«Guárdate tu miedo y tu ira, porque hay libertad, sin ira libertad. Y si no la hay, sin duda la habrá.»
(Libertad sin ira. Jarcha, 1976)
«De lo único que debemos tener miedo es del propio miedo»
(Franklin D. Roosevelt: Discurso de las cuatro libertades, Debate del estado de la Unión de 1941)
Ya está constituido el dichoso gobierno de coalición. Se ha iniciado, por tanto, la cuenta atrás para que tenga lugar el apocalipsis español, la destrucción de la democracia en nuestro país; España se va a romper. Este es el mensaje de muchos desde tribunas políticas y mediáticas. El exmilitar ahora dirigente de Vox en Mallorca Fulgencio Coll expresaba en los días de debate de la investidura su fuerte preocupación por que Pedro Sánchez alcanzara un acuerdo con ERC. «Aún se puede evitar el suicidio de un gran país», llegó a declarar al tiempo que advertía de que Sánchez había traspasado «todas las líneas rojas» y manifestaba su esperanza de que «no haya tragedias en forma de paro y crisis». El cardenal arzobispo de Valencia, Antonio Cañizares, pidió hace unas semanas «orar por España» ante la situación «de verdadera emergencia». Son exponentes representativos de lo que se podría catalogar como discurso del miedo.
Siendo testigo de todo este comportamiento, en el que se abusa de un alarmismo rayano en la histeria, no puedo evitar acordarme de lo que se decía cuando el PSOE ganó por primera vez las elecciones generales con una sobrada mayoría absoluta el 28 de octubre de 1982 (a este respecto puede ser de interés un artículo de hace años del historiador Sergio Gálvez Biesca titulado La campaña del miedo: el papel del ABC en las elecciones de octubre de 1982, disponible para su lectura en internet). Ciertamente el ambiente social era bien distinto y había tantas ganas de cambio e ilusión que el discurso de miedo de entonces, basado de modo parecido al actual en –digamos– el terror rojo, no caló en la opinión pública tanto como parece estar haciéndolo en estos días. (De paso recordemos que el miedo al socialismo fue la palanca de la que se sirvió el genuino fascismo, el italiano de Mussolini –él mismo socialista revolucionario en su juventud–, para abducir la voluntad general de su país).
La opinión pública actual, tal y como aparece plasmada en una reciente encuesta publicada por el diario El País, muestra una evidente división en la ciudadanía entre los votantes de la así llamada izquierda y los de los partidos de derecha. Más del ochenta por ciento de los votantes tanto de Ciudadanos, PP y Vox valoran negativa o muy negativamente el Gobierno de coalición; por contra, prácticamente los mismos porcentajes expresan la valoración en este caso positiva o muy positiva de quienes votaron a PSOE y Unidas Podemos.
Tengo la sensación de que no es casualidad que nuestro cine patrio haya producido a finales del recién concluido año dos excelentes películas que evocan el siniestro fantasma de la guerra civil; me refiero a Mientras dure la guerra de Alejando Amenábar y La trinchera infinita de Jon Garaño, Aitor Arregi y José María Goneaga. Las dos, por cierto, narran el destino de dos personas que realmente existieron y vivieron el desgarro de una convivencia que dejó de poder ser en paz, personas que terminaron por ser víctimas de una polarización que las acabó arrastrando al abismo insondable del odio sectario.
Miedo y odio y mucha, mucha sinrazón. Sentimientos de un poder corrosivo sin límite para una democracia que quiera ser útil con vistas a garantizar a cada ciudadano las condiciones que le posibiliten su personal búsqueda de la felicidad, esa idea que apareció en la Constitución norteamericana inspirada directamente por el ideal ético de la Ilustración, y que constituye el pilar de la moderna democracia liberal, hasta entonces mera utopía. Ya expuse en mi último artículo, que titulé precisamente Con razón y sin razón en democracia, que el conocimiento de nuestra naturaleza, de cómo funcionan nuestras pulsiones irracionales, componentes sustanciales de nuestro psiquismo, debe llevarnos a velar por que las condiciones en las que se desenvuelva nuestra convivencia en democracia sean las más favorables para evitar todo lo posible los enfrentamientos pasionales y favorecer la práctica del diálogo razonable.
A la vista de lo ya referido sobre la coyuntura política de nuestro país no puedo por menos que sentir preocupación por la retórica promovida por portavoces de partidos y medios conformadores de opinión pública. Y creo que no es injustificada mi preocupación cuando personas que han mostrado moderación y talante dialogante y razonable se ven abocados a cesar en su actividad política. Es el caso, conocido hace unos días, del ya expolítico vasco del PP Borja Sémper. En la rueda de prensa en la que confirmó su decisión declaró: «Me incomoda mucho un clima de confrontación permanente en la política. Tengo la amarga sensación de que la política transita por un camino poco edificante. Convendría prestigiarla y que vuelva el respeto». Llamó a cuidar tanto el fondo como la forma en la retórica política y recordó lo que en democracia supuestamente no habría que explicitar porque, en teoría, se cuenta entre sus virtudes, y es que «un partido político no es una secta», aunque en la práctica tenemos muchas evidencias de lo contrario.
Esto lo dice un hombre con una carrera política de tres décadas buena parte de la cual se desenvolvió en un clima de odio y de miedo, el del País Vasco del terrorismo etarra, acusado no hace mucho por la portavoz de su partido de haberse moderado, o sea, de ser blando con sus adversarios. Lástima que no haya más blandos como él, más políticos dialogantes y razonables, conscientes de la enorme importancia que tiene la clase de retórica que deciden practicar, que tiene un efecto sobre la atmósfera intelectual, moral y emocional que envuelve a toda la ciudadanía en su convivencia diaria y que puede incidir decisivamente en las actitudes con las que se afrontan los inevitables conflictos a los que una sociedad plural y diversa como es la nuestra necesariamente se ha de enfrentar.
En estos momentos, en esa atmósfera que todos respiramos y que posee gran poder de contagio, predomina la emotividad sobre la racionalidad, un discurso de la indignación, una indignación irreflexiva con raíces en el sectarismo y que alimenta y se retroalimenta de la confrontación social y el tribalismo. A todo ello se da pábulo mediante esas profecías apocalípticas, en las que se mezclan el miedo a la pobreza, a la pérdida de identidad nacional o religiosa, a que la sociedad en que vivimos se desplome.
Cuando más necesitamos de la cooperación de todos, que exige un entendimiento racional, adoptan nuestros representantes políticos, al menos en una parte decisiva, la actitud sectaria, y la retórica predominante en el foro político se llena de agravios y desagravios, plagada como está de expresiones como «líneas rojas» y «cordones sanitarios», que tienen connotaciones que implican reacciones primarias como el rechazo y la repugnancia y que nos empujan por la pendiente resbaladiza que conduce directamente a las trincheras.
Hace tiempo ya que escribí sobre dos formas de vivir la democracia: la romántica y la ilustrada . La primera predomina actualmente por todo lo expuesto hasta el momento, por el auge de esa retórica de la emotividad, que tiene puesta –como escribió la periodista Soledad Gallego-Díaz hace más de una década– la razón contra las cuerdas. Ya expliqué en mi anterior artículo que se ha de conocer cómo funciona nuestra psique si se le quiere dar una oportunidad a la lógica. Por eso, nuestros responsables políticos, a no ser que estén peleados con la inteligencia, harían muy bien en adoptar la templanza como su virtud ejemplar contagiando así la atmósfera que respira toda la ciudadanía con aires más propicios para el entendimiento. Nuestra política, pues, requiere menos pasión y más método y sosiego.
Pero no es por esta senda, que a fin de cuentas es la racional y la razonable, es decir, la apropiada para que la razón discurra, por la que transita la cosa pública. Ésta más bien es zarandeada por las tensiones generadas por lo que parece según todos los indicios una creciente polarización política, que se correlaciona con una creciente desigualdad y, aparentemente, con una también creciente ideologización de la opinión pública.
Soy consciente de que la racionalidad es un ideal, no un don dado a los hombres por Dios o por la naturaleza. También critiqué en mi anterior artículo ese prejuicio tan filosófico que llamé fantasía racionalista consistente en la creencia según la cual lo que define al ser humano es la razón. La realidad es muy otra a la luz de la investigación psicológica de los últimos años de la cual es una muestra lo que encontramos en el libro de Jonathan Haidt titulado La mente de los justos. Al hilo de la exploración de las raíces psíquicas de nuestro comportamiento moral así como de nuestras tendencias políticas el autor –mire usted por dónde– denuncia la polarización que ha experimentado en los últimos tiempos la política norteamericana. (En todos los sitios cuecen habas, que diría el castizo.)
En un epígrafe que titula de forma bastante elocuente «Hacia una política más cívica» (p. 438), Haidt denuncia el maniqueísmo creciente que invade las instituciones democráticas de Washington desde 1990 y que ha intoxicado su atmósfera con una acritud que tiene como efecto el estancamiento a la hora de buscar soluciones de compromiso a los problemas que afectan a la ciudadanía. Según él, esa polarización de la clase política es trasunto de la de la sociedad. «La tecnología y el cambio en los patrones residenciales –asegura– nos han permitido a cada uno de nosotros aislarnos dentro de burbujas de individuos con ideas afines» (p.440). No creo que sea casualidad que la imagen de la burbuja sea también la escogida, ya hace algunos años, por el también norteamericano Eli Pariser a la hora de valorar la evolución que ha experimentado la implantación de internet y, particularmente, de las redes sociales, en el tejido de la comunidad. Su libro, The filter bubble (El filtro burbuja en su versión en castellano), señala los riesgos que para la salud democrática presentan ciertos aspectos técnicos de la conformación que ha ido adoptando la red de redes. (Para más sobre esta cuestión, léanse mis artículos El secuestro de la mente y la paradoja de internet y Posverdad, transparencia y personalización en internet.)
En su libro titulado La verdad de la tribu, publicado el año pasado, el joven periodista Ricardo Dudda, llama la atención sobre la noción de corrección política a la que él encuentra múltiples aristas y contradicciones. Una idea que es ya –como creencia en el sentido que definió Ortega y Gasset– un elemento constitutivo de la atmósfera intelectual, moral y política que todos respiramos, y que está en el origen de cierta autocensura que ya empiezan a reconocer, entre otros comunicadores, los humoristas. Dudda lo expresa así: «En nombre de una supuesta pluralidad o tolerancia hacia las minorías, muchos de los defensores de la corrección política acaban proponiendo un modelo de sociedad muy cerrado, limitado y compartimentado. El impulso es a veces autoritario: lo que defendemos es innegociable, y no se puede debatir sobre ello. (...) Hay temas que no pueden cuestionarse, y quien los cuestiona es rápidamente etiquetado como intolerante» (p. 16). A este respecto, sirva como muestra el caso del autobús del sexo de la asociación Hazte oír (léase mi artículo El autobús del sexo o la teoría mamawawa) cuya presencia fue vetada en algunos municipios en un evidente acto de censura e intolerancia justificado, paradójicamente, en la defensa de la tolerancia hacia la diversidad sexual. Pero estas actitudes de rechazo, que adoptan formas dogmáticas pues no admiten discusión, se sustentan en la mentalidad tribal de determinadas comunidades que se ven a sí mismas como virtuosas. Aquí afloran de nuevo esos reflejos morales de los que da cuenta la psicología que nos explica el aludido Jonathan Haidt y que disparan lo que él denomina «el interruptor de colmena».
En nuestras modernas democracias liberales todo ello se traduce en la política de la identidad o, si se prefiere, en el tribalismo político, seguramente la versión más potente del sectarismo político que ha llevado al mencionado Borja Sémper a abandonar la vida pública. Esa política, según indicios que no se deben soslayar, va acompañada de una creciente compartimentación de la sociedad. En esta coyuntura tiene sentido que la libertad de expresión, particularmente el debate sobre los límites del humor y de la expresión artística, sea uno de los asuntos más polémicos en los foros de opinión pública. La estructura de burbuja que adopta la circulación de ideas revela un cuadro fuertemente polarizado. El opinante sabe que dentro de su burbuja, al amparo del consenso unánime, de «los suyos», nada ha de temer; y que desde su trinchera puede disparar a placer a «los otros», que por supuesto están equivocados y son moralmente perversos. La libertad de expresión queda así capitidisminuida, pues justamente donde demuestra su vigor es en aquellas situaciones en las que no existe consenso entre los opinantes, pero la discrepancia no es objeto de virulento anatema. Que lo contrario pueda darse en una cena navideña puede no tener mayor trascendencia, pero que ello se convierta en crónico en la familia política sí que la tiene.
Se ha proclamado desde muy diversas y cualificadas tribunas, que nuestro país (y diría que el mundo en su totalidad) ha menester de la toma de decisiones y de proyectos que permitan afrontar inteligentemente los retos que el cada vez más acelerado devenir histórico nos impone. Hay paleoantropólogos que nos aportan indicios suficientes para pensar que lo que permitió que homo sapiens saliese adelante en términos evolutivos fue su notable capacidad de cooperación. La cultura –y la política es un producto cultural– puede potenciar artificialmente nuestras potencialidades naturales o bien estrangularlas.
Entiendo que el esencialismo identitario reduccionista, aliado del tribalismo político, no contribuye a que esa capacidad filogenética para cooperar se active. Hay que superarlo mediante la introducción en la atmósfera intelectual, moral y política de un pensamiento que convierta en creencia asumida la evidente complejidad de las identidades, contribuyendo así al socavamiento de las trincheras. Ese pensamiento debe destacar el hecho cierto de que nadie es sólo y de una pieza de derechas o de izquierdas, homosexual o heterosexual, cisgénero o transgénero, autóctono o extranjero, o cualesquiera otras dicotomía antitéticas imaginables que tanto abundan en la retórica de la animadversión, y que asume irracionalmente el dogma según el cual si no estás con nosotros, estás contra nosotros. Como escribió el filósofo político Michael Oakeshott el siglo pasado según cita Dudda en su libro: «Pero la identidad de un hombre (o la de una comunidad) no es más que una repetición de contingencias, cada una a merced de las circunstancias y significativa en proporción a su familiaridad. La identidad no es una fortaleza en la que nos podamos refugiar» (p. 204).
De modo que un ciudadano español que es políticamente conservador y católico también puede darse el caso que sea homosexual y que sea padre y que viva en un pequeño pueblo en el que quiere criar a sus hijos y que desee que la única escuela que existe en su entorno de vida cotidiano permanezca abierta; y frente a la amenaza de que sea cerrada por decisión política coopere con una vecina inmigrante, madre, heterosexual y feminista de izquierdas y atea, pero que persigue lo mismo que su paisano, una vida buena. Semejanza fundamental por encima de todas las diferencias contingentes cuando se trata de lo que verdaderamente importa.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS:
- DUDDA, RICARDO: La verdad de la tribu. Debate. Narcelona, 2019.
- HAIDT, JONATHAN: La mente de los justos. Ediciones Deusto SA. Barcelona, 2019.
https://www.rebelion.org/noticia.php?id=264777
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