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23 marzo 2016

De cuando la resistencia se vistió de mujer en Chile




La raza cómica

Hablar sobre el pasado reciente es, por decir lo menos, algo complejo porque nos lleva al dilema de lidiar con el pudor del testimonio para transformarlo en un documento histórico.

Sabemos poco de la dictadura, tal vez no hemos querido ahondar mucho en el detalle represivo porque aún nos hiere. Nos manejamos en el gran titular: “violaciones de los derechos humanos”, “instalación del neoliberalismo”, “Pinochet”, “crímenes de lesa humanidad”. Se podría pensar que los más avezados habrán leído análisis sobre economía política y la transformación cultural, análisis que en su mayoría enaltecen las bondades del sistema.

Poco se sabe de la represión. Ustedes dirán… ¿y los detenidos desaparecidos? ¿Los ejecutados políticos? Sí, pero sabemos más de los familiares de desaparecidos, de los familiares de ejecutados que de quienes no sobrevivieron a las detenciones, a las torturas, al horror. Por ello, no es extraño que los combatientes antifascistas que sobrevivieron y coparon las prisiones durante la dictadura sean tratados hoy como los parias de la sociedad. Tienen una tarjeta “PRAIS” que les garantiza el acceso a una atención de salud en calidad de indigente, un prontuario que impuso barreras en su inserción a la vida laboral durante los primeros años de gobiernos posdictatoriales, la denegación de justicia permanente que les impide juzgar y castigar a sus torturadores, y nunca, nunca han recibido la justa reparación que les debiera entregar el Estado. Si los hombres que combatieron a la dictadura a través de las armas no han tenido el debido reconocimiento y respeto, mucho menos se podría hablar de la prisión política de las mujeres que combatieron frontalmente a la “dictadura de Pinochet”. Invisibilizadas en todos los relatos épicos, se ha anulado su rol en este período histórico y se les ha asignado, como ocurre siempre, el rol de la compañera, amante, hermana, hija, madre, amiga.

Por si existiera la peregrina posibilidad de que usted no se enterara, le advierto que hubo cientos de mujeres armadas que lucharon contra la dictadura, de distintas edades, olores, colores y tamaños. Y detrás de ellas, cientos de pequeños relatos de resistencia, de dignidad, de heroísmo, de fortaleza, de ingenio, de luces y de todo lo grande que las palabras no alcanzan a describir. Mujeres corajudas que aprendieron a usar un fusil, a manipular cargas explosivas, a meterse en los lugares más increíbles para sacar información, a participar de recuperaciones, a apuntar un arma sin vacilar, a saltar un muro, a dirigir a un destacamento. Mujeres que recibieron instrucción militar en un cerro del sur de Chile, en condiciones de precariedad extrema. Mujeres que tuvieron un destacado papel en acciones famosas, donde solo los compañeros han brillado. Mujeres que fueron alcanzadas por los tentáculos de los aparatos policiales, torturadas como solo se puede torturar a las mujeres, siempre consideradas botines de guerra para saciar el hambre de las bestias.

De muestra un botón: “…Llegar de noche temblando aún por el frío, los golpes, la tortura, el hambre y la sed, a una celda de incomunicación a la cárcel de San Miguel, sin saber si el resto seguía vivo, si la familia estaba bien, si no estarían torturando a mis padres, fue terrible. Pero supe que no estaba sola, porque a los pocos minutos escuché unos cantos, eran voces de mujeres que desde el primer piso de la torre, entonaban las canciones de la resistencia chilena, lloré mucho. No fue de rabia, no fue de miedo, ni de impotencia, lloré porque esos cantos fueron un abrazo cargado de fuerza, un arrullo para saber que había sobrevivido…” (Extracto del testimonio de una exprisionera política de San Miguel).

Estas mujeres transformaron la cárcel en otra trinchera de lucha. Sacaron comunicados para denunciar la represión, instaron a seguir con las organizaciones vivas, se pararon en sus dos pies para enfrentar la censura, el aislamiento, los castigos, los golpes y las amenazas de muerte de los gendarmes cada vez que exigieron ser tratadas como humanas. Defendieron la esperanza frente a todo y todos. Aprendieron a tejer, a armar arpilleras que contaban historias, a repujar el cobre, a diseñar el futuro, a pensar la libertad en poesía y en prosa. Mujeres que hicieron de la cárcel un centro de estudios, que nivelaron su educación básica, la educación media, que obligaron a gendarmería a tomar la histórica decisión de abrir la primera sede para rendir la PAA al interior de la cárcel de San Miguel; que obligaron a gendarmería a que por primera vez autorizara el ingreso de académicos para estudiar a distancia la carrera de sociología, lo que se concretó gracias al apoyo de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano y de los profesores que debían soportar los allanamientos denigrantes para ingresar a dar la correspondiente cátedra, entre ellos Rodrigo Valenzuela.

Mujeres que, por tener tanta dignidad, decidieron apretar los labios y no conmutar sus penas de presidio perpetuo y de muerte por la pena de extrañamiento. Ninguna se fue al exilio desde la cárcel porque ninguna de ellas firmó la petición para ser expulsadas del territorio. Ninguna de ellas transó su consigna: “Libertad a todas y todos los prisioneros políticos en Chile”. Estas mujeres construyeron pequeñas comunidades al interior de las cárceles y se negaron a dividir las cucharas cuando sus líderes políticos se peleaban o se negaban unos a otros. Se forjaron como una sola y se hicieron grandes, fuertes, bellas, y parieron a sus hijos, a sus hijas, entre las rejas, y entre todas fueron una sola familia.

En este contexto, el libro de Vivian Lavín “Mujeres tras las rejas de Pinochet” pudo representar una esperanza de abrir los ojos a una investigación interesante, que nos pudiera tomar de las manos y guiar por los caminos de la fuerza y el estoicismo, de reposicionar el rol de la mujer combatiente, de tener la historia de la resistencia vestida de mujer con sus propios indicios, con su impronta, con sus devaneos, con sus anécdotas y con sus derrotas.

Sin embargo, fue triste leer un libro testimonial lleno de imprecisiones, con mentirillas que no eran tan blancas, un texto que no tuvo el valor de dar el salto para convertirse en un gran relato. Un libro que, según el presentador, Juan Pablo Cárdenas, “es un escrito a cuatro voces, la de la periodista que indaga, contextualiza y se estremece profundamente con lo acontecido cuando ella recién estaba en su etapa escolar”. Alguien más suspicaz podría pensar que en este libro la periodista no supo bien cómo excusar su rol en la lucha por la libertad y la democracia. Un libro que, según las propias voces de ex prisioneras políticas, dejó al descubierto la desprolijidad de la autora, la nula investigación de los hechos, la imprecisión de los sucesos que relatan las entrevistadas y la relevancia de situaciones que no lograron graficar lo que fue realmente la vida de las mujeres combatientes en las prisiones de Pinochet. La autora denotó en su libro una falta de compromiso para develar una historia que ha sido ocultada ex profeso, porque esta sociedad patriarcal siempre castiga y entierra a las osadas, a las que se atreven a cruzar los límites.

A Vivian Lavín le faltó la rigurosa ternura para descubrir a las combatientes que sobrevivieron a la tortura y a las prisiones de Pinochet. El libro retrata a tres mujeres que pasaron por las cárceles de Pinochet, en medio de testimonios tartamudeados, pero no logró tocar sus vidas ni las vidas de esas locas, disparatadas, brujas, luminosas, desalmadas mujeres que lograron sobrevivir al horror y a las cárceles de Pinochet.



http://www.rebelion.org/noticia.php?id=210279

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