Dicen por ahí los entendidos en la materia que los gobiernos de izquierdas son malos para los intereses económicos del capitalismo. La cosa no está tan clara, al menos visto el asunto desde la heterodoxia. Si fuera cierto, las izquierdas no tomarían el poder, porque habría veto por parte del empresariado capitalista y, pese a los malos augurios, resulta que se las permite acceder al poder en los países avanzados. La ortodoxia conservadora invoca algunos aspectos de su actuación para justificar lo que ya es un tópico, como que son dadas a cargar de impuestos a la ciudadanía y se muestran proclives al despilfarro, invocando una redistribución más justa de la renta. Pese a todo, no supondría obstáculo alguno para el normal desarrollo de la doctrina capitalista dominante. En especial, el despilfarro público viene bien a las empresas, porque contribuye a que el dinero de los consumidores circule alegremente, y eso agrada al mercado. Lo que luego suceda es lo de menos para aquellas. A la subida de impuestos, los paganos de a pie se acostumbran. Pudiera ser un inconveniente para algunas empresas, pero para aliviarlo ahí están, por ejemplo, la ingeniería fiscal y la deslocalización.
Los efectos positivos del despilfarro en las economías de las empresas es evidente porque anima el consumo en general. Baste observar que, si se reparte el pastel con prodigalidad entre la gente, el dinero corre con fluidez y se dirige a su punto de destino. En el mercado coinciden todos. El que no tenía un céntimo, se gasta lo que le llega de la ayuda pública como si fuera el moderno maná y, el otro, para que no se lo coma la inflación. El ambiente general se anima por efecto del dinero bobo, con lo que casi todos se sienten contentos y los consumidores se muestran confiados, gastan los ahorros y se endeudan hasta las cejas.
Se afirma que con impuestos elevados no se invierte y si hay que pagar sueldos altos tampoco, pero eso es si no se aprecia negocio a la vista. Sin acudir a soluciones sofisticadas y yendo a lo habitual, o bien aprovechando para acudir a lo que salga, está claro que las subidas de sueldos e impuestos, en el caso de las empresas, quien va a pagarlos es el consumidor. Este, aunque le aumenten los precios, es muy probable que no se retraerá de consumir y, si lo hace, es algo temporal y no será por ese motivo, sino porque el producto, víctima de la moda o la tecnología, se ha quedado rezagado. En realidad las que se ven afectadas son aquellas empresas que se duermen en los laureles, mientras que las que innovan, con impuestos altos o sin ellos, salen a flote y vuelan a la estratosfera. Lo que quiere decirse es que fundamentalmente el tema de los impuestos no afecta a la realidad última del capitalismo, porque sus seguidoras disponen de recursos para esquivarlos. Tal vez alguna empresa entre en quiebra, pero su lugar lo ocupará otra mejor preparada para que lo esencial del negocio continúe, ratificándose aquello de la destrucción creativa schumpeteriana.
En ese ambiente de euforia de las llamadas políticas sociales, favoritas de la propaganda de las izquierdas, o, si se quiere, de café para todos, hay algo que preocupa a los agoreros. En último extremo anuncian que se puede ver afectado el orden, que es asunto clave en toda organización social. Tampoco aquí parece haber problema alguno. La época de las revoluciones utópicas ya ha pasado, porque las masas solo entienden el lenguaje del bienestar y el dinero fáciles, y en tanto las elites los procuren es indiferente quien se suba al carro del poder. En este punto cualquier partido político sabe jugar sus cartas para no soliviantar en exceso al personal. Está claro que hoy, gobierne quien gobierne, al estar todo debidamente encarrilado, basta con no plantear problemas graves al empresariado, jugar a la democracia al uso, mantener fidelidad al Estado de Derecho y taparlo todo con el suave manto de la apariencia. Así pues, siguiendo las líneas marcadas por el sistema capitalista, el orden legal estará garantizado.
Para satisfacer a las gentes, en estos tiempos es mejor dejar que en el ambiente flote la idea de libertad y que la mayoría se lo crea. Con las izquierdas, el orden desde la perspectiva de la libertad ilusionante resulta atractivo. Además la suele adornar con dosis de progreso social, porque la vestimenta progresista resulta ser también un buen adorno. Es básico a estos efectos procurar entretenimiento a las masas, hay que animar el espectáculo permanentemente para que no se aburran, porque si esto sucede tal vez algunos se entretengan en pensar por su cuenta.
Pese a que se diga que el dinero busca la estabilidad conservadora, porque no le gusta el riesgo, cuando todo está calculado, este suele ser mínimo. Por eso las izquierdas no asustan al empresariado dado que están bajo control, incluso se siente cómodo con ellas, pero no quiere que se sepa. Las buenas vibraciones que suele procurar el espectáculo de izquierdas, pese al efecto contrario de la incertidumbre económica, produce cierta euforia entre las masas. Lo importante es que directa o indirectamente anima a gastar tanto lo que se tiene como lo que no se tiene, y eso es lo que importa. De manera que el ahorro conservador en esos momentos carece de sentido, salvo para los prudentes, y así el dinero de los consumidores pasa de buen grado a las empresas. Cuando lleguen a entender que la cosa no va tan bien como pintan, vendrán las lamentaciones, pero en todo caso el capital saldrá indemne de la experiencia.
Por tanto, parecería oportuno desmontar el tópico del supuesto mal hacer de los gobiernos de izquierdas, al menos para con los intereses del empresariado. En lo fundamental cualquier ideología que engatuse al personal sirve, aunque unas más que otras. Basta con que el auditorio se entusiasme y esté entretenido. El signo de las ideologías que tomen el poder hace tiempo que es indiferente. Lo determinante es que todo esté bajo control y nada se mueva a nivel global sin el beneplácito del dinero. De ahí que, para aclarar las cosas, sería oportuno tener en cuenta que ningún gobierno de izquierdas o de derechas llega al poder, pese a lo que digan las urnas, sin contar con la aprobación de la elite del capitalismo.
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