“Se consume cual leño carcomido, lo mismo que un vestido apolillado, el hombre nacido de mujer, corto de días y harto de pesares. Como flor brota y se marchita, se esfuma como sombra pasajera”. Y si bien, este pensamiento aparece en el libro de Job, en ese tira y afloja del hombre creyente con su dios buscando el porqué un dios bueno castiga a un hombre, que le es fiel, lo cierto es que hombre y la mujer nacen, viven como pueden y mueren, sean rectos, leales o pandilla de sinvergüenzas.
Un día también yo pregunté a mi madre, cual Job a dios, por qué parió diez hijos (seguramente entre tanto hijo vivo se habría cruzado algún aborto) no guardándose para ella y su vivir una mayor diversión, disfrute y descanso, librándose de tanta molestia, porque diez hijos suponen casi 20 años sin días de descanso interrumpidos por lloros y demandas de bebés, aparte de las labores del caserío, de las largas coladas sin lavadora y de trabajos sin cuento. La respuesta fue: ya quise, pero el cura me dijo “lo que dios quiera y te mande”.
Por entonces el hijo de la familia media y baja no estaba en manos de sus padres (los ricos siempre han gozado de facilidades divinas), se movía en un entorno sagrado. Medio siglo después, entre nosotros, aquello se ha convertido en historia pasada. Hoy el hijo es globalmente, al menos acá, cosecha y querer de sus padres, mientras la Iglesia y sus obispos siguen queriendo arrebatar al hombre una vez más ese derecho, como en el mondongo de historietas divinas entremezcladas del relato de Job. Más aún, se ha acortado tanto la parida y la crianza que estos últimos años son más numerosas entre nosotros las defunciones que los nacimientos, en parte en contra de los deseos paternos merced a la situación económica, a la inestabilidad del trabajo y a la reducción salarial. Se podría decir que hoy nacen menos de los deseados.
Cosa distinta ocurre con el acabose, con el atardecer en la vida, con el morir dichosamente. Sigue ese mundo, espero por poco tiempo, en una nebulosa definida- indefinida semireligiosa de sálvese quien pueda. La eutanasia sigue legalmente muy embridada y el suicidio asistido duramente castigado o, dicho claramente: a uno no se le deja morir dignamente como ni cuando quiere. Porque la muerte de uno sigue estando demasiado en manos de otros, y poco respetado el derecho de uno a morir dignamente. Quemarse de modo violento en un coche ante el dolor de un cáncer terminal o poner fin a sus días arrojándose por una ventana son indicios de válvulas sociales cerradas y ollas muy presionadas. Y eso sí es grave e indigno de un ser humano en nuestros días: denuncia de inhumanidad y muerte violenta. Es cierto, hay organizaciones particulares con densidad y reclamo social, que van proponiendo soluciones como la fundación EXIT en Suiza, basados en una ley más de vista gorda y permisiva que positivamente reguladora, pero los estados –tan propensos a las guerras, a muertes, a bombardeos y a tirar de pistola- se muestran reacios jurídicamente e imbuidos de una mentalidad sacra ante la libertad de dejar en manos sobre todo del viejo, y también de su entorno, el derecho a un suicidio voluntario, al menos en determinadas circunstancias expuestas y exigidas por el afectado.
También en este tema se han ido dando pasos, si bien no como en el nacer. Resulta obligatorio traer a la memoria a la suiza, pregonera en este campo, Elisabeth Kübler-Ross, cuyas experiencias dejó escritas en su primer libro “Interviws mit Sterbenden” (entrevistas a moribundos, pero que ha sido publicado en castellano como “Sobre la muerte y los moribundos”). Esta mujer sacó a pasear a la gente moribunda y con final marcado en rojo en el calendario, los sentó en su sillón de profesora universitaria e hizo que hablaran a médicos, alumnos, profesores y gente en general. ¡Y vaya que si hablaron! Y exigieron una muerte digna, digna para ellos, no digna para las meninges y pareceres de médicos, curas, profesores y gobernantes. Y todavía en esas estamos, exigiendo respeto para la decisión responsable de la persona ante su muerte, también en el parlamento vasco con pasos aún incipientes y muy tímidos, con riesgos punibles excesivamente grandes para las partes actoras y sin una justificación racional.
Morir con dignidad es derecho de toda persona, incluido el derecho al suicidio, y obligación de los estamentos estatales prestar asistencia y ayuda para que uno muera cuando y como quiera.
http://www.rebelion.org/noticia.php?id=214791
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