El legado indeleble de Guantánamo
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Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández
El centro de detención en la Bahía de Guantánamo, Cuba, abrió sus puertas en enero de 2002 a los primeros 20 detenidos de la guerra contra el terrorismo. En cuestión de 100 días llegarían 300 más, a menudo encapuchados y con aquellos infames monos naranjas, y eso sería solo el principio. En el momento álgido, la población del centro aumentaría hasta casi 800 presos de 59 países. Dieciocho años después, todavía retiene a 40 de esos prisioneros, la mayor parte de los cuales permanecerá sin duda allí, sin cargos ni juicio, para el resto de su vida. (Eso puede suceder también con los cinco cuya liberación se ordenó hace más de una década). En 2013, la periodista Carol Rosenberg los etiquetó sagazmente como “presos de por vida”. Y esos detenidos no son el único legado perdurable de la Bahía de Guantánamo. Gracias a ese campo de prisioneros, nosotros, como país, hemos llegado a entender aspectos de la ley y la política en formas tales que podrían también representar “cambios para siempre”.
Expongo a continuación ocho formas con las que las políticas tóxicas de esa instalación fuera de nuestro territorio han ido contaminando las instituciones estadounidenses, nuestras leyes y nuestras costumbres a lo largo de los años transcurridos desde 2002:
Detención indefinida: El primer elemento en cualquier lista de los frutos de Guantánamo tendría que ser la categoría “detención indefinida”. En el contexto de las leyes de Estados Unidos y hasta el lejano enero de aquel año, la noción era extraña y prohibida a la vez. La detención sin cargos ni juicio estaba prohibida de facto en virtud del derecho a un debido proceso contenido en la Quinta Enmienda, una realidad que se había venido honrando desde la fundación de la República. Aunque a los detenidos se les otorgó finalmente el acceso a abogados y el derecho a que se revisaran sus casos, solo un puñado de ellos ha podido hacer realidad el derecho a ser acusado o a ser liberado.
La detención indefinida que comenzó en la Bahía de Guantánamo ha generado ahora su imagen especular en los campamentos para inmigrantes indocumentados (y sus hijos) a lo largo de la frontera mexicana de Estados Unidos. Hay diversos elementos allí que parecen copias al papel carbón de Guantánamo: jaulas de alambre al aire libre, guardias armados y maltrato físico de migrantes y solicitantes de asilo, tanto adultos como niños. En la Bahía de Guantánamo el gobierno no empezó a distinguir entre menores y adultos hasta años después de que se abriera la instalación, otro ejemplo de una política impulsada por Gitmo que antes era inconcebible en el sistema legal estadounidense. De alguna manera, la situación en la frontera puede ser realmente aún peor, ya que los detenidos allí se encuentran en condiciones insalubres con apenas acceso a la atención médica.
Y aquí hay otro aspecto en el que la frontera está superando a Guantánamo. El gobierno debe permitir que el Comité Internacional de la Cruz Roja acceda a sus instalaciones de detención en tiempos de guerra, por lo cual las condiciones médicas y de salud en Gitmo pudieron monitorizarse y mantenerse a un nivel relativamente decente una vez que terminaron esos tres meses iniciales de jaulas al aire libre. Sin embargo, en los centros de detención fronterizos, los niños tienen que permanecer con pañales sucios, alojados junto a sus madres y padres con temperaturas heladoras y en situaciones parecidas a las de una cárcel, negándoseles el acceso a una atención médica adecuada, incluidas las vacunas.
Un nuevo lenguaje legal con el objetivo de eludir la ley: Desde el principio en Guantánamo se desafió el lenguaje normal de la ley y la democracia. No podía llamarse “prisioneros” a los allí detenidos, ya que entonces tendrían que ser considerados “prisioneros de guerra” y, por lo tanto, estarían sujetos a las protecciones de los Convenios de Ginebra. Las jaulas y los complejos carcelarios prefabricados posteriores (transportados desde Indiana) no podían etiquetarse como “prisiones” por la misma razón. Así pues, el gobierno se inventó un nuevo término, “combatiente enemigo”, derivado de “beligerante enemigo ilegal”, que tenía legitimación legal. El propósito, por supuesto, era crear una categoría legal completamente nueva que, al igual que la prisión más allá de las fronteras, fuera inmune ante las leyes existentes, estadounidenses o internacionales, relativas a los prisioneros de guerra.
Esta evasión de la ley no solo ha persistido hasta el día de hoy, sino que se ha infiltrado en otras áreas de la política exterior de Washington. Recientemente, por ejemplo, los abogados de la administración Trump invocaron el término “combatiente enemigo” para justificar el asesinato con drones del general iraní Qassem Suleimani en Iraq. Mientras tanto, en la frontera, los solicitantes de asilo se han transformado en “inmigrantes ilegales” y, sobre esa base, se les han denegado derechos esenciales.
Cobertura legal: Mientras iba institucionalizándoe un nuevo lenguaje, el Departamento de Justicia ofreció su propia versión de cobertura legal. Su Oficina de Asesoría Jurídica (OLC, por sus siglas en inglés) se enroló para proporcionar justificaciones legales, a menudo secretas, para las políticas subyacentes a lo que entonces se llamaba la Guerra Global contra el Terror. La OLC idearía, de hecho, una lógica disparatada para muchas políticas de esa guerra anteriormente prohibidas, sobre todo para los programas de tortura e interrogatorio de la CIA cuyas “técnicas de interrogatorio mejoradas” se utilizaron en los “sitios negros” (o prisiones secretas) de la Agencia por todo el mundo con varios detenidos de alto perfil que luego fueron enviados a Guantánamo.
Antes del 11 de septiembre, pocas personas de fuera sabían de la existencia de la Oficina de Asesoría Jurídica. Sin embargo, en los años transcurridos desde entonces, se ha convertido en el departamento de referencia de la Casa Blanca para “opiniones” legales retorcidas, a menudo secretas, destinadas a justificar acciones del ejecutivo previamente cuestionables o no autorizadas. De forma notoria, los memorandos de la OLC justificaron “asesinatos selectivos” por aviones no tripulados de figuras clave en grupos terroristas, incluido un ciudadano estadounidense. Recientemente, por ejemplo, se ha utilizado esa oficina para explicar una serie de cuestiones, incluyendo por qué no se puede acusar a un presidente en ejercicio (ver: ex asesor especial Robert Mueller) o la concesión de inmunidad absoluta a los funcionarios de la Casa Blanca para que puedan eludir citaciones para testificar ante el Congreso (ver: audiencias de impeachment en el Congreso). Y como cualquier memorando de la OLC puede mantenerse en secreto, ¿quién puede saber, por ejemplo, si se escribieron o no memorandos legales similares para cubrir actos como el reciente asesinato del general Suleimani?
Marginación y destitución de profesionales: Desde su inicio, los supervisores de Guantánamo fueron apartando a los profesionales o funcionarios gubernamentales que se interpusieron en su camino. Cabe destacar que el entonces secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, nombró a una serie de individuos para que dirigieran Guantánamo y le informaran directamente a él en lugar de pasar por cualquier cadena de mando preexistente. De ese modo eliminó eficazmente a quienes contradecían sus órdenes o las políticas establecidas bajo su mando, incluyendo, por ejemplo, que los prisioneros en huelga de hambre debían ser alimentados a la fuerza.
En la era de Trump, esta aversión a los profesionales se ha extendido por muchas agencias y departamentos del gobierno. Lo que ocurre ahora es que, a menudo, esos profesionales se van por decisión propia. El Departamento de Estado, por ejemplo, ha disminuido de tamaño de forma ininterrumpida desde que Donald Trump asumió el cargo, ya que aquellos que no estaban de acuerdo con las políticas administrativas se marcharon o dimitieron en cifras significativas. Del mismo modo, en el Pentágono, y a un ritmo constante, los funcionarios dimitieron o acabaron despedidos a causa de los desacuerdos políticos.
La utilización de las fuerzas armadas para operaciones de detención: En el otoño de 2002 el general Tommy Franks, jefe del Comando Central de Estados Unidos, se quejó a Rumsfeld de que se estaba desaprovechando a sus tropas para dedicarlas a operaciones de detención. Cientos de prisioneros habían sido capturados en la invasión de Afganistán que comenzó en octubre de 2001, pidiéndose al personal del ejército que sirvieran como guardias en los centros de detención establecidos en las nuevas bases militares estadounidenses en aquel país. Aunque muchos de esos detenidos serían trasladados posteriormente a Guantánamo, el ejército no se libró de esa tarea. Una fuerza de trabajo conjunta de sus cuatro ramas se desplegaría en Guantánamo para servir como guardias para los detenidos que iban llegando. Algunos de ellos insistieron en que no era una tarea para la que estaban preparados, que su servicio anterior en las brigadas militares como vigilantes del personal de servicio que hubiera violado la ley no era una preparación adecuada para custodiar a los prisioneros procedentes del campo de batalla. Pero fue en vano.
Hoy, ese ejército se ha desplegado de forma similar en la frontera sur en apoyo de las operaciones de detención que allí se llevan a cabo, una presencia constante de más de 5.000 soldados desde los primeros días de la presidencia de Trump, incluido el personal militar en servicio activo y la Guardia Nacional. Según la ley de EE. UU., el ejército no está autorizado para aplicar la ley nacional. Una carta de 30 miembros del Congreso al Inspector General Adjunto del Pentágono, Glenn Fine, señalaba: “El ejército no debería tener ningún papel en la aplicación de la ley nacional, por lo que el despliegue de tropas de Trump en la frontera sur corre el riesgo de erosionar las leyes y normas que han mantenido en esferas separadas la aplicación de las leyes militares y el derecho interno”. Fine está revisando ahora ese despliegue, pero quién sabe cuándo (o incluso si) verá la luz del día.
Secretismo y retención de la información: En lo referente a Guantánamo, los funcionarios del Pentágono que hablaban del número de detenidos allí ofrecían por lo general solo aproximaciones en vez de cifras específicas, tampoco mencionaban los nombres de los prisioneros. Se mantenía normalmente a los periodistas alejados de las instalaciones y estaba prohibido que hicieran fotografías. Mientras tanto, una capa de secretismo cubría el trato previo dado a esos detenidos, muchos de los cuales habían sido sometidos a abusos y torturas en los sitios negros donde habían estado recluidos antes de ser trasladados a Gitmo.
Actualmente, en la frontera, la política hacia los periodistas, infamemente llamados por este presidente “los enemigos del pueblo”, está siendo un claro fruto del estilo Gitmo. Se ha retenido la información y se han hecho esfuerzos para mantener a los periodistas y fotógrafos fuera de los campos de detención fronterizos. Las peticiones que se han presentado, en virtud de la Ley de Libertad de Información Periodística, han sido a menudo los medios singulares por los cuales el público ha conseguido tener alguna idea acerca de las políticas fronterizas del gobierno. Incluso se ha negado el acceso en los centros de detención a los miembros del Congreso, mientras que la Agencia de Aduanas y Protección Fronteriza de EE. UU. no ha sido capaz de llevar a cabo una recogida de datos que permita a las familias migrantes reunirse o permitir que cualquier agencia de supervisión determine con precisión el número de detenidos, en particular de los niños.
En el escenario bélico persiste un secretismo similar. Solo este mes, por ejemplo, la administración se negó a presentar ante Congreso (y menos aún ante el público) alguna evidencia de su afirmación de que el general iraní asesinado por un dron representaba una amenaza inminente para los Estados Unidos y sus intereses.
Desprecio por el derecho y los tratados internacionales: La administración del presidente George W. Bush, al tildar la Convención de Ginebra de “pintoresca” y “obsoleta” como parte de su justificación para la detención y el reclusión de prisioneros en la guerra contra el terrorismo, empezó a socavar constantemente la adhesión de Washington a los tratados y convenios internacionales de los que anteriormente había sido tanto parte firmante como principal fuerza moral. Y lo que siguió fue, por ejemplo, una contravención de la Convención contra la Tortura, tanto en el programa global de torturas de la CIA como en la aquiescencia de Washington ante el maltrato de los detenidos entregados a otros países.
La falta de respeto por las obligaciones del tratado y por la santidad de la cooperación internacional en asuntos que afectan a la paz, la salud y la armonía mundiales no ha hecho más que extenderse estos años con las decisiones de la administración Trump de retirarse de los acuerdos y tratados de diversos tipos. Entre estos se incluyen: el acuerdo climático de París, el acuerdo nuclear con Irán y los tratados de armas nucleares de la era de la Guerra Fría con Rusia (el acuerdo de las Fuerzas Nucleares Intermedias del año pasado y, más recientemente, el hecho de ignorar las advertencias de los rusos de que no va a haber tiempo suficiente para negociar la renovación de un acuerdo esencial para la limitación de armas nucleares New Start, acuerdo que finaliza en 2021). Como resultado, el mundo se ha convertido en un lugar más peligroso e impredecible.
Ausencia de rendición de cuentas: Aunque el gobierno de Obama puso fin a algunas de las políticas recientemente legalizadas de la era de Bush, incluido el uso de la tortura, no ha habido interés alguno por responsabilizar a los funcionarios del gobierno por conducta ilegal e inconstitucional. Como expresó el presidente Obama, siguiendo la fórmula tradicional en cuanto a tomar medidas para hacer rendir cuentas a determinadas personas por el programa de torturas de la CIA, era hora de “mirar hacia adelante en lugar de mirar hacia atrás”.
Hoy en día Donald Trump y su equipo esperan un tipo similar de impunidad de estilo Gitmo para ellos. Como ha dicho muchas veces, “como presidente, puedo hacer lo que quiera”. La retención de la ayuda militar a Ucrania en un intento de obtener información sobre su rival Joe Biden (y su hijo) es solo un ejemplo de las licencias que se permite. Hay un sentido de inmunidad ante la ley profundamente arraigado en esta administración (como ha quedado demostrado con la negativa a declarar ante la Cámara de Representantes por parte de destacados funcionarios).
Merece la pena señalar que el impeachment del presidente por parte de la Cámara de Representantes fue un raro paso adelante en lo que se refiere a responsabilizar a los funcionarios por las violaciones de la ley en esta época (aunque la condena en el Senado es esencialmente inimaginable). Queda por ver si esa rendición de cuentas se impondrá alguna vez, en el contexto de la política global, al asesinato de Suleimani, a la separación de los niños de sus familias en la frontera, o en el contexto de la interferencia electoral. Por el momento, parece poco probable. Después de todo, todavía vivimos en la era Guantánamo.
El coste de la guerra contra el terror en términos de vidas y del tesoro nacional está bien documentado. A los contribuyentes estadounidenses les ha costado al menos 6.400 millones de dólares (probablemente mucho más), a la vez que ha provocado la muerte de hasta 500.000 personas, de las cuales se estima que casi la mitad eran civiles (una cifra que no incluye las muertes indirectas por enfermedad, inanición y otras causas relacionadas con la guerra). Mientras tanto, se ha ido creando una nueva narrativa, estilo Gitmo, para la ley y la política de seguridad nacional.
La ironía es inequívoca. El centro de detención en la Bahía de Guantánamo se estableció a propósito fuera de EE. UU. para que no estuviera sujeto a las leyes y políticas internas del país. Como muchos advirtieron en aquel momento, la idea de que permanecería como un hecho aparte y anómalo iba a ser seguramente ilusoria. Y, de hecho, así ha resultado ser.
En lugar de seguir siendo una anomalía fuera del país, Guantánamo se ha ido trasladando gradualmente hasta nuestro territorio, y ese es sin duda su legado indeleble.
Karen J. Greenberg, colaboradora habitual de TomDispatch, dirige el Center on National Security de Fordham Law, y es editora-jefe del CNS Soufan Group Morning Brief. Es autora y editora de muchos libros, entre los que figuran Rogue Justice: The Making of the Security State y The Least Worst Place: Guantánamo’s First 100 Days .
Joshua L. Dratel es un abogado que vive en Nueva York y suele litigar en casos clave de seguridad nacional relacionados con el terrorismo, la vigilancia y los denunciantes por conciencia. Es colaborador del nuevo volumen de Greenberg Reimagining the National Security State: Liberalism on the Brink .
Julia Tedesco colaboró con sus investigaciones en la redacción de este artículo.
Fuente:http://www.tomdispatch.com/post/176652/tomgram%3A_greenberg_and_dratel%2C_the_gitmo_era/#more
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