El ciberespacio es una de las principales arenas políticas en el mundo actual, allí donde las tecnologías de la información, los usuarios y las plataformas digitales corporativas convergen y desarrollan lugares de debate y comunicación, donde se extraen los datos emanados por la interacción y el uso de las múltiples herramientas ofrecidas en internet.
De los foros y blogs hemos pasado a la vocería y el enunciado maximalista a través de X en aproximadamente una década, amén de la actualización de las formas comunicativas y el mutatis mutandi de la innovación tecnológica constante que produce dispositivos en esta estructura ciberespacial, aparentemente abierta.
La política, por supuesto, está incrustada en este ámbito virtual, impactada por los efectos de internet, la robótica y la Inteligencia Artificial, por lo que sus formas asimismo han sido alteradas. El paradigma de cómo se desenvuelven las relaciones políticas está siendo cambiado por las variables tecnológicas durante las últimas décadas.
En Venezuela, como en el resto del mundo, las manifestaciones de la ciberpolítica pasan por el uso de las redes digitales para información y propaganda de los partidos y personalidades políticas del momento, el servicio gubernamental bajo el formato de aplicaciones (apps) y, más recientemente, no por novedad sino por contundencia, el hacktivismo contra las instituciones estatales.
Las vulnerabilidades cibernéticas del Estado venezolano, aprovechadas en la agenda golpista liderada por María Corina Machado, se explican tanto por lo foráneo de los poderes que mantienen el dominio de esos recursos como por el volumen reiterativo de los ciberataques recibidos que ponen en crisis la infraestructura tecnológica del país, algo que se torna evidente cuando revisitamos brevemente la opaca historia de internet, minada de intereses militares y económicos estadounidenses.
La huella del Pentágono
En el Massachusetts Institute of Technology (MIT), de las más prestigiosas universidades privadas de Estados Unidos, uno de sus profesores, el filósofo y matemático Norbert Wiener, publicó en 1948 un libro que repercutió sobremanera en el sector político norteamericano: Cibernética o el control y comunicación en animales y máquinas. Acuñó el vocablo "cibernética" para definir el mundo como un gran mecanismo informático, bajo la idea de que el sistema nervioso biológico y la computadora eran básicamente lo mismo.
Para Wiener, las personas y toda la biósfera podían verse como una gigantesca máquina de información entrelazada en red, una cosa respondiendo a todas las demás en un intrincado sistema de causa, efecto y retroalimentación.
Predijo que nuestras vidas estarían cada vez más mediadas, integradas y mejoradas por ordenadores hasta el punto de que dejaría de haber alguna diferencia entre nosotros y la máquina cibernética más grande en la que vivíamos.
En su investigación publicada en 2018, Surveillance Valley, el periodista ruso-estadounidense Yasha Levine cuenta que el libro de Wiener, y por ende el concepto de cibernética, fue recibido con entusiasmo por el Pentágono:
"Eso significaba que los militares podían construir máquinas que podían pensar y actuar como personas: buscar aviones y barcos enemigos, transcribir comunicaciones de radio enemigas, espiar a subversivos, analizar noticias extranjeras en busca de significados ocultos y mensajes secretos, todo sin necesidad de dormir, comer o descansar. Con tecnología informática como esta, el dominio de Estados Unidos estaba garantizado. La cibernética desencadenó una búsqueda esquiva de décadas de los militares para cumplir con esta visión particular de la cibernética, un esfuerzo por crear computadoras con lo que ahora llamamos Inteligencia Artificial".
Cabe mencionar que si bien Wiener trabajó para las fuerzas armadas estadounidenses durante la Segunda Guerra Mundial, experiencia de la cual devino su reflexión sobre la cibernética, posteriormente rechazó cualquier uso destructivo de su concepción y, entonces, se convirtió en un vocero académico contra las guerras y a favor de los derechos civiles en su país.
Pero la nueva ciencia llamada cibernética se había instalado como un campo a desarrollarse entre economistas, ingenieros, psicólogos, politólogos, biólogos y ecólogos. Fueron las élites militares de Estados Unidos quienes decidieron dar financiamiento y logística a los académicos cibernéticos para llevar a cabo sus operaciones de contrainsurgencia en Vietnam, primero, y luego en otros escenarios mundiales, incluido su propio país.
Científicos e ingenieros del MIT y de otras importantes academias estadounidenses, en especial la Universidad de California, campus de Los Ángeles (UCLA), con asistencia de la RAND Corporation, recibieron el apoyo decisivo de la agencia tecnológica del Pentágono ARPA —posteriormente Darpa—, para desarrollar el proyecto Arpanet, la primera red de computadoras que dio origen luego a la internet, desde 1966.
El propósito central consistía en facilitar el programa de contrainsurgencia y de vigilancia doméstica emprendido por el ejército estadounidense y la CIA durante la Guerra de Vietnam.
Los tecnócratas como Joseph Carl Robnett Licklider e Ithiel de Sola Pool, del ambiente académico y contratistas del Pentágono y quienes esperaban llevar más allá la iniciativa, tenían pensado fomentar la tecnología informática y los sistemas en red para administrar sociedades, para intervenir directamente en la vida de las personas, basados en las matemáticas y la ingeniería.
Toda la información recabada y analizada por los militares estadounidenses en sus programas cibernéticos de contrainsurgencia fueron a parar a las manos de la CIA. De modo que los orígenes de internet están atravesados por los intereses de las agencias de seguridad y de inteligencia de Estados Unidos, usando la data con propósitos de espionaje y vigilancia que han sido escrutinizados, por antidemocráticos, por medios y políticos desde la década de 1970.
De ahí en adelante, el desarrollo de la cibernética tuvo a entusiastas utopistas y detractores apocalípticos que consideraron que este campo de estudio y praxis estaba cambiando el mundo vertiginosamente, sobre todo en las décadas de 1980 y 1990, momento cuando los diseños de Arpanet se privatizaban e introducían, de la mano de Stephen Wolff y el National Science Foundation Network (NSFNET), un programa del gobierno federal en Washington, D.C., al mundo civil.
En el fondo del cibercapitalismo
Dos factores estrechamente relacionados han logrado que el ciberespacio tome la centralidad que hoy detenta: los cambios en la economía capitalista, en un contexto de mundialización o globalización neoliberal, y la ubicuidad de internet.
En efecto, las corporaciones de Silicon Valley —área tecnológica en el norte del estado de California— han venido escalando en importancia desde la primera década del siglo XXI hasta nuestros días. Las aplicaciones de redes sociales que más usamos, entre ellas Instagram y WhatsApp —menos Telegram, nacida en Rusia—, fueron creadas ahí, así como las de otra especie que ofrecen servicios de todo tipo.
La inyección de capitales de la CIA en Facebook —a través del fondo de capital de riesgo In-Q-Tel— aseguró la preeminencia del gobierno estadounidense en esta empresa a tal punto que los servicios actuales de Meta —con Mark Zuckerberg de CEO— son operados por el FBI y otras agencias de seguridad y de inteligencia.
Levine comenta en su libro que los inicios de Google también tienen la huella gubernamental estadounidense, lo que ha ayudado a que la empresa tenga un buen negocio vendiendo productos de Google Search, Google Earth y G Suite a casi todas las principales instituciones militares y de inteligencia de Estados Unidos: armada, ejército, fuerza aérea, guardia costera, Darpa, NSA, FBI, DEA, CIA, NGA y el Departamento de Estado.
Como también trabaja con contratistas establecidos como Lockheed Martin, Raytheon, Northrop Grumman y SAIC (Science Applications International Corporation), un megacontratista de inteligencia con sede en California con muchos exempleados de la NSA trabajando allí.
Otros multimillonarios tecnológicos como Elon Musk, Jeff Bezos y Peter Thiel también fungen como contratistas del Pentágono y de la CIA, datos que conectan las grandes empresas que dirigen con las ideas liberales y libertarias, las ideologías transhumanistas y aceleracionistas —legado de la cibernética— y los dispositivos paradigmáticos de las sociedades de control.
De manera general, la idea de que a través del desarrollo tecnológico el ser humano podrá facilitar su propia emancipación —individual en un contexto global— está bien diseminada entre dichos actores, y se podría afirmar que su ciberpolítica consiste en reforzar esta visión a través de sus plataformas corporativas.
La paradoja consiste en que el uso de las nuevas tecnologías, relacionadas sobre todo con la información y la comunicación, se corresponde con el auge de las "máquinas informáticas y ordenadores cuyo riesgo pasivo son las interferencias y cuyo riesgo activo son la piratería y la inoculación de virus. No es solamente una evolución tecnológica, es una profunda mutación del capitalismo".
Son palabras de Gilles Deleuze, quien en 1990 argumentó que las sociedades de control tienen formas más sutiles de disciplinamiento que prescinden de la vigilancia o el encierro porque se dan al "aire libre" y por propia sujeción, en una economía global que está más dirigida a la oferta de servicios que a la producción en sentido estricto —del fordismo al posfordismo—.
Deleuze sostiene que somos observadores y observados a través de distintos dispositivos de información, y por lo tanto la lógica del control retiene el deseo produciendo un autodisciplinamiento, que moldea las subjetividades. Una dialéctica que hoy, por ejemplo, podemos constatar a través del comportamiento algorítmico de la gente frente al espejo oscuro de nuestros dispositivos digitales.
La vigilancia se almacena en datos que los mismos usuarios vamos generando: movimientos de tarjetas de crédito y débito, llamadas telefónicas, búsquedas en la web o ubicaciones en el GPS. Datos que son vendidos por las compañías tecnológicas a otras empresas o gobiernos con interés en instrumentalizarlos, sea con fines políticos, económicos y/o militares.
Cuando el filósofo francés publicó el ensayo mencionado, este fenómeno recién asomaba; sin embargo, treinta años más tarde es posible dar cuenta del control a través del uso de los teléfonos celulares y de la industria vinculada con la "economía de plataformas". Los datos se generan en todas partes; la big data los analiza y propone una gestión de intervención y condicionamiento de las personas a discreción del pagador; el control es ubicuo.
Por lo que la ciberpolítica está entronizada en el desarrollo del mundo posmoderno de manera particular porque, como dimensión política, el ciberespacio está dominado por corporaciones con una agenda en la que predomina la lógica económica del capitalismo de vigilancia —el economista francés Cédric Durand propone caracterizar estos tiempos de "tecnofeudalismo"— y la prerrogativa cibernética, actualmente expresada en el aceleracionismo libertario y en el transhumanismo.
Más bien, lo que el crítico cultural Mark Fisher denominó el "ciberespacio capitalista" está colmado por la normalización de la precariedad extrema —"la sensación de que nada es permanente, todo está constantemente amenazado"—, la competitividad y la agresión casual.
Muchas de las patologías que se generan a partir del activismo mediático y de la aceleración de la infósfera, como la desexaulización, la depresión, el aislamiento, la ansiedad o el pánico, son fenómenos poco analizados y que penetran en el cuerpo social, en todo el mundo, cual artillería cognitiva en el campo de batalla de las mentes y los cuerpos.
Plantearse la ciberpolítica solo como una actividad propia de agentes políticos en el ciberespacio es pecar de ingenuidad e irresponsabilidad ante la realidad acá descrita. Pero sin duda es una dimensión que no se puede dejar solo a los actores corporativos y a Washington, quienes han aprovechado lo suficiente de la renta que ha generado la cibernética, con su mayor creación en internet, para llenarse los bolsillos de dinero, control y poder.
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