statu quo. Se entregará al nuevo régimen hitleriano atado de pies y manos. Un pensamiento conservador no es sólo una cuestión de ideología…
La última fuerza en presencia es el Partido Comunista (KPD), establecido sobre todo entre los parados alemanes. Eso ya representa un problema para Weil, porque para ella el trabajo produce subjetividad y la experiencia del no-trabajo subjetiva como incapacidad para plantear una alternativa de futuro.
El segundo problema del KPD es estar dirigido desde Moscú. Es decir, se piensa desde un lugar distinto a la situación en marcha. Los que viven las cosas no deciden sobre ellas, los que deciden sobre ellas no las viven. “Todos los fallos del KPD son influencia de Moscú”, concluye Weil, implacable.
A la URSS le preocupa menos una Alemania nazi que una Alemania anti-soviética (sea del signo que sea). Sus cálculos y decisiones se toman desde los intereses geopolíticos de la URSS, no desde la situación en marcha en Alemania o desde la preocupación por la vida de los militantes comunistas, sacrificados como peones en el tablero de ajedrez.
Weil discute la catastrófica decisión del KPD de copiar el marco nacionalista de pensamiento. La fascinación por su eficacia lleva a ceder las propias categorías (el internacionalismo) e imitar al adversario, entrando en una lógica simétrica y especular. Lo mismo que hoy en día se llama, en el lenguaje populista, “disputar los significantes nacionales (o de orden y certezas) a la derecha”. Pensar desde la cabeza del adversario.
El resultado final es que el SPD y el KPD se enfrentan ferozmente entre sí y no intervienen en la situación en crisis. El “frente único” se intenta una y mil veces en la calle, entre los propios obreros y desde la base, pero nunca cristaliza a nivel de las decisiones tácticas y estratégicas de partido. Incluso, en el caso de los comunistas, se prefieren alianzas puntuales con los hitlerianos contra los socialdemócratas, enemigos históricos.
Lo que precipita finalmente el desastre es un problema de representación, de delegación del pensamiento y la decisión en jefaturas independizadas de la situación. El proletariado resiste a la desesperación, los obreros no se vuelven ladrones o criminales, nacionalistas o hitlerianos. Pero sus direcciones piensan lo que ocurre desde un exterior: el exterior de los intereses geopolíticos o de las propiedades a conservar. “Los obreros alemanes tienen en su contra todo el poder constituido, lo instalado en su lugar”.
La fuerza de la guerra: Simone Weil en España
A partir de su corta pero intensa experiencia en la contienda civil española, y a través del poema homérico de La Ilíada, Simone Weil desarrolla una poderosa meditación sobre la guerra, más concretamente sobre la fuerza que se activa en la guerra.
A diferencia del marxismo, que nos enseña a ver por debajo de las declaraciones y las retóricas humanistas la dura realidad de los intereses económicos, Simone Weil nos enseña a ver por debajo de los intereses económicos otra realidad más decisiva y más determinante: la materialidad de los afectos, la embriaguez de la guerra. ¡Lo económico disimula lo pulsional!
¿Qué es la embriaguez de la guerra? Es la pasión de absoluto que toma y ciega a los combatientes, impidiéndoles ver la realidad y sus límites. El que tiene fuerza cree, por el solo hecho de tenerla, que además tiene la razón y que el derrotado, por ser más débil, carece por completo de ella. Entre el adversario y yo, piensa el embriagado por la guerra, no hay nada en común, ninguna humanidad común. Querer la victoria absoluta es pretender el exterminio radical del otro.
Esta embriaguez recuerda el mecanismo (a la vez racional y pasional) que el general Von Clausewitz llamó “escalada hacia los extremos” y que define como tendencia toda guerra. Un juego recíproco de ataques y represalias que, en una espiral enloquecida e incontrolable, amenaza con llevarse todo y a todos por delante. El vencedor reina finalmente sobre un territorio devastado, es siempre rey del desierto.
Este es el fondo de la famosa carta que dirigió Weil al escritor George Bernanos tras volver del frente de Aragón. Bernanos, después de haber aplaudido primero el levantamiento franquista, se distancia luego horrorizado tras asistir a la represión franquista en la isla de Mallorca. Simone Weil se presenta en su carta como una horrorizada del otro bando, que ha visto a los compañeros anarquistas, tomados ellos también por la embriaguez de la guerra, ejecutar fría y brutalmente a sacerdotes o falangistas jóvenes.
Esta pasión de absoluto se opone punto por punto a la concepción del mundo de Weil: como un entramado de relaciones, una malla de vínculos, que nos exige sobre todo un arte de las mediaciones. Vivir es como navegar: hay que contar con lo que tenemos alrededor: los vientos, las corrientes, la tierra. La pasión guerrera de absoluto es por el contrario como un barco que pretendiera avanzar destruyendo el medio mismo donde se mueve.
Cuando Netanyahu promete traer la “victoria total” a Israel habla desde la embriaguez de la guerra. El genocidio, el desplazamiento de poblaciones, la destrucción de los hogares son la punta extrema de una cadena lógica que ningún poder occidental se atreve hoy a interrumpir. Pero no hay “victoria total”, enseña Weil leyendo La Ilíada, los “héroes” que creen manejar la fuerza son en realidad manejados por ella como patéticos títeres, y acaban siempre siendo arrastrados ellos mismos por el polvo.
La fuerza de las palabras: Simone Weil en el lenguaje
¿Por qué la guerra? El problema, dice Weil, es justamente que las guerras no tienen un objetivo preciso ni un origen claro, sino que toman un pretexto cualquiera para el despliegue de la voluntad de poder. Como por ejemplo el rapto de Helena en La Ilíada. A todos los personajes del poema homérico –excepto a Paris– les importa un rábano Helena, pero la “afrenta” que supone su rapto va a llevar al mundo conocido a la catástrofe y la destrucción total.
Pero, ¿y en los conflictos contemporáneos? Ni siquiera hallamos ya en su origen el cuerpo encantador de Helena, al menos algo material, sensible y palpable. “Son palabras adornadas de mayúsculas”, dice Weil, “las que desempeñan el papel de Helena (…) Atribúyanse mayúsculas a palabras vacías de significado y los hombres verterán raudales de sangre”.
Palabras mayúsculas, palabras mortíferas, por las que se mata y se muere. ¿Qué palabras son esas? Weil cita y analiza las siguientes: Nación, Seguridad, Capitalismo, Comunismo, Fascismo, Orden, Autoridad, Propiedad, Democracia. No muy diferentes, como puede verse, de las palabras dominantes actualmente en el lenguaje político.
Pero más que tales o cuales palabras, lo mortífero es un tipo de efecto, de operación, de uso. El carácter mortífero no es sólo una propiedad de la palabra en sí, sino un tipo de funcionamiento. Toda palabra puede cristalizar en fetiche y palabra mortífera.
La palabra mortífera es, en primer lugar, una palabra absoluta. Entidad autosuficiente, independiente de toda condición, de toda correspondencia con lo real, de toda medida o proporción, de toda posibilidad de verificación.
Pensemos en el uso que se hace hoy de la palabra “democracia” entre nuestros políticos. Como una cuestión absoluta, no relativa a algo: proceso, medida, condiciones. Designar una realidad como “democrática” significa que no se puede discutir, cuestionar, verificar. Es así, y punto.
La palabra absoluta es una palabra vacía que se refiere a todo y a nada, no remite a algo preciso, contrastable, observable y palpable. No admite réplica, contestación, dialéctica, diálogo. Son palabras-monólogo que expulsan al otro, lo destituyen como interlocutor crítico, zanjan toda discusión. La palabra absoluta tiene siempre la última palabra.
La palabra mortífera es, en segundo lugar, una palabra moralizante. Distribuye el Bien y el Mal. Me identifica con el Bien, te identifica con el Mal. Me da toda la razón, te la quita. El otro no tiene razón ni razones, nada que merezca la pena ser escuchado, discutido, ninguna legitimidad en su relato. Es puro Mal.
El uso que hace hoy la derecha global del término “terrorismo” es el ejemplo más evidente. Sirve para designar cualquier cosa porque no significa nada, pone al otro fuera de la discusión, invita a su eliminación. Pero también la izquierda tiene sus propias palabras mortíferas, su uso mortífero de ciertos términos, quizá la más llamativa hoy es “fascista”, “facha”. Una etiqueta que se usa como arma arrojadiza, que inhabilita toda escucha de lo que no es políticamente correcto, todo diálogo con lo diferente, todo atisbo de revisión de las propias ideas.
Hay palabras que habilitan la relación, tienen en cuenta al otro y lo otro, lo diferente y cambiante. Son palabras relativas, relativas a algo, relativas a alguien. Hay otras palabras, sin embargo, que impulsan el avance de ese barco que destruye todo a su paso. Son palabras mayúsculas, palabras mortíferas, palabras que contagian la guerra y su pasión de absoluto.
Combatir la guerra pasa por desactivar el carácter mortífero de las palabras. “Aclarar las ideas, desacreditar las palabras congénitamente vacías, definir el uso de las otras mediante análisis precisos, ése es, por extraño que pueda parecer, un trabajo que podría preservar existencias humanas”.
La relación de fuerzas: Simone Weil y la lucha de clases
Hay, finalmente, un término que Weil defiende y rescata: lucha de clases. ¿Por qué, en qué sentido lo reivindica?
La crítica de Weil a las pasiones de absoluto, totalitarias, no es liberal sino de inspiración maquiaveliana. La sociedad, dice el famoso florentino, se presenta siempre dividida entre los que oprimen y los que no quieren ser oprimidos. Lo único que limita la voracidad infinita de los poderosos es la resistencia de los sin-poder. En efecto: sólo la lucha de los débiles (esclavos, mujeres, obreros) ha hecho progresar este mundo en términos de libertad, igualdad y justicia.
Weil parece descreer, al final de su vida, de la palabra “revolución”. ¿No tiene ella misma un carácter absoluto? Derribar todo, reiniciar todo, pero siempre todo. La resistencia, sin embargo, instaura una relación de fuerzas. Donde había una sola fuerza, potencialmente totalitaria, aparecen de pronto dos o más que se limitan y equilibran entre sí. La lucha es al mismo tiempo relación. Una relación en la división. Lo contrario de la guerra.
Combatir la guerra no pasa por instaurar la paz, garantizada por una arquitectura jurídica definitiva, sino por permitir la relación de fuerzas, heterogéneas y cambiantes, que se limitan y equilibran entre sí. La verdadera catástrofe es por tanto una sociedad sin división, intolerante al conflicto, incapaz de saber-hacer con las peleas que plantean los de abajo, los sin-poder, los débiles. Una sociedad exactamente como la nuestra.
Pensar y resistir, pensar en primera persona y resistir sin adoración del poder, resistencia del pensamiento a toda pasión de unanimidad y pensamiento de la resistencia capaz de percibirla en los detalles más mínimos de la realidad: ¿he aquí la clave del método Weil para pensar el presente durante cien años?
Amador Fernández-Savater es investigador independiente, activista, editor, ‘filósofo pirata’. Ha publicado recientemente Habitar y gobernar; inspiraciones para una nueva concepción política (Ned ediciones, 2020) y La fuerza de los débiles; ensayo sobre la eficacia política (Akal, 2021). Sus diferentes actividades y publicaciones pueden seguirse en www.filosofiapirata.net.
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