Le Monde diplomatique
En el poder desde 2003, el AKP, liderado por Recep Tayyip Erdogan, colocó a Turquía entre las nuevas potencias emergentes. Pero sus aspiraciones hegemónicas, el ataque a los valores seculares de la República y el caos regional anuncian una era de turbulencias.
En el eje de tres continentes, centro de un Imperio Otomano en descomposición que en su apogeo arañó las puertas de Viena y se extendía de los Balcanes a Medio Oriente y del Cáucaso al Norte de África, pasando por la península arábiga, la nación turca pudo convertirse en un apéndice de la historia a comienzos del siglo XX. Los turcos sufrían desde hacía ya doscientos años humillantes derrotas a manos de los modernos Estados-nación europeos, que impulsaban al mosaico de pueblos que integraban al Imperio a rebelarse contra la Sublime Puerta, y sus reflejos reformistas fueron lentos y tardíos. La alianza inevitable con los Imperios Alemán y Austro-Húngaro en la Primera Guerra Mundial y el desplazamiento y genocidio de las minorías armenia y siríaca los dejó rendidos, sometidos a la invasión y el reparto de sus territorios por parte de los Aliados.
Se sobrepusieron gracias a la fuerza de un hombre providencial, Mustafá Kemal, quien movilizó el fervor nacionalista de su pueblo, con el aura del mito forjado en 1915 en la defensa de los Dardanelos, y lideró una guerra de independencia en rechazo al Tratado de Sèvres (1920) para fundar en 1923, en casi todo el territorio actual de Turquía, una República laica, orientada hacia Europa, en ruptura con su pasado y su geografía. Tras expulsar a los invasores europeos, Kemal, llamado “Atatürk” (el “padre de los turcos”), provocó una verdadera revolución, imponiendo una serie de reformas culturales y sociales radicales, que convertirían a Turquía en el primer país de población musulmana en separar la política de la religión.
En su búsqueda de cohesión interna y desarrollo autónomo, Atatürk construyó un Estado de partido único –el Partido Republicano del Pueblo (CHP, en turco)–, nacionalista, autoritario y pretoriano, cuyos rasgos sobrevivieron a su muerte en 1938 y marcaron a fuego las aspiraciones democráticas de la República.
Tras la Segunda Guerra Mundial –de la que no participó–, Turquía se abrió al pluralismo político y profundizó su orientación occidental: adhirió a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y multiplicó esfuerzos por asociarse a la naciente Comunidad Europea. Los militares se convirtieron entonces en los guardianes del orden kemalista. Su pretendida defensa de la República secular justificó cuatro golpes de Estado, la tutela sobre la vida política y pública, y el uso del terrorismo de Estado –con todas sus derivas mafiosas– en la lucha contra los rebeldes kurdos del Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK), quienes en 1984 se lanzaron a la lucha armada en reclamo de su independencia. Aliado a una burguesía nacional industrial, el ejército colocó al país en la senda periférica de una economía capitalista liberal y exportadora. Y en su afán de sofocar al comunismo abrió las puertas al resurgimiento del islamismo.
Así, a fines de los ochenta, Turquía retornó a una democracia multipartidista vigilada, encorsetada por la Constitución restrictiva establecida por la dictadura en 1980, e ingresó en un largo período de inestabilidad, paulatinamente acompañado por reformas que apuntaban a lo que devino su principal objetivo: convertirse en miembro pleno de la Unión Europea (UE).
¿“Nueva Turquía”?
La grave crisis económica de 2001 puso en cuestión la capacidad de los partidos tradicionales y los militares para ofrecer al país un futuro. Las evasivas europeas –fundadas en sus raíces cristianas–, la emergencia de nuevos polos de poder y las conmociones regionales despertaron miradas críticas sobre el lugar de Turquía en el mundo. Fruto de estas mutaciones, en 2002, el Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP, en turco), liderado por Recep Tayyip Erdogan, ex alcalde de Estambul encarcelado en 1998 por declarar “los minaretes son nuestras bayonetas”, inauguró una nueva era política, e histórica, de la República de Turquía.
Con un discurso moderado, esta formación islamista, que se define como un partido de masas democrático y conservador, renovó las esperanzas de un verdadero multipartidismo, profundizó las reformas exigidas por la UE, confinó a los militares en sus cuarteles y abrió el juego a las minorías (kurdos, gitanos). Devolvió a Turquía su orgullo, desarrollando una política exterior autónoma, con atisbos nunca concretados de normalización con Armenia y Chipre, y buscó establecer al país como un modelo para la región, a la cabeza de la lucha contra la islamofobia, la defensa del pueblo palestino y las revoluciones árabes. Alcanzó sobre todo un notable desempeño económico –profundizando las reformas estructurales de los años 90–, que derivó en un mayor bienestar de la población y elevó a Turquía entre las 20 economías más importantes del planeta.
El AKP, y Erdogan (como Primer Ministro y, luego, primer Presidente elegido por sufragio directo), pudo así mantener su hegemonía por trece años consecutivos –una situación sin precedentes desde Atatürk–, apoyado en las clases populares, una nueva burguesía conservadora anatolia, clanes tribales kurdos y órdenes religiosas (tarikat), entre las que se destaca el movimiento liderado por el muy influyente y polémico Fethullah Gülen. Comenzó a implementar entonces una (contra) “revolución silenciosa”, populista y piadosa, con el objetivo de celebrar para el Centenario de la República en 2023 el advenimiento de una “Nueva Turquía”. Un programa que reivindica la herencia otomana e islámica del país, con el uso del velo como estandarte, y constituye una suerte de revancha de la Turquía profunda.
Sin embargo, desde 2013, el modelo del AKP perdió el rumbo. La coyuntura internacional puso un freno a la economía y a sus ambiciones –y ambigüedades– geopolíticas. Las protestas masivas de jóvenes contra la destrucción del Parque Gezi, en Estambul, despertaron a los sectores de la sociedad civil que defienden los valores seculares de la República y un pluralismo que aparece amenazado. La represión brutal, la censura de las redes sociales y los medios de comunicación, la persecución a periodistas, las crecientes prerrogativas policiales y los intentos de Erdogan por perpetuarse en el poder a través de una reforma de la Constitución que busca imponer un régimen presidencialista, encendieron la alarma ante la deriva autoritaria del gobierno.
A su vez, se desató una guerra fratricida entre Gülen y Erdogan, quien acusó a los gülenistas de estar detrás de filtraciones de escuchas que develaron la corrupción en el poder y lanzó una purga masiva en la burocracia, la justicia y la policía, denunciando la existencia de un Estado paralelo y subterráneo.
En ese contexto, la población votó el 7 de junio de 2015, quitándole al AKP la mayoría parlamentaria –y la posibilidad de reformar la Constitución a voluntad–, y apoyando un emergente partido kurdo que busca la hazaña de reagrupar las diferentes paletas de la sociedad, desde los grupos LGTB y ecologistas hasta los clanes tribales del Kurdistán. Ante el dilema de alcanzar alianzas improbables, gobernar en minoría o llamar nuevamente a elecciones, el gobierno aprovechó un feroz atentado en el sudeste del país, atribuido al Estado Islámico, para renovar los ataques contra el PKK y encender el espíritu nacionalista. Lejos de sus objetivos proclamados, el proyecto de “Nueva Turquía” parece haber despertado viejos fantasmas.
http://www.rebelion.org/noticia.php?id=203801
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