Expuesta a una vulnerabilidad ascendente y extrema, a la humanidad entera se le plantea actualmente resolver con diligencia y sensatez los graves problemas de contaminación ambiental causados -principalmente- por el sistema capitalista. Algo que no se podrá obviar aunque sus apologistas afirmen todo lo contrario. La prueba es el cambio climático (más bien, la catástrofe climática) que amenaza con barrer todo vestigio de vida sobre la Tierra. Esto, no obstante, es reiteradamente negado por sus principales beneficiarios -representados por las grandes corporaciones transnacionales que explotan recursos naturales de una diversidad de naciones y controlan a su antojo el mercado internacional capitalista- haciendo creer que todo ello es normal y es el precio que se ha de pagar para alcanzar y disfrutar las bondades del progreso.
Mientras algunos dirigentes políticos, algo más conscientes que otros, probablemente presionados por la opinión pública, consideran que sólo bastan algunas regulaciones acordadas por los gobiernos, al estilo del Protocolo de Kioto o la Convención sobre Cambio Climático, otros hacen gala de una completa ignorancia respecto a dicho tema, cuyo ejemplo más inmediato es el presidente Donald Trump. Posiciones que no ayudan a definir con mayor claridad el meollo de este delicado asunto, dejándolo en un segundo plano. En este caso, la solución implica una revolución en términos absolutos que transforme por completo el modelo civilizatorio actual, el cual -no está de más recordarlo- se basa en la lógica capitalista y crea un cúmulo de contradicciones y de relaciones de poder que pone en constante tensión a la mayoría de los ciudadanos, afectados, directa e indirectamente, por éste.
Tal como lo denota Win Direckxsens en La transición hacia el postcapitalismo: el socialismo del siglo XXI, “el incremento en la velocidad de la rotación del capital significa una intensificación en la explotación de recursos naturales. El ritmo de reproducción de capital supera cada vez más el ritmo de reproducción en la naturaleza. Esta tendencia se desarrolla a costa de la naturaleza y en detrimento del medio ambiente, algo que ya se manifiesta a gritos a partir de los años setenta”. Como se ve comúnmente en el caso de las naciones sudamericanas que comparten la variada y rica extensión territorial de la Amazonía (presevada desde hace siglos por los pueblos originarios que la habitan), la cual es blanco de la mirada codiciosa de las grandes corporaciones transnacionales por la biodiversidad y la gran porción de recursos minerales estratégicos que alberga, todos indispensables para la continuidad del estilo de vida consumista de Occidente, causante principal del alarmante deterioro medioambiental sufrido a escala mundial.
Para muchos analistas, la crisis económica a nivel global se revela paralelamente con la crisis ecológica suscitada, de un modo general y constante, por el capitalismo, lo que conduciría, a su vez, a entablar un serio cuestionamiento de lo que representa el modelo civilizatorio actual para la sobrevivencia de todo género de vida en la Tierra. Es vital comprender que el sistema capitalista es víctima de la paradoja de no poder no expandirse; es decir, si éste permanece estable, se estanca y muere, cuestión que no importara mucho si la misma no representara un holocausto general, de incalculables proporciones. Es imperativo que se geste cuanto antes una justicia social y ambiental en armonía con la naturaleza. No sólo en interés del beneficio humano. Hacen falta, por tanto, unas nuevas o renovadas cosmovisiones que hagan parte a los seres humanos de la naturaleza, de un modo similar a las observadas en todos los pueblos originarios que han mantenido un estrecho vínculo con su entorno, sin que ello se interprete como una regresión utópica automática sino como la necesidad de emprender un nuevo rumbo civilizatorio, diferente en mucho (o en todo) al existente.
Mientras algunos dirigentes políticos, algo más conscientes que otros, probablemente presionados por la opinión pública, consideran que sólo bastan algunas regulaciones acordadas por los gobiernos, al estilo del Protocolo de Kioto o la Convención sobre Cambio Climático, otros hacen gala de una completa ignorancia respecto a dicho tema, cuyo ejemplo más inmediato es el presidente Donald Trump. Posiciones que no ayudan a definir con mayor claridad el meollo de este delicado asunto, dejándolo en un segundo plano. En este caso, la solución implica una revolución en términos absolutos que transforme por completo el modelo civilizatorio actual, el cual -no está de más recordarlo- se basa en la lógica capitalista y crea un cúmulo de contradicciones y de relaciones de poder que pone en constante tensión a la mayoría de los ciudadanos, afectados, directa e indirectamente, por éste.
Tal como lo denota Win Direckxsens en La transición hacia el postcapitalismo: el socialismo del siglo XXI, “el incremento en la velocidad de la rotación del capital significa una intensificación en la explotación de recursos naturales. El ritmo de reproducción de capital supera cada vez más el ritmo de reproducción en la naturaleza. Esta tendencia se desarrolla a costa de la naturaleza y en detrimento del medio ambiente, algo que ya se manifiesta a gritos a partir de los años setenta”. Como se ve comúnmente en el caso de las naciones sudamericanas que comparten la variada y rica extensión territorial de la Amazonía (presevada desde hace siglos por los pueblos originarios que la habitan), la cual es blanco de la mirada codiciosa de las grandes corporaciones transnacionales por la biodiversidad y la gran porción de recursos minerales estratégicos que alberga, todos indispensables para la continuidad del estilo de vida consumista de Occidente, causante principal del alarmante deterioro medioambiental sufrido a escala mundial.
Para muchos analistas, la crisis económica a nivel global se revela paralelamente con la crisis ecológica suscitada, de un modo general y constante, por el capitalismo, lo que conduciría, a su vez, a entablar un serio cuestionamiento de lo que representa el modelo civilizatorio actual para la sobrevivencia de todo género de vida en la Tierra. Es vital comprender que el sistema capitalista es víctima de la paradoja de no poder no expandirse; es decir, si éste permanece estable, se estanca y muere, cuestión que no importara mucho si la misma no representara un holocausto general, de incalculables proporciones. Es imperativo que se geste cuanto antes una justicia social y ambiental en armonía con la naturaleza. No sólo en interés del beneficio humano. Hacen falta, por tanto, unas nuevas o renovadas cosmovisiones que hagan parte a los seres humanos de la naturaleza, de un modo similar a las observadas en todos los pueblos originarios que han mantenido un estrecho vínculo con su entorno, sin que ello se interprete como una regresión utópica automática sino como la necesidad de emprender un nuevo rumbo civilizatorio, diferente en mucho (o en todo) al existente.
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