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25 septiembre 2019

No tomarás el 155 en vano


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No cabe duda de que el conflicto catalán ocupará un lugar central en la campaña del 10-N. La sentencia del Supremo está al caer y los nervios empiezan a aflorar. Y, como era de temer, ya estamos de nuevo a vueltas con el 155. Para la derecha española, habría que aplicarlo de modo fulminante al primer amago de desacato por parte de la Generalitat. Para el independentismo, invocar ese artículo es como hablar de la soga en casa del ahorcado. Pero, de algún modo, unos y otros atribuyen a esa disposición constitucional unas virtualidades que no tiene.

El 155 no está pensado como el azote centralizador con que sueñan algunos, sino como “un remedio excepcional y subsidiario”, destinado a restablecer el normal funcionamiento del ordenamiento jurídico en una Comunidad Autónoma que se hubiese apartado de él. Por eso decía el Tribunal Constitucional en su sentencia del 5/07/2019 que la aplicación de dicho artículo debe ceñirse a un estricto límite temporal: “No cabe una suspensión general y permanente del régimen de auto-gobierno fundado en la Constitución y el Estatut, pues se contravendría el derecho a la autonomía que la Constitución garantiza”. De hecho, el artículo 155 es una copia casi literal del artículo 37 de la ley fundamental alemana. Se basa en la idea de “coerción federal”. Y tiene pleno sentido democrático en un Estado compuesto, al exigir que todos sus miembros, lands o comunidades, se atengan lealmente a las normas comunes y al interés general del país.

Naturalmente, el 155 no podía zanjar un conflicto institucional de la naturaleza del que se produjo durante el otoño de 2017, sin duda el más grave desde la transición. Nadie había imaginado una situación como la que se vivió el 6 y 7 de septiembre. Todavía andamos discutiendo acerca de su caracterización. Y hay que andarse con cuidado con las palabras, que pueden tener una definición académica o jurídica, pero que la vida carga de otro significado en la conciencia ciudadana. Con una larga historia de pronunciamientos y alzamientos militares, hablar de “golpe de Estado” en España trae a la memoria trágicos acontecimientos, cargados de violencia. Esa memoria subyace en la definición que el Código Penal hace del delito de rebelión –una figura que, para muchos, juristas o simples testigos de los acontecimientos, no se ajusta al comportamiento de los líderes independentistas. Sin embargo, si nos atuviésemos a la clásica definición de Hans Kelsen, que caracterizaba el golpe de Estado como “la modificación ilegítima de la constitución, o su reemplazo por otra, no efectuada conforme a las disposiciones constitucionales”, habría que reconocer que las “leyes de transitoriedad”, votadas por una mayoría independentista no cualificada, respondían perfectamente a ella. Aunque el mismo Kelsen definía también el Derecho como “un orden coercitivo del comportamiento humano”. Es decir, sin capacidad para obligar por la fuerza al cumplimiento de las nuevas leyes –algo que el independentismo nunca estuvo en medida de lograr y, por fortuna, ni siquiera intentó-, dichas normas no alcanzan vigencia alguna. De ahí que, refiriéndose a aquellas aciagas jornadas parlamentarias, algunos autores hayan hablado de “golpe posmoderno” (Daniel Gascón) o de “golpe parlamentario”.

El golpe de Estado no figura en nuestro Código Penal. En un entorno político sobrecalentado, cabe temer que, a la hora de juzgar tales hechos, se caiga en una suerte de “castigo por elevación”, asimilándolos a un delito de rebelión. Pronto veremos si el Supremo consigue salir airoso de su tarea. Y es que lo ocurrido los días 6 y 7 de septiembre fue algo absolutamente inédito en una democracia moderna: la mayoría anuló los derechos de la oposición –y con ello la representación y derechos de millones de ciudadanos– y abolió las leyes que legitimaban a la propia institución autonómica. El independentismo sólo quiere hablar del 1-O y de las violentas e injustificables cargas policiales. Pero la épica de octubre no puede ocultar el grave quebranto de la democracia en septiembre, ni la herida que abrió en la sociedad catalana.

Un conflicto de tal gravedad no puede ser resuelto por la intervención gubernamental de la autonomía. Rajoy dejó que el problema se enquistara sin tratar de reconducirlo políticamente, mientras el “procés” iba quemando etapas hasta desbordarse. La solución de la cuestión catalana, entendiendo por tal un pacto renovado de convivencia, requerirá sin duda una compleja secuencia de cambios legislativos de carácter federal, incluidas modificaciones de la propia Carta Magna. La propia aplicación del 155 da fe de ello. Si este artículo se inspira en la constitución federal alemana, nuestro Senado no es, como el Bundesrat, una auténtica cámara de representación territorial. Al contrario, su sistema de elección propicia situaciones en que la mayoría absoluta del partido gubernamental hace del Senado una caja de resonancia de la voluntad del ejecutivo. Lejos de ser un contrapeso de las autonomías frente al poder del gobierno central, aparece como su instrumento. Una reforma federal de la Constitución tendrá su piedra angular en la transformación del Senado en una instancia que reúna a los representantes de las comunidades federadas –o directamente de sus gobiernos, si siguiésemos inspirándonos en el modelo alemán.

Algunos de quienes entonces nos opusimos a la aplicación del 155 lo hicimos desconfiando de un PP que arrastraba una enorme responsabilidad en la crisis, al tiempo que interpelábamos al PSOE acerca de su capacidad para modular y acotar aquella inédita intervención de las instituciones catalanas. Entre otros posibles estragos, temíamos las afectaciones que sobre el gasto social de la Generalitat pudiese tener, de prolongarse, una gestión burocrática sobrepuesta desde Madrid. (Ver vídeo). Al final, Rajoy optó por una acción rápida, deponiendo al gobierno en pleno, disolviendo la cámara autonómica y convocando de inmediato elecciones.

Vale la pena recordar todo eso porque, al coincidir en el tiempo, se asocia el 155 con las acciones penales emprendidas contra los dirigentes del “procés”. Y son dos cosas muy distintas. Una vez más, los discursos de la derecha española pidiendo “un 155 permanente” –pretensión, como hemos dicho, totalmente inconstitucional– se retro-alimentan con el relato independentista que denuncia en dicho artículo una máquina de guerra contra las libertades catalanas. Aunque distorsionada por lo envenenado del conflicto, la función constitucional del 155 es, muy al contrario, la de restaurar el ordenamiento autonómico. No nos cansaremos de recordar que la “Ley fundacional de la República” dibujaba un régimen autoritario, netamente regresivo en materia de garantías democráticas.

La izquierda alternativa, todo hay que decirlo, contribuye bastante a esa confusión. Decir, como Ada Colau, que “nunca formaremos parte de un 155” no significa nada: el 155 no es ninguna coalición. Como tampoco está acertado Pablo Iglesias cuando, corrigiendo unas declaraciones en que se decía dispuesto a admitir su aplicación si estuviese en un gobierno de coalición, afirma rotundamente que el recurso al 155 es en todo caso “inaceptable”. Sería bueno aclarar el mensaje a las puertas de unas nuevas elecciones. No. El problema no radica en el 155, sino en la necesidad de abrir una perspectiva al conflicto territorial. Y eso empezará por abordar con serenidad el escenario que dibuje la sentencia. Habrá que reconducir tensiones y, sin duda, atender a las situaciones penales de dirigentes cuya participación en una solución dialogada resulta indispensable.

Pero la convivencia requiere que los derechos de toda la ciudadanía sean respetados. El independentismo no puede repetir la tropelía que cometió en septiembre de 2017. Fueron muchas personas, singularmente entre las clases populares, las que se sintieron agraviadas y expulsadas de la catalanidad. La izquierda no debería denostar las leyes, si no quiere dar a entender que sería admisible “volver a hacerlo”.



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