Belén, Revista Venceremos / 25/06/2017– Soy de la generación que en el año 2002 tenía 9 años. La crisis que estallaba en nuestro país por esos tiempos de alguna manera me resultaba ajena. No me preguntaba por qué tanta gente salía a la calle, por qué mi abuela se apuraba en cambiarme los ahorros en patacones por pesos, por qué todos los adultos se veían tan preocupados. Recuerdo haber ido a una marcha que salió desde el centro de Quilmes, Av Mitre y Rivadavia, hasta la estación. Llevábamos velas dentro de botellas cortadas y cantábamos “no se escucha, no se escucha, griten todos Ruckauf hijo de puta”. Mi vieja me había dicho que estaba bien que lo cante pero que no podía repetir esas palabras en mi casa. De todas formas todavía no sabía bien lo que era un hijo de puta, pero sí entendía que muchas personas pensaban que los gobernantes lo eran.
No conocí personalmente ni a Darío ni a Maxi. Supe quiénes habían sido mucho después del 26 de junio de 2002. Crecí en la zona sur del conurbano bonaerense donde la figura de esos dos muchachos se repetía por todos lados en stencils, murales, pintadas. No sé por qué, pero nunca le pregunté a ningún adulto quiénes eran esos dos. Quizás fue mejor así, quizás evité que me contaran la versión “la crisis causó dos nuevas muertes”. Años más tarde Darío y Maxi entraron a mi vida para siempre.
Cuando tenía 16, 17 años la política me interpeló a través de la música. Para ese entonces ya sabía que Darío y Maxi habían sido asesinados en la estación de Avellaneda pero aún no sentía su legado como propio. No conocía en profundidad la historia y todavía no había empezado a militar. Ayudó mucho que una de las bandas que más escuchaba, y escucho, escribió una canción para ellos, La risa de los necios, en la que decía “si en la mañana me matan, en la noche me volveré a levantar. Porque me llaman Maxi, me llaman Darío Santillán. Y nadie se rinda sin reivindicar al gesto noble”.
El gesto noble. Eso hizo que nunca más Darío se vaya de mi vida. Hoy tengo más o menos la misma edad que ellos tenían en el 2002. Conozco a muchos y muchas como ellos que se levantan temprano los fines de semana para ir a militar al barrio, que se forman para cambiar el mundo, que se solidarizan con los compañeros y las compañeras, que activan en el centro de estudiantes, que hacen asambleas vecinales, que comparten lo poco que tienen sin dudarlo. Pero Darío fue mucho más que un militante comprometido. Durante su corta e intensa vida le enseñó muchas cosas a quienes militaban con él. Alentó a las “doñas”, como les decía él, a salir de sus casas y organizarse, incentivó a sus vecinos y vecinas a luchar por sus derechos, impulsó a sus compas a formarse y tantas otras cosas.
Pero su enseñanza más grande la hizo en esa estación en la que fue asesinado. Darío fue el militante que puso el cuerpo. El pibe que sin conocer a Maxi se tiró sobre él, le tomó el pulso y levantó su mano para detener la violencia policial. Darío perdió la vida intentando socorrer a un compañero. Fue cobardemente asesinado pero su grandeza es inmortal y su ejemplo vivirá por siempre en todas las generaciones venideras. Darío y Maxi están presentes en la juventud combativa, ahora y siempre.
http://www.resumenlatinoamericano.org/2017/06/26/el-gesto-noble-a-15-anos-del-asesinato-de-dario-y-maxi/
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