ATILIO BORON
La suicida corrida hacia la derecha de los Demócratas facilitó la aplastante victoria del magnate. En varios temas claves era muy difícil discernir cuál era la diferencia entre éste y su adversaria
La rotunda derrota de Kamala Harris en la reciente elección presidencial de EEUU certifica, por enésima vez, que cuando una sociedad ha sido ganada por una generalizada crispación, las propuestas tibias, moderadas, evasivas como las planteadas por la candidata demócrata son el seguro camino para sufrir un aplastante revés electoral.
El malhumor social producido por frustraciones de tipo económico o político; o por el temor perversamente infundido por la clase dominante; o por el odio direccionado en contra de categorías sociales estigmatizadas, los inmigrantes de origen latino en el caso norteamericano, hace que la ciudadanía sea atraída por quienes mejor sintonizan con su enojo y su frustración. Y Trump apareció ante los ojos de millones como alguien dispuesto a poner fin a ese estado de cosas.
Conclusión: cuando las circunstancias sociales están signadas por la inmoderación, la moderación se convierte en un pecado. Y la candidata demócrata lo cometió.
Harris ciertamente corrió con desventaja. Entró muy tarde en la campaña, producto del inesperado derrumbe de la candidatura de Biden después del fatídico debate con Donald Trump. Para colmo de males, su gestión como vicepresidenta tuvo un tono grisáceo que poco o nada colaboró para construir una imagen presidenciable y atractiva ante los ojos de la opinión pública. Y una sociedad bombardeada por la continua prédica catastrofista de la ultraderecha, azuzados sus peores instintos tribales por el demencial conspiracionismo de Trump y sus voceros hablando de un país “invadido” por indeseables extranjeros, mal podía prestar su apoyo a quien era vista como corresponsable de tan infausta situación, habida cuenta de su condición de vicepresidenta de EEUU.
Los demócratas y sus partidarios en el establishment académico y en el corrupto ecosistema mediático confiaban que dado que “los números de la macro” eran positivos la población recompensaría a sus gobernantes ratificando la continuidad del liderazgo demócrata. Pero tal como lo sabemos muy bien en la Argentina, el hecho que ciertos “números de la macro” luzcan como muy favorables poco o nada tienen que ver con las condiciones concretas de vida imperantes en una sociedad. Esto es especialmente cierto en EEUU, el país con la peor distribución del ingreso entre los capitalismos desarrollados y caracterizado por un persistente aumento de la desigualdad.
Ejemplo: el CEO que en 1965 ganaba veinte veces lo que un trabajador promedio de su empresa en 2018 había logrado que sus ingresos fuesen 278 veces superiores al de sus operarios, y la cifra siguió aumentando después de la pandemia. Los hogares de clase media que en 1970 captaban el 62 % del ingreso nacional, para el 2018 su participación se había desplomado al 43 %. Con estos guarismos a la vista Bernie Sanders, reelecto senador por Vermont, dijo que nada de sorpresivo tuvo esta derrota porque el partido Democrático abandonó a la clase trabajadora, y ésta hizo lo propio con ese partido y en gran medida pasó a conformar las huestes plebeyas de Trump.
La suicida corrida hacia la derecha de los Demócratas facilitó la aplastante victoria del magnate. En varios temas claves era muy difícil discernir cuál era la diferencia entre éste y su adversaria. Harris y el magnate neoyorquino competían a ver quién respaldaba con más énfasis el genocidio perpetrado por el régimen sionista en Gaza, el Líbano y Siria. Harris inclusive era más guerrerista que Trump a la hora de hablar sobre la situación en Ucrania. Ambos consideraban a China como una enemiga de EEUU.
Sus diferencias en el tema inmigratorio se reducían a algunos matices y ninguno hacía la menor alusión a la fenomenal concentración de la riqueza experimentada en los últimos años y mucho menos sugería las reformas tributarias capaces de atenuarla. Las diferencias entre ambos candidatos eran discernibles en un tema sensible como el aborto -sensible, digámoslo, para un sector del electorado femenino, no para todos- en donde mientras Harris aparecía como muy asertiva Trump hacía gala de sus grandes dotes de demagogo para eludir a tiempo cualquier pregunta al respecto.
En conclusión: Trump llega a la Casa Blanca dotado de poderes casi omnímodos. Gana la presidencia en los colegios electorales, donde cosechó 295 votos contra 226 de Harris. Y también la elección en el voto popular, donde obtuvo poco más de 72 millones de votos, el 50.9 % del total (y casi cinco millones más que su contrincante). Además cuenta con mayoría en el Senado, casi la mayoría en la Cámara de Representantes, y seis de los nueve votos de la Corte Suprema, que ya ha puesto manos a la obra para cerrar las 34 causas pendientes que pesaban sobre el hoy presidente electo.
¿Cuál es el significado de este resultado para los países latinoamericanos? En principio se suponía que Harris seguiría las huellas de Barack Obama y tendría una actitud un poco más dialoguista y respetuosa con los países de la región. Pero el saldo de Obama es complejo (en este aspecto; en otros es directamente fatídico): reanudación de las relaciones diplomáticas con Cuba pero también una infame orden ejecutiva declarando a Venezuela una “amenaza excepcional e inminente” a la seguridad nacional de EEUU.
Trump no ocultó su desprecio a los países de la región, insultándolos como lo ha hecho de forma aún más acentuada en esta campaña y cumpliendo su mandato sin haber visitado ni un país del área. Fue a la Argentina en 2018 por la reunión del G20 y a Puerto Rico cuando el Huracán María en 2017. Pero poco antes de finalizar su mandato ordenó incluir a Cuba entre los países promotores del terrorismo, una decisión que implica un tremendo golpe en el terreno económico y financiero. Se quejó, además, de la estupidez (según sus palabras) de los demócratas porque cuando estaba a punto de apoderarse del petróleo venezolano aquellos lo dejaron escapar y, dijo: “¡ahora tenemos que pagárselo a Maduro!”.
Es decir, nada bueno se puede esperar de Trump, y tampoco de Harris, entre otras cosas porque la política hacia Latinoamérica y el Caribe la decide el Estado profundo y en muy poco grado los presidentes de turno. Para Washington Nuestra América es una región de acceso exclusivo y excluyente para EEUU, que debe ahuyentar por todos los medios posibles a los forasteros malignos, Laura Richardson dixit, como Rusia, China e Irán.
Pero creo muy poco probable que Trump decida aplicar la “carta militar” contra Cuba o Venezuela, porque tal medida podría re-editar el fiasco sufrido en Afganistán o en Vietnam y, además, tendría gravísimas resonancias en todo el sistema internacional porque indirectamente afectaría a China y, en menor medida, a Rusia e Irán. Lo más probable es que Trump endurezca aún más el bloqueo a Cuba y aumente la parafernalia de medidas coercitivas unilaterales aplicadas en contra de Venezuela, ambas en abierta violación de la legalidad internacional.
Por eso hoy es preciso reforzar la solidaridad con estos países, blancos privilegiados de las ambiciones imperiales en el ámbito geopolítico del Gran Caribe. Y por eso mismo resulta incomprensible el veto brasileño al ingreso de Venezuela a los BRICS así como es digno de todo elogio el fundamental apoyo que México le ha venido brindando a la Revolución Cubana.
La Haine
https://www.lahaine.org/mundo.php/estados-unidos-un-abismo-en
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