Por Kristen R Ghodsee | 12/11/2024 | Europa
Fuentes: Rebelión
Traducido del inglés para Rebelión por Beatriz Morales Bastos
En 1989 la juventud de Alemania Oriental derribó el Muro de Berlín llevada por sus sueños de libertad y prosperidad. Sin embargo, el programa de reformas que pronto se le impuso tuvo unos efectos devastadores, comparables a los que tiene una guerra.
El verbo inglés “to gaslight”, “hacer luz de gas”, es un verbo transitivo. El diccionario Merriam-Webster lo define como “la manipulación psicológica de una persona, generalmente a lo largo de un largo periodo de tiempo, que hace que la víctima dude de la validez de sus propios pensamientos, de su percepción de la realidad o de sus recuerdos”. Se si hace luz de gas a una persona, es de esperar que reaccione furiosamente cuando se dé cuenta. Cuando se hace luz de gas a millones de personas respecto a cómo perciben un generalizado periodo turbulento en los ámbitos político y económico, es de esperar algo mucho peor.
Empezó hace 35 años, en noviembre de 1989, cuando unas exaltadas multitudes treparon a un Muro de Berlín que de pronto se había vuelto irrelevante. Desde Polonia a Bulgaria cayeron los regímenes comunistas. Los antiguos Estados autocráticos celebraron elecciones libres y limpias. Y en diciembre de 1991 la bandera soviética ondeó por última vez en el Kremlin. La Guerra Fría acababa de manera inesperada: fue un momento de un enorme optimismo respecto a un futuro más próspero.
La ciudadanía del bloque del este se deleitó con la introducción de la democracia, la abolición de las restricciones para viajar y la desaparición del opresivo aparato de seguridad del Estado. Los mercados libres iban a sustituir a las obsoletas empresas estatales, lo que prometía crecimiento económico y una muy deseada abundancia consumista. La población, harta de las largas colas, de la escasez y de unos productos manufacturados de inferior calidad, anhelaban nuevos y relucientes productos importados.
Por supuesto, al demoler la economía de planificación centralizada también se acabó con el empleo garantizado y con una sociedad que se esforzaba por proporcionar una red de seguridad social que cubriera las necesidades básicas de toda la población, aunque se aseguró a la ciudadanía que todo iba a ir bien. El 1 de julio de 1990 (el día en que la República Federal de Alemania y la República Democrática Alemana unificaron sus monedas) el canciller alemán Helmut Kohl prometió en un discurso televisado que “ninguna persona estará peor que antes y muchas estarán mejor”.
Las cosas no sucedieron como estaba previsto. Lo que ocurrió en la mayoría de aquellos antiguos países socialistas fue que hubo un declive económico más largo y más profundo que el que hubo durante la Gran Depresión de la década de 19430, un desastre absolutamente devastador para las vidas de unos 420 millones de personas, aproximadamente el 9% de la población mundial en 1989. Tanto si se mide por la caída de la producción económica, el estallido de la hiperinflación, el colapso de las tasas de natalidad, el repentino crecimiento de la desigualdad y la delincuencia violenta, o por el aumento generalizado del paro, de los desplazamientos y del exceso de muertes vinculadas a las políticas neoliberales, no había precedentes en época de paz de los daños humanos colaterales de la creación de economías de mercado.
“Demasiado shock y muy poca terapia”
Basándonos en datos de diferentes fuentes oficiales de 27 países postcomunistas, Mitchell A Orenstein y yo hemos demostrado que durante los diez primeros años de la transición desde el socialismo al capitalismo el 47% de la población de Europa del Este y de Eurasia cayó por debajo del umbral de pobreza establecido por el Banco Mundial para esta región: 5,50 dólares al día. Para el año 1999 unos 191 millones de hombres, mujeres y niños sufrían graves privaciones materiales. La tasa total de pobreza se mantuvo por encima del nivel de 1990 hasta 2005, cuando la crisis financiera mundial azotó la región con una segunda oleada de dolor (1). El PIB per capita de las repúblicas sucesoras de la Unión Soviética se hundió casi un 7% anual entre 1990 y 1998.
Podría haber dudas respecto a la calidad de los datos estadísticos de los países del bloque soviético anteriores a 1990, pero cuando las poblaciones padecen un difícil situación económica, los científicos sociales pueden buscar pruebas sobre cambios repentinos tanto en la fertilidad, la mortalidad y la morbilidad, como respecto a cambios profundos de las opciones de vida y los comportamientos sociales. El Banco Europeo de Reconstrucción y Desarrollo concluyó en 2017 que las y los niños nacidos a principios de la década de 1990 son de media un centímetro más bajos que aquellos nacidos antes o después, un dato que refleja los efectos físicos de las deficiencias de micronutrientes y del estrés psicosocial (2). La diferencia de estatura es similar a la que los investigadores descubren en a bebés nacidos en zonas de guerra.
Algunos asesores occidentales habían predicho que la transición económica iba a provocar momentos muy duros e incluso lo denominaron “terapia de choque”. Con todo, creían que las recesiones pasarían rápidamente y que las alegrías de la libertad política harían más resilientes a las personas. El economista sueco Anders Åslund comentó en 1992 que, como la población quería un cambio fundamental, “está dispuesta a aceptar bastante sufrimiento para lograrlo” (3).
Sin embargo, en 1993 saltaron las alarmas cuando un enfurecido electorado ruso votó en contra del rápido ritmo del cambio económico. Millones de personas del antiguo bloque del Este se encontraron sin trabajo o se vieron obligadas a aceptar una jubilación anticipada mientras que la liberalización de los precios, la inestabilidad macroeconómica y la hiperinflación devoraban sus ahorros de toda una vida. Las personas corrientes observaron con horror el aumento de la delincuencia y de la corrupción mientras que las antiguas élites de los partidos se convertían de la noche a la mañana en una nueva clase depredadora de oligarcas. Un nivel de desigualdad desconocido hasta entonces dividió a las sociedades entre unas pocas personas superricas y vastos ejércitos de personas indigentes.
El entonces asesor principal sobre Rusia del presidente estadounidense Bill Clinton, Strobe Talbott, admitió ante este rechazo que las reformas de libre mercado habían consistido en “demasiado shock y muy poca terapia”. El prestigioso economista húngaro János Kornai se mostró abiertamente preocupado por la «weimarización» de Europa del Este. Aunque al principio Kornai era partidario de la terapia de choque y de que los mercados se liberaran de la intervención estatal, acabó mostrándose cauteloso ante los riesgos potenciales de la gran depresión postcomunista. “La disminución de los ingresos reales de una parte considerable de la población y el fenómeno hasta ahora desconocido del paro generalizado han provocado un enorme descontento económico”, escribió Kornai en 1993. “Si la fuerza y el alcance de este descontento llegan a un umbral crítico, supondrá un grave peligro” (4). Tras recordar las condiciones que había en la Alemania de la década de 1930 que habían llevado al poder a Adolf Hitler, Kornai advirtió que “la desilusión provocada por la economía es un fértil caldo de cultivo para la demagogia, las promesas fáciles y el deseo de un liderazgo de mano dura”.
No se hizo caso de estas advertencias y se empezó a hacer luz de gas. Respondiendo directamente al comentario de Strobe Talbott, el primer ministro de Estonia, Mart Laar, opinó que “los rusos necesitan más terapia de choque, no menos” (5). En 1994 Laar reconoció en un artículo de opinión del New York Times que “en los pueblos de la región hay un grave descontento con la terapia de choque”. No obstante, en vez de reconocer que existía un sufrimiento real, Laar afirmó que la población rusa se quejaba como “niños malcriados” y sugirió que “esos niños se convierten en unos adultos desobedientes, arrogantes y tiranos”.
Como la Gran Depresión Postcomunista continuó a lo largo de la década de 1990, los organismos de la ONU empezaron a documentar sus efectos nocivos sobre la salud y el bienestar de las poblaciones afectadas, y empezaron a preocuparse por las consecuencias políticas a largo plazo de ese malestar social generalizado. Un informe del Programa de la ONU para el Desarrollo de 1999 concluyó que desde 1990 habían perdido la vida 9.7 millones de hombres adultos debido al alcoholismo, al consumo de drogas y al suicidio (6).
A pesar de esa masacre social, los defensores de la ideología fundamentalista del libre mercado persistieron en sus políticas cortas de miras. Dos economistas del Banco Mundial se preguntaban en un análisis de 2002 sobre la primera década de la transición: “¿Pueden los gobiernos de los países de Europa del Este y de la antigua Unión Soviética tratar de estimular el crecimiento fomentando nuevas empresas mientras posponen el dolor de liquidar los antiguos sectores hasta el momento en que se haya establecido una protección? La respuesta es no”.
En vez de cambiar de rumbo, las instituciones financieras internacionales cambiaron su relato. Cuando los neoliberales se dieron cuenta de que la recesión no iba a ser tan breve ni tan superficial como habían previsto al principio, afirmaron que no había otra salida, que su método era el más rápido y eficaz. Cuando el Banco Mundial reconoció que la población de Bielorrusia (cuyo gobierno autocrático había rechazado la terapia de choque y mantenido la propiedad estatal) en realidad estaba sufriendo menos que la de aquellos países en los que se había aplicado la terapia de choque, los economistas occidentales empezaron a poner en duda la existencia estadística de la Gran Depresión Postcomunista. En 2001 Åslund afirmó que el colapso de la producción económica de la década de 1990 era un “mito”. Sugirió que “el bienestar real podría no haberse visto afectado” por el inicio de las reformas económicas (7). La población de Europa del Este no solo sufrió el peor desastre económico desde la Gran Depresión de la década de 1930, sino que se le dijo que no estaba ocurriendo. Un caso de libro de hacer luz de gas.
Pagar el precio de la arrogancia política
El miedo que János Kornai tenía en 1993 a la “weimarización” parece muy clarividente en 2024. Han surgido dirigentes iliberales como Vladímir Putin en Rusia, Viktor Orban en Hungría y otros como reacción al persistente sentimiento de frustración debido tanto las promesas incumplidas de democracia y libre mercado, como a la sensación que hay en esos países de tener un estatus de segunda clase en Occidente. Dirk Oschmann explica en su libro publicado en 2023 The East: A West German Invention [El Este: un invento de Alemania Occidental] que a pesar de las muchas cosas buenas que vivieron tras la unificación, muchas personas de Alemania del Este recuerdan todavía hoy “una historia de 30 años de difamación, descrédito, ridiculización y gélida exclusión tanto individual como colectiva” (8).
El partido de extrema derecha Alternativa para Alemania (AfD) obtuvo en las recientes elecciones regionales unos resultados sin precedentes en el este de Alemania, ya que quedó en primera posición en Turingia con casi el 33% de los votos, en Sajonia obtuvo el 30,6% de los votos, justo por detrás de los democristianos, y quedó segundo en Brandeburgo, con el 29,9%, apenas un 1,2% menos que los socialdemócratas.
Sí, el comunismo al estilo soviético fue una catástrofe para muchas personas, pero con unas pocas excepciones notables, el triunfalismo cortoplacista de Occidente propio de la Guerra Fría llevó a una profundamente defectuosa transición a los mercados capitalistas. El mundo paga hoy el precio de esta arrogancia política. El daño y la subsiguiente luz de gas que los líderes occidentales perpetraron contra las poblaciones del bloque del Este no justifican la invasión militar de Ucrania por parte de Putin, ni tampoco justifican la políticas iliberales de Orban en Hungría ni deberían justificar las deportaciones masivas de personas emigrantes que quiere hacer AfD. Con todo, cuando se crean eriales que se sabe producen monstruos, no se debería fingir sorpresa cuando los monstruos aparecen.
Notas:
(1) Kristen Ghodsee y Mitchell Orenstein, Taking Stock of Shock. Social Consequences of the 1989 Revolutions, Oxford University Press, 2021.
(2) ‘Transition report 2016-17’, European Bank for Reconstruction and Development, 4 de noviembre de 2016.
(3) Anders Åslund, Post-Communist Economic Revolutions. How Big a Bang?, Center for Strategic and International Studies, Washington, DC, 1992.
(4) János Kornai, ‘Transformational recession. A general phenomenon examined through the example of Hungary’s development’, Harvard Institute of Economic Research Working Papers, 1993.
(5) Mart Laar, ‘The Russians need more shock therapy, not less’, The New York Times, 27 de enero de 1994.
(6) ‘The Human Cost of Transition: Human Security in South East Europe’, United Nations Development Programme, 1998
(7) Anders Åslund, ‘The myth of output collapse after communism’, Carnegie Endowment for International Peace, 13 de marzo de 2001.
(8) Dirk Oschmann, Der Osten, eine westdeutsche Erfindung, Ullstein, Berlín, 2023.
Kristen R Ghodsee es profesora de Estudios de Rusia y Europa del Este, y miembro del Grupo de Graduados en Antropología de la Universidad de Pensilvania.
Texto original: https://mondediplo.com/2024/11/14germany-great-depression
Esta traducción se puede reproducir libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, a la traductora y Rebelión como fuente de la traducción.
https://rebelion.org/la-otra-gran-depresion/
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