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01 enero 2018

¿A quién le importa?


El hombre más peligroso del mundo

TomDispatch

Traducción del inglés para Rebelión de Carlos Riba García

No a ellos, no al planeta, no a él; tampoco a nosotros, evidentemente

Empecemos por el universo todo e internémonos en nuestro mundo. ¿A quién le importa? A ellos –los extraterrestres–, no; por lo que sabemos, ellos no están acá. Hasta donde sabemos, en nuestra galaxia y tal vez en otros sitios más, aparte de nosotros (y el resto de criaturas en este modestísimo planeta nuestro) no hay existencia humana. Entonces no contamos con alienígena alguno por ahí que se preocupe por lo que le pasa a la humanidad. No existen.

Y, por supuesto, en cuanto al planeta –la Tierra– en sí, no puede preocuparle, no importa qué podamos hacerle. Y estoy seguro de que para el lector no es una novedad que cuando se trata de él –y me refiero a él, por supuesto, el presidente Donald J.Trump, de quien se sabe que tiene un vacío en el sitio donde en el ser humano normal podría estar la empatía... no le dé demasiada importancia. Más allá de él mismo, sus negocios y, posiblemente (solo posiblemente) su familia, es claro que no podríamos importarle menos ni, para el caso, lo que pueda pasarle a cualquiera de nosotros una vez que él haya dejado este mundo.

En cuanto a nosotros, al menos quienes vivimos en Estados Unidos, ya sabemos algo sobre la naturaleza de nuestras preocupaciones. Un estudio de la Universidad de Yale publicado el pasado marzo decía que el 70 por ciento de los estadounidenses –una sorprendente proporción, aun así lejos de abrumadora (si se tienen en cuenta los muy conocidos peligros que ello supone), cree que el calentamiento global es algo que ya está sucediendo. Sin embargo, menos de la mitad de nosotros imagina que este fenómeno pueda afectarle personalmente. Entonces. Citemos al eminentemente citable Alfred F. Newman: “Qué... ¿preocupado yo?”.

Digámosle eso, de paso sea dicho, a los vecinos de Ojai y otros puntos calientes del sur de California –verdaderos infiernos, en estos momentos–, que están siendo reducidos a cenizas en este diciembre, un mes que hasta no hace mucho era poco significativo en relación con los incendios en este estado. Pero esas quemazones no deberían sorprendernos, ya que las temporadas de incendios se están haciendo más prolongadas en este recalentado planeta. Simplemente, un diciembre ardiente forma parte de lo que el gobernador de California llamó hace poco tiempo “la nueva normalidad”, mientras inspeccionaba los daños producidos por el fuego; como probablemente lo sean también –otros exponentes de la nueva normalidad de nuestro mundo estadounidense– los cada vez más fuertes huracanes en el Atlántico, que aumentan su intensidad a su paso sobre las caldeadas aguas del Caribe y el golfo de México antes de castigar a este país.

En la estela de los años más calurosos registrados, todos vivimos en un planeta con una nueva normalidad, es decir, un planeta más extremo. Entonces, tal vez sea adecuado que la versión política de esa nueva normalidad implique un presidente desaforadamente recalentado, autoritario, hiperpromocionado, exageradamente tuiteado (aunque solo el 60 por ciento de nosotros crea que él podría de verdad hacernos daño). Se trata de un hombre que, como informó hace poco tiempo el New York Times, empieza a ser asaltado por las dudas y la inquietud si no ve su nombre en los titulares de la prensa, si no está en el centro de la imagen de la TV por cable durante un día o dos. Se trata de un hombre que solo pareciera sentirse de maravilla cuando el caldero está hirviendo y él es el centro del universo. ¡Y qué mundo hemos preparado para este incendiario personaje! (Volveremos sobre esto más adelante.)

En estos momentos estamos inmersos en una Trump-apocalipsis en pleno desarrollo. En cierto sentido, ya los estábamos antes de que Donald entrara en el Despacho Oval. Solo pensemos qué significa el haber elegido a un ser humano evidentemente trastornado para que se desempeñe en el más alto cargo de la nación más poderosa y potencialmente destructiva de la Tierra. ¿Qué os dice eso? Una posibilidad es, que dado que prácticamente la mayoría de los votantes estadounidenses lo llevaron a la Casa Blanca, durante la campaña de 2016 ya estábamos viviendo en un país profundamente trastornado. Y pensando en las elecciones del 1 por ciento, el crecimiento de la plutocracia, el florecimiento de una nueva Era Dorada cuya desigualdad en el reparto de la riqueza ya debe estar compitiendo con su predecesora del siglo XIX, el crecimiento del estado de la seguridad nacional, nuestras interminables guerras (convertidas ahora en “generacionales”), el aumento de la militarización de este país y la desmovilización popular –por mencionar solo algunos de los rasgos estadounidenses del siglo XXI–, esto no debería sorprender en absoluto.

¿Podría Donald Trump ser el final de la historia de la evolución?

Hace unos días, mientras reflexionaba sobre lo extremado de este momento trumpiano, apareció en mi mente una descripción de la evolución que había conocido en mi juventud. Recuerdo que las ilustraciones empezaban con una criatura pisciforme que surgía del agua para transformarse en un reptil; otra, conocida como “La marcha del progreso”, comenzaba con una criatura encorvada similar a un mono. Las siguientes eran una sucesión de figuras que, de izquierda a derecha, se enderezaban cada vez más hasta llegar al Homo sapiens, un tipo musculoso que andaba –¡oh!– completamente erguido.

Él, por supuesto, era un orgulloso espécimen igual a nosotros, y nosotros éramos –sin explicitarlo– éramos el presuntuoso final de la línea en este planeta. Nosotros éramos eso: ¡el progreso personificado! Sin embargo, incluso en mi juventud, también nosotros estábamos en el proceso de actualizar ese punto final de la evolución. En el punto culminante de la Guerra Fría entre Estados Unidos y la Unión Soviética, el temor a otro tipo de final, uno que podía ser el autentico final de todo lo conocido, se había convertido en un pesadillesco lugar común en nuestra vida.

Por ejemplo, puedo recordar vívidamente una noche de hace casi 60 años en la que yo estaba a cuatro patas avanzando lentamente entre los escombros de una ciudad que había sido devastada por un bomba atómica. Era solo una pesadilla, por supuesto, pero de un tipo muy normal para los adolescentes de entonces. Y hubo momentos –especialmente en 1962, durante la crisis de los misiles en Cuba­– en los que esas pesadillas nucleares dejaron el mundo de los sueños y saltaron a la cultura de la vida cotidiana. E incluso antes de eso, cuando éramos niños, era normal sentir miedo cada vez que ululaba la sirena de alarma por ataque aéreo mientras estábamos en la escuela, y en la radio en el escritorio de la maestra se oían las advertencias; entonces, corríamos a guarecernos debajo del poco sólido escritorio.

Con la implosión de la Unión Soviética en 1991, esos temores se desvanecieron, a pesar de que no debería haber sido así en un mundo en el que crecía el número de países con armas atómicas. Para entonces, ya sabíamos de la amenaza del “invierno nuclear”. Su significado sería terrorífico. Una guerra nuclear perfectamente imaginable, no entre superpotencias sino entre potencias regionales como India y Pakistán podía poner tanto humo y tantas partículas en la atmósfera como para impedir durante años la llegada de la luz del Sol a la Tierra y enfriar drásticamente el planeta: resultado posible, la muerte por hambre de la mayor parte de la humanidad.

Sin embargo, solo ahora esos temores de aniquilación nuclear han vuelto de un modo significativo. Más de medio siglo después de las imágenes de “La marcha del progreso” se hicieran populares, si quisiéramos ponerlas provisionalmente al día deberíamos agregar un personaje particularmente reconocible (y bastante apropiado) en el último lugar de ese diorama: un hombre corpulento, ligeramente encorvado, con mentón prominente, de expresión furibunda y un inconfundible arreglo capilar de color anaranjado.

Lo que nos lleva a una cuestión bastante sencilla: ¿podría ser que Donald Trump resultara ser el final de la historia de la evolución? La respuesta, bien que provisional, es que sí podría. Como mínimo, ahora mismo él puede ser considerado el hombre más peligroso de la Tierra. Ciertamente, respecto de todo lo que conduce al momento actual, para nosotros él podría ser la parada final (o al menos el hombre que indicó el camino hacia ella) en la historia humana.

Qué bestia tan bruta; ¿habrá llegado por fin su hora...?

Sin embargo, haga usted lo que haga, no culpe solo a Donald Trump por esto. Él no fue más que la versión particularmente inquietante de Homo sapiens llevado a la Casa Blanca por una fuerte reacción de descontento en las elecciones de 2016. Imprevistamente, una vez ahí, se encontró con unos poderes incomparables que le estaban esperando como sendas pistolas a punto de disparar. Automáticamente, tal como pasó con los dos presidentes que le precedieron, se convirtió no solo en el comandante en jefe de este país sino también en el asesino en jefe, es decir, se encontró con el control personal de una fuerza aérea de drones que –obedeciendo sus órdenes de matar a quien a él se le antojase–, podían ser enviados a cualquier lugar de la Tierra. Siempre a su entera disposición, él también tenía el equivalente de lo que el historiador Chalmers Jonson llamó una vez el ejército (hoy en día, ejércitos) privado: tanto los agentes irregulares de la CIA (bien conocidos por Johnson) como las enormes y secretísimas unidades de Operaciones Especiales de las fuerzas armadas. Sin embargo, por encima de todo eso, se encontró al frente del mayor arsenal nuclear del planeta, un armamento que él y solo él podía ordenar que se utilizara.

En resumen, como los demás presidentes de este país desde agosto de 1945, él estaba totalmente armado y con la capacidad de –sin ayuda de nadie– convertir en un abrir y cerrar de ojos a este mundo, o una importantes parte de él, en un infierno, un páramo de “fuego y furia”, según su incendiaria frase dirigida a Corea del Norte. Dicho con otras palabras, el 20 de enero de 2017, Trump se convirtió en la personificación de un planeta del “sálvese quien pueda” (aunque en realidad desde los años cincuenta ya no hay un sitio donde esconderse). Da lo mismo que su ignorancia acerca de la naturaleza y potencia de semejante armamento sea supina.

Hablando de infiernos planetarios, cuando se trató de la segunda panoplia de instrumentos de destrucción masiva –acerca de las cuales no era menos ignorante y estaba aun más subyugado, él también se encontró equipado. Trump llevó al Despacho Oval su “Hagamos que Estados Unidos vuelva a ser grande” y, con esta frase, su nostalgia por un mundo de los combustibles fósiles de su infancia en los cincuenta. Armado por la corporación de la Gran Energía, llegó preparado para asegurar que el país más rico y más poderoso del globo podía allanar el camino hacia más oleoductos, gasoductos, fractura hidráulica, perforación en el mar y prácticamente todas las formas imaginables de explotación del petróleo, el gas natural y el carbón (pero de ninguna manera las energías alternativas). El significado real de todo esto es: a partir de sus órdenes ejecutivas y de las decisiones de los variopintos negacionistas del cambio climático y los entusiastas de los combustibles fósiles que él nombró en los puestos clave de su administración, Trump puede asegurar que en los próximos años habrá cada vez más descarga de gases de efecto invernadero –emitidos por la quema de combustibles fósiles– en la atmósfera, creando así las condiciones para otro tipo de apocalipsis.

Sobre la aceleración de calentamiento global alentada durante su primer año en el cargo, es razonable decir –con cierto orgullo trumpiano– que una vez más el presidente ha hecho lo necesario para que Estados Unidos sea de verdad un país excepcional. En noviembre, solo cinco meses después de que el presidente Trump anunciara que tan pronto como fuera posible EEUU se retiraría del acuerdo climático de París de lucha contra el calentamiento global, Siria (entre todos los países) finalmente lo firmó; este fue el último país que lo hizo. Esto significó que nuestro país se quedaba realmente... bueno, no se puede decir ‘a la intemperie’, pero mostraba, bastante literalmente, su excepcionalidad en su determinación por garantizar la destrucción del medioambiente que durante tanto tiempo ha asegurado el bienestar de la humanidad y hecho posible la existencia de aquellas imágenes del progreso de la evolución.

Aun así, tampoco es posible culpabilizar solo al presidente Trump por esto. Él no es responsable de la inventiva –ese regalo evolutivo, que nos ha conducido, deliberadamente, en el caso de las armas nucleares e inconscientemente (al principio) en el caso del cambio climático– pusiera en nuestras manos unos poderes que antes solo manejaban los dioses y de hecho, desde el 20 de enero de 2017, en las de Donald J. Trump. No le responsabilicemos, solo a él, del hecho de que el momento más terrorífico de la historia humana podría llegar no por la caída de un asteroide llegado del espacio exterior sino desde la Torre Trump.

Entonces, henos aquí viviendo con un hombre cuyo impulso último parece ser el convertir el mundo a su alrededor en un caldero hirviendo. Es posible que ciertamente él pueda ser el primer presidente –desde Harry Truman en 1945– que ordene la utilización de armas nucleares. Como comentó hace poco tiempo Beatrice Fihn, directora de la Campaña Internacional por la Abolición de las Armas Nucleares, las amenazas a Corea del Norte podrían ser solo “un pequeño berrinche” [de Trump], lejos de una guerra nuclear en Asia. En última instancia, es posible que él esté propiciando una carrera armamentística nuclear en la que países que van desde Carea del Sur y Japón hasta Irán y Arabia Saudí podrían acabar con unos arsenales capaces de terminar con el mundo, dejando el invierno nuclear en las manos de... bueno, mejor ni pensarlo.

Ahora, imaginemos otra vez ese diorama de la evolución –ya corregido– o tal vez, para honrar el reciente anuncio de Donald Trump de que Estados Unidos reconocería a Jerusalén como la capital de Israel, recordemos las palabras del poeta William Butler Yeats sobre un mundo en el que “lo mejor carece de toda condena y lo peor está lleno de apasionada intensidad” mientras alguna “bestia brutal, ¿habrá llegado al fin su hora?” arrastra los pies “en la dirección de Belén para nacer”. Pensemos entonces en qué auténtico horror es que tanto poder destructivo esté en las manos de cualquier ser humano; nada menos que en las de semejante trastornado e inquietante sujeto.

Por supuesto, mientras Donald Trump podría representar el final de la línea evolutiva iniciada en algún valle africano hace millones de años, cuando se trata del ser humano nada en este mundo está esculpido en piedra. Aún tenemos la libertad potencial de elegir otra cosa, de hacer otra cosa. Tenemos la capacidad tanto de la maravilla como del horror. Tenemos el talento tanto para crear como para destruir.

Parafraseando a Jonathan Schell, el destino del planeta Tierra no está solo en las manos de Donald Trump sino también en las nuestras. Si a ellos, esos inexistentes alienígenas, no les importa, si al planeta no le puede preocupar y si el extraterrestre en la Casa Blanca le importa un bledo, nos corresponde a nosotros preocuparnos. A nosotros nos corresponde manifestarnos, resistir y cambiar, comunicarnos y convencer, luchar por la vida y contra su destrucción. Si el lector tiene cierta edad, todo lo que tiene que hacer es mirar a sus hijos o nietos (o a los de sus amigos y vecinos) y sabrá que nadie –ni siquiera Donad Trump– debería tener el derecho de condenarlos a las llamas. ¿Qué han hecho ellos para acabar en un infierno en la Tierra.

2018 está en el horizonte*. Trabajemos por un tiempo mejor no por el final de los tiempos.

* La nota original en inglés fue publicada el 21 de diciembre de 2017.

Tom Engelhardt es cofundador del American Empire Project, autor de The United States of Fear y de una historia de la Guerra Fría, The End of Victory Culture. Forma parte del cuerpo docente del Nation Institute y es administrador de TomDispatch.com. Su libro más reciente es Shadow Government: Surveillance, Secret Wars, and a Global Security State in a Single-Superpower World


Esta traducción puede reproducirse libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, al traductor y Rebelión como fuente de la misma.

https://www.rebelion.org/noticia.php?id=235998



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