China
Viento Sur
Una vasta red de campos de internamiento para quienes muestren el menor signo de extremismo, donde, según algunos exdetenidos, se intenta forzar a las personas de fe musulmana a renunciar a su religión. Cierre y demolición de mezquitas y vigilancia intensiva de las que todavía funcionan. Fuertes restricciones a la observancia de los ayunos rituales, suficientes para disuadir a todos los creyentes, salvo a los más devotos. Todo esto forma parte de la ofensiva que lleva a cabo la República Popular China (RPC) con su amplia campaña contra el islam, que algunos activistas denuncian como prohibición total de la religión.
A su vez China ha respondido con una mezcla de indignación e incomprensión y las autoridades de la RPC sostienen que lo único que hacen es aplicar las normas internacionales relativas al extremismo y la radicalización. Portavoces del gobierno chino se remiten a lo que consideran un consenso mundial en torno a la necesidad de combatir la radicalización con medidas preventivas que identifiquen, aíslen y rehabiliten a potenciales extremistas. Una película de propaganda emitida recientemente en la televisión pública china menciona centros de desradicalización en Francia y el Reino Unido como precedentes de los esfuerzos propios de China en Sinkiang (China Central Television 2019). Aunque expertos chinos admiten que hay diferencias de escala, también tienen una explicación para esto: la política occidental contra el extremismo, centrada únicamente en individuos seleccionados, no ha permitido evitar continuas acciones terroristas (Doyon 2019). El enfoque más generalizado de China no solo está justificado, sino que es la extensión lógica de los métodos de Occidente.
Este es el terreno en que se desarrollará probablemente, en un futuro previsible, la guerra discursiva en torno a la cuestión de Sinkiang, y vale la pena reflexionar sobre la mejor manera de abordarla. Puede ser incómodo admitirlo, pero la postura china tiene su propia lógica subyacente. Sí, los esfuerzos de China por rediseñar la vida religiosa islámica son de tal dimensión que parecen socavar los fundamentos mismos de la fe. Pero no se puede negar que estas políticas encarnan una opinión ampliamente compartida sobre la necesidad de adaptar el islam a las normas sociales y las expectativas modernas. Fue Barack Obama quien dijo en 2016 que “algunas corrientes del islam no han conocido una Reforma que ayudara a la gente a adaptar sus doctrinas religiosas a la modernidad” (Goldberg 2016). La visión del Partido Comunista Chino (PCC) de un islam sinizado, compatible con la modernidad socialista, es una réplica de la invocación por parte de Obama de una vía cristiana idealizada de evolución religiosa.
El sistema de partido único que impera en China permite una implementación rápida de todo consenso de la elite a escala masiva, mientras que las democracias liberales occidentales se ven constreñidas parcialmente, aunque de ninguna manera en grado suficiente, por las libertades civiles y las posibilidades de ofrecer resistencia. Deberíamos estar agradecidos de que todavía existan tales limitaciones, pero las críticas a la política de China no deberían basarse en estas diferencias sistémicas por mucho tiempo. Para quienes estamos fuera de China, una crítica sólida al planteamiento chino que aporte un plan de acción para una respuesta efectiva debe ampliarse a los fundamentos filosóficos que sus políticas siguen teniendo en común con el enfoque occidental de la guerra contra el terrorismo. Si no lo hacemos, corremos un riesgo considerable. Después de todo, la negativa de Occidente a abordar las causas políticas de la violencia terrorista acabará probablemente validando la cuestión en la que China basa su justificación: que la estrategia occidental selectiva contra la radicalización no servirá para acabar con el terrorismo. En ausencia de una crítica más radical que afronte los términos de este debate, es muy posible que los extranjeros que critican a China acaben perdiendo.
Cómo los uigures se volvieron musulmanes
El planteamiento centrado en el islam al hablar de Sinkiang –muchas informaciones destacan la identidad musulmana de los uigures, o dicen simplemente que China oprime a los musulmanes– es nuevo. Diré que esto está justificado, pero también podemos detectar factores externos que contribuyen a esta artimaña. Fuera de China, la libertad religiosa figura, junto con los derechos humanos, como uno de los registros más ampliamente reconocidos y bien recibidos de los posicionamientos internacionales. Como ha señalado Elizabeth Shakman Hurd (2015), desde el 11 de Septiembre la institucionalización de este discurso ha dado pie a la reinterpretación de varios conflictos globales en términos religiosos. La insistencia en la identidad musulmana de las víctimas de China ofrece asimismo un asidero muy oportuno a los agentes occidentales que esperan convencer a los países de mayoría musulmana de que se opongan a las políticas chinas. Asimismo, la identidad religiosa de los uigures brinda a EE UU la oportunidad de recuperar alguna credibilidad perdida como defensor de los intereses musulmanes. Como afirma Benny Avni (2018) en The New York Post, los uigures constituyen una “comunidad musulmana proamericana modélica”.
Algunos uigures están molestos con esta insistencia, señalando que no es una cuestión de religión, sino de nacionalidad. En parte, esta respuesta refleja una tendencia –que viene de lejos– de intelectuales uigures a minimizar el papel del islam en la identidad uigur y a tratar su apuro como el resultado de reivindicaciones nacionales, conflictivas e incluso irreconcilables, sobre el territorio de Sinkiang. En esta misma onda, una orientación política generalmente anticomunista ha llevado a menudo a los uigures a disociarse de causas que enfrentan a los musulmanes con el imperialismo estadounidense, como por ejemplo Palestina. Es interesante señalar que este sentimiento persiste incluso entre los uigures que se han incorporado a las milicias yihadistas en Siria. Como informa Gerry Shih (2017), los combatientes uigures expresan allí su admiración por Israel y por “cómo los judíos han construido su país”. Pero dejando a un lado estas consideraciones, los críticos uigures parecen tener una prueba contundente: si China aplica una política antimusulmana, ¿por qué no da el mismo trato a los musulmanaes huis sinoparlantes que viven en Sinkiang? Parece que los uigures van a parar a campos de internamiento no porque sean musulmanes, sino porque son uigures.
Esta objeción se puede analizar mejor a la luz de nuestra experiencia en Occidente. Dieciocho años después del lanzamiento de la guerra contra el terrorismo, nos hemos familiarizado con la idea de la racialización de los musulmanes. Esto es lo que permite que policías y políticos hablen de personas de apariencia musulmana y ha dado pie a un aluvión de ataques a sijs portadores de turbantes, confundidos con musulmanes por sus agresores islamófobos. La otra cara de esta asociación de la identidad religiosa con rasgos identificadores visibles ha sido la islamización de la identidad nacional. Después del 11 de Septiembre, mucha gente ha descrito cómo pasaron a ser vistos en primer lugar como musulmanes y solo secundariamente como miembros de una determinada nacionalidad. La autoadscripción apenas influye frente a la capacidad del Estado y de los medios de construir grupos sociales.
Los blancos que se convierten al islam en Australia o EE UU (depende de cómo visten) pueden ser objeto, en el peor de los casos, de una mínima estigmatización y discriminación, que sí afectan de lleno a sus correligionarios musulmanes que se ajustan al estereotipo del musulmán de piel morena. Por decirlo en pocas palabras, no serán racializados como musulmanes. De un modo similar, podemos suponer que en Sinkiang los uigures han sido convertidos en musulmanes racializados de una manera en que los huis sinoparlantes no lo han sido. Sus rasgos centroasiáticos se relacionan cada vez más con la cateogía musulmán, es decir, más que con la categoría uigur, una clasificación que está perdiendo importancia en niveles administrativos a medida que las promesas del sistema minzu de China –los derechos nacionales (o étnicos) consagrados en la constitución– se quedan a medio camino. En el interior de China, que es más homogéneo, por supuesto, la situación cambia. Allí, a pesar de su alto grado de aculturación, la vida comunitaria de los huis los califica de diferentes, y observamos un aumento del clima de sospecha islamófoba con respecto a ellos. La distancia racial y cultural no son cosas que puedan medirse objetivamente. Las marcas visibles o costumbres diferenciadoras solo adquieren significado en contextos políticos específicos.
Pensar en los uigures como musulmanes racializados es compatible con el análisis que pone el acento en el sentido de una divisoria racial creciente en Sinkiang, pero tiene la ventaja de permitirnos abordar en sus propios términos las justificaciones que ofrece China para sus políticas. Estas justificaciones no se centran en la raza o la etnicidad, sino en el extremismo y el terrorismo, las dos categorías rectoras del Libro Blanco sobre Sinkiang más reciente del Consejo de Estado (State Council Information Office 2019). En el proceso de conversión de los uigures en musulmanes racializados, la figura del terrorista adquiere claramente una gran importancia. El mundo oficial chino califica ahora a todos y cada uno de los uigures implicados en actos violentos de terroristas. En los disturbios de 2009 en la ciudad Urumchi, afirma el Libro Blanco, “miles de terroristas atacaron a civiles, edificios públicos, órganos públicos de seguridad y oficiales de policía”. En la respuesta represiva desencadenada a partir de 2014, China afirma haber “detenido a 12.995 terroristas”. En el clima global en que el arquetipo de terrorista es el musulmán de piel morena, la opción mediática de atribuir todo acto de violencia cometida por uigures en Sinkiang a la categoría de terrorismo comporta de la manera más perjudicial posible una visión de los uigures como musulmanes.
A primera vista, China parece estar haciendo justo lo contrario de que lo que digo. En efecto, el Libro Blanco de marzo de 2019 se explaya en rebajar la importancia de la identidad musulmana de la población uigur: “El islam no es una creencia indígena de los uigures y otros grupos étnicos, ni la única del pueblo uigur. Actualmente, en Sinkiang, un número bastante amplio de personas no profesan ninguna religión o profesan religiones distintas del islam.” Claro que esta insistencia en afirmar la línea correcta sobre la naturaleza casual de la preeminencia del islam en Sinkiang refleja en sí misma la preocupación del Estado con respecto a la identidad musulmana de la población uigur. Esta insistencia en la islamización tan solo reciente e incompleta de la población uigur desde el punto de vista histórico tiene el efecto paradójico de resaltar su islamización retórica en el presente.
La islamofobia liberal de China
Así, es posible, por tanto, que se instale un clima islamófobo y que este influya en las decisiones políticas, mientras que los rasgos diferenciales visibles sigan determinando la manera en que este clima es percibido por distintos grupos musulmanes. Por consiguiente, podemos y deberíamos contextualizar nuestro comentario sobre la represión de que son objeto las minorías de habla túrquica de Sinkiang dentro de un análisis de la islamofobia. Este no es el único contexto posible de este comentario, desde luego, pero centraremos en él este ensayo.
Junto a sus crecientes dimensiones raciales, es importante analizar la dinámica de la propia islamofobia. Esta última no siempre se manifiesta en forma de hostilidad abierta hacia la gente musulmana. En The Muslims Are Coming!, Arun Kundnani describe cómo, a raíz de la guerra contra el terrorismo, los temores occidentales en relación con el islam adoptaron dos formas. La primera fue un discurso conservador, que resaltó la incompatibilidad entre el islam y Occidente, calificando el islam de intrínsecamente retrógrada, estando los musulmanes predispuestos a cometer actos de violencia en virtud de su religión. La segunda fue un discurso liberal, que estableció una distinción entre un islam bueno, conciliable con la sociedad occidental, y un islam malo, que fomenta el alejamiento y la hostilidad con respecto a Occidente. Mientras que este islam malo puede hacer de catalizador de radicalización, el islam bueno puede servir de aliado frente a él. Aunque evidentemente más ilustrado, Kundnani muestra cómo este discurso liberal ha justificado intervenciones del Estado en la vida religiosa y social de la feligresía musulmana que resultan igual de trascendentales, si no más, que la variante conservadora.
En varios momentos de la historia de China llegó a expresarse la opinión de que las costumbres islámicas, o sus preceptos teológicos, son en algún nivel profundo incompatibles con la cultura china. En el siglo XVIII, ciertos altos cargos del imperio Qing solicitaron al emperador que eliminara esta doctrina por esta razón. La corte solía rechazar estes opiniones, pese a que finalmente acabó implementando determinadas normas discriminatorias con respecto a los musulmanes de habla china en el interior, dando por buena la visión de que eran especialmente propensos a la violencia. Sin embargo, ni siquiera en tiempos de conflicto solían los gobernantes atribuir los actos de violencia contra el Estado o contra la etnia han a algún rasgo intrínseco de la doctrina musulmana.
Aunque a menudo menospreciaba las religiones foráneas, la tradición intelectual china no profesaba un discurso orientalista similar al de Occidente, que explicaba la violencia anticolonial de los musulmanes en términos de fanatismo congénito. Hasta hoy, el análisis suele atribuir los focos de resistencia en el Sinkiang de antes de la proclamación de la RPC, no al fervor religioso, sino a la intervención de imperialistas extranjeros. En un reciente ensayo sobre las fronteras occidentales de China, por ejemplo, Wang Hui (2017) reafirma la opinión de que una rebelión encabezada por sufíes en la década de 1820 formó parte de una conspiración imperialista británica. El Libro Blanco de marzo de 2019 transmite un mensaje similar al calificar el panislamismo del periodo republicano de creación de “antiguos culonialistas”.
Si nos asomamos hoy a las redes sociales chinas, es muy posible que nos topemos con supuestos islamófobos que articulan lo que Kundnani llama el punto de vista conservador, es decir, que el islam es irredimible y no cabe en una sociedad moderna. Buena parte de este discurso de odio prospera dentro de un bucle de realimentación perniciosa con la islamofobia occidental que se expresa en las redes. Analistas como James Leibold señalan que, en el entorno mediático chino, sometido a una estricta censura, la posibilidad que tienen de circular estos puntos de vista refleja cierta connivencia con ellos por parte del Estado (Leibold 2016). En el plano oficial, sin embargo, resulta difícil hallar pronunciamientos comparables con la estridencia de la retórica antiislámica conservadora occidental. Por ejemplo, una de las candidatas en las recientes elecciones al senado australiano, Pauline Hanson, declaró que “el islam es una enfermedad y tenemos que vacunarnos contra ella”, mientras Fraser Anning reclamó una “solución final” al “problema de la inmigración musulmana” (Remeikis 2017; Karp 2018).
Más bien, el discurso oficial chino sobre la población musulmana es casi en su totalidad de la variante liberal, al establecer una dicotomía entre lo que es aceptable y lo que no, entre musulmanes buenos y malos. Los expertos chinos en la lucha contra el extremismo suenan exactamente igual que sus homólogos occidentales: advierten contra la islamofobia, insisten en que es necesario disociar el extremismo de cualquier religión en particular y llaman a evitar la inclusión de las medidas contra el extremismo en un discurso antiterrorista (Wang 2018). La intención del PCC de sinizar el islam implica una visión normativa de las insuficiencias de la religión tal como se practica actualmente, pero se presenta en términos optimistas que proponen remedios y anuncian un brillante futuro a una versión de la fe más sana y más dotada de características chinas.
Una manera en que se manifiesta hoy esta dicotomía de buenos y malos en Sinkiang es en la divisoria entre las minorías de habla túrquica y la población hui sinófona. Esta asociación de la población musulmana de Sinkiang con influencias extranjeras potencialmente subversivas, en contraste con los huis, que están más domesticados, tiene antecedentes históricos, pero conviene subrayar que la línea sobre buenos y malos musulmanes no siempre se ha trazado de este modo. Hace un siglo, el gobernador de Sinkiang, Yang Zengxin, solía considerar la religiosidad hui desviada e indeseable. Estableció un contraste entre lo que para él era una devoción casi tribal de la población hui con respecto a unos jeques locales orientales, y la religiosidad más centrada en Mahoma de la población uigur (“devotos creyentes en las enseñanzas del profeta occidental”) (Brophy 2013). Escribiendo al socaire del imperio Qing, los puntos de vista de Yang capturan un momento histórico antes de que el nacionalismo chino haga de la proximidad a la cultura china un criterio de calificación de un ciudadano o ciudadana. Y escribió antes del primero de dos levantamientos independentistas en el periodo republicano, que condujo a la identificación de la población uigur, y no la hui, con la principal amenaza para el control de Sinkiang por parte de Pekín. Estas percepciones gemelas de la diferencia cultural y la propensión combativa singularizan ahora a la gente uigur como los musulmanes malos de Sinkiang.
Sin embargo, y esto es importante, la distinción se aplica asimismo dentro de la comunidad uigur (o kazaja, kirguisa, etc.). La premisa del punto de vista liberal es que cuando la ideología extremista penetra en la comunidad musulmana, sitúa a alguno de sus miembros, no a todos, en la senda de la radicalización. Las descripciones de esta trayectoria varían en función del peso que otorgan a desviaciones teológicas o bien a consideraciones psicológicas individuales: suele ser difícil disociar unas de otras. A partir de esta premisa se ha configurado un discurso rebuscado, pretendidamente científico, que permite a los servicios de seguridad identificar a las personas en riesgo y tomar medidas para rehabilitarlas. Como han señalado otros comentaristas (por ejemplo, Jamshidi 2019), las listas de señales de advertencia de radicalización utilizadas en China –dejarse crecer la barba, llevar ropa de clérigo, incluso dejar de fumar– recuerda las empleadas por los servicios policiales de otros países: el programa Channel del Reino Unido es un ejemplo, del mismo modo que el sistema de vigilancia de comunidades musulmanas por parte del Departamento de Policía de Nueva York.
Para China, el resultado de todo esto es en cierto modo una contradicción. Por un lado, la teoría liberal suele considerar a los extremistas como individuos que distorsionan el verdadero significado del islam. Ello conduce a menudo al experto en terrorismo a cierto fundamentalismo propio, y China no es una excepción. El objetivo de la desradicalización, de acuerdo con un académico chino de Kashgar (Liu 2018), radica en “restablecer el verdadero mensaje de las enseñanzas de la religión”. Por otro lado, hablar de sinización parece implicar que el islam se convirtió en algo diferente al llegar a China y formar parte de la cultura china común. Es decir, el islam en China presenta rasgos que lo diferencian del islam concebido originalmente y del practicado en otras partes (Zhang 2017). La gimnasia intelectual requerida para conciliar estos dos impulsos contradictorios mantendrá probablemente muy ocupados a los especialistas en islamismo, pero estas especificidades contextuales no debieran ocultar su misión común con los islamólogos de la guerra contra el terrorismo en Occidente. La “guerra reformista contra el terrorismo”, como dice Kundnani, es “aquella en que los gobiernos dicen a los creyentes qué significa realmente su religión y lo respaldan con el poder para criminalizar las alternativas” (2014, 107).
Comentarios occidentales sobre el islam en China
Dado que el discurso de la RPC está tan imbricado con el de Occidente, los comentarios foráneos sobre la relación del Estado chino con el islam se hallan a menudo con las manos atadas. Mientras tratan de mostrarse críticos con las políticas chinas, suelen reproducir ciertos criterios asumidos que impulsan dichas políticas. En su forma más cruda, estos comentarios simplemente hacen suyos importantes elementos de la narrativa china. Pese a que el periodo álgido de la colaboración antiterrorista de China con Occidente inmediatamente después del 11 de Septiembre ya ha pasado, ha dejado atrás un residuo de teoría de baja calidad que asume más o menos la posición china de que está combatiendo a un peligroso enemigo terrorista interior. Un artículo publicado por el Instituto Hoover ein 2018, por ejemplo, mientras critica la represión china, califica el “Movimiento Islámico de Turkmenistán [sic] Oriental” de “grupo extremista más grande dentro de China”, y repite las acusaciones sin pruebas vertidas por China de que dicha organización ha llevado a cabo más de 200 atentados (Auslin 2018). La opinión del autor sobre las “tensiones irreconciliables” predice una lucha prolongada entre China y los terroristas uigures organizados.
La mayoría de autores se muestran estos días más escépticos a este respecto y critican la aquiescencia del gobierno de Bush a la consideración del nebuloso Movimiento Islámico de Turkmenistán Oriental como organización terrorista. El instinto de estos comentaristas les lleva a criticar duramente los esfuerzos de China por exagerar la amenaza terrorista en Sinkiang, pero al mismo tiempo los términos del discurso contraextremista chino les suena tan familiar, tan parecido a la manera que tiene Occidente de clasificar a sus propias poblaciones usulmanas, que les cuesta mucho diferenciarse de ellos. Las críticas más bienintencionadas pueden caer fácilmente en ellos.
Véase, por ejemplo, un artículo reciente de The Economist sobre los musulmanes huis de la provincia suroccidental de Yunán, donde el autor califica de contraproducentes los “brutales intentos de sinizar la fe” (Chaguan 2019). Señalando el ejemplo de los políticos patriotas musulmanes chinos de comienzos del siglo XX, el autor acusa a los gobernantes actuales de la RPC de desconocer la existencia de un islam sinizado. Sin embargo, después el autor arremete contra los musulmanes huis que no se conforman a la imagen preferida que tiene de ellos. Estos huis rechazan el hadiz que dice que “el amor a la patria forma parte de la fe”, distanciándose así del islam patriota sinizado que valora el autor. Por ello los tacha de “históricamente ignorantes”. Así, lo que comienza con una crítica de la campaña china de sinización del islam acaba reforzando uno de los supuestos básicos de dicha campaña, a saber, que existe un islam chino patriota históricamente auténtico y que los musulmanes que piensan de otro modo llevan su religión por mal camino.
En el caso de Sinkiang, a menudo se menciona el islam “sufí moderado” que practica la población uigur para rechazar la afirmación de China de que Sinkiang es una región invadida por el extremismo. Es cierto que el sufismo –y las prácticas asociadas de peregrinación a los santos lugares, los círculos de meditación, etc.– ha tenido durante mucho tiempo un peso importante de la vida religiosa en Sinkiang. Sin embargo, estas invocaciones arrastran el bagaje de un discurso claramente occidental sobre el sufismo como una forma meditativa, new-age, del islam, convirtiéndolo en un complemento ideal de la ideología extremista. De hecho, esta mitología occidental en torno al sufismo tiene muy pocos elementos que resistan el escrutinio histórico.
Los sufíes de Sinkiang han demostrado que son perfectamente capaces de caer en el dogmatismo religioso y de cometer actos de violencia contra sus enemigos políticos. Fueron sufíes quienes encabezaron la resistencia contra la dinastía qing en el siglo XIX, y a juzgar por las referencias al ishaísmo en tempranos informes de la RPC, fueron sufíes quienes ofrecieron una de las resistencias más fuertes contra la llegada del Ejercito Popular de Liberación a la Cuenca del Tarim en la década de 1950 (Comisión de Asuntos Étnicos de la Asamblea Nacional Popular 1956). Por consiguiente, toda crítica de la represión china que invoque las tradiciones sufíes de la región no convencerá al público chino. Y sobre todo, defender la noción de un islam nativo moderado implica aceptar su contrario: un islam foráneo, no sufí, extremista o tal vez salafista. Esta es precisamente la dicotomía en que se basa la política china, y los gobernantes de la RPC recurren a ella para explicar esta política al mundo. En una reunión con responsables de asuntos religiosos en 2018, por ejemplo, el embajador chino en Pakistán les dijo que “el gobierno chino es el portador del pensamiento sufí y moderado” (Hussain 2018).
A todas luces consciente del uso que se puede dar al esquema de sufíes moderados frente a salafistas radicales, el por lo demás excelente artículo de James Millward (2019) publicado en The New York Review of Books, sin embargo, se apoya en él, aunque con una pequeña variación. En vez de entender el declive de un islam sufí nativo y la emergencia de formas de religiosidad más austeras como una tendencia que surge del interior de la propia comunidad musulmana, él echa la culpa de ello al Estado chino: “Las políticas chinas han tendido a socavar el islam uigur indígena e imponer, a través de la Asociación Islámica de China, controlada por el partido, una versión idealizada del islam, en parte modelada por la práctica suní promovida por Arabia Saudí.” Una apreciación más correcta de las tradiciones religiosas de Sinkiang –cosa que podrían facilitar los académicos uigures en materia de religión– habría evitado la necesidad de las intervenciones equivocadas del Estado chino.
Actualmente, por su aversión a los santuarios y a la ampulosa arquitectura de las mezquitas, se puede apreciar cierta convergencia entre la política china y los preceptos del islam wahabita. Es posible que la lógica subyacente a esta convergencia haya estado presente en la RPC y su proceso de modernización desde su fundación, pero no existen pruebas que demuestren el papel de algún nexo entre Pekín y Arabia Saudí en la suplantación del islam centrado en santuarios en Sinkiang. Hay muchas más pruebas que demuestran, como podríamos anticipar, que el escrituralismo y la crítica del sufismo que le acompaña tuvo raíces nativas, obteniendo asimismo respaldo en el intercambio constante entre los musulmanes de Sinkiang y el mundo islámico más amplio, y todo ello bastante antes de la revolución comunista.
Cuestionable desde el punto de vista histórico, la narrativa de Millward también nos mantiene firmemente dentro del paradigma de moderados frente a extremistas, estableciendo un contraste entre el islam uigur indígena y otra variante que le es ajena. Exonerando a los musulmanes de Sinkiang de toda culpa por el surgimiento de un islam maligno de tipo saudí y trasladándola al Estado chino, simplemente yerra en el golpe retórico que pretende asestar. Después de todo, mucha gente en Occidente admite hoy el papel desempeñado en el pasado por EE UU al patrocinar el yihadismo en Afganistán y otras partes, pero sin dejar de aceptar la necesidad de medidas antiterroristas invasivas para erradicar las formas extremistas del islam.
Estos son ejemplos de la manera en que los análisis de Sinkiang reproducen el discurso reformista de los buenos sufíes y los malos escrituralistas. Sin embargo, ocasionalmente el esfuerzo por criticar la represión del Estado chino lleva a algunos autores a algo que se acerca al discurso conservador sobre la incompatibilidad intrínseca entre China y el islam. Como ya he comentado, este punto de vista no es un rasgo característico importante de la tradición intelectual china. Puede que los eruditos del confucianismo menospreciaran totalmente todas las creencias no chinas, pero su prejuicio no les condujo a plantearse una confrontación inevitable entre China y su población musulmana. Esta perspectiva, sin embargo, ha ocupado un puesto destacado en el mundo académico de fuera de China. Apareció primero en el siglo XIX, en periodos de rebelión musulmana contra los Qing, cuando se generalizó la noción de que el islam era una fuerza en ascenso en China, una fuerza que al final podría suponer un peligro para los intereses de Occidente (y de Rusia).
Este discurso volvió a aparecer en la década de 1970, cuando comentaristas occidentales percibieron cada vez más el islam como fuerza política global. En un artículo de 1977 titulado La incompatibilidad entre el islam y el orden chino, el analista e historiador Raphael Israeli, del servicio de inteligencia, sostuvo que “la presencia musulmana en China… siempre ha sido un reto, a veces incluso una amenaza, para el sistema político chino. Esto se debió a que el islam, lejos de querer aculturarse en la sociedad china, por el contrario alimentó sus rasgos distintivos y declaró su propia superioridad, cosa casi inaudita en otras culturas minoritarias del Imperio del Centro” (Israeli 1977). En 1978, Joseph Fletcher, historiador de Harvard, presentó un análisis similar de los musulmanes de habla túrquica de Sinkiang, sosteniendo que solo podían tolerar temporalmente el poder de un emperador no musulmán, y que por tanto vivían sujetos al “deber de guerra santa” (Fletcher 1978).
Hoy en día, la mayoría de expertos en materia de islamismo en China contemplan con recelo estos puntos de vista, pero el deterioro de la situación en Sinkiang ha hecho que afloraran de nuevo, actualmente en una versión más anti-PCC. En un artículo reciente, también publicado en The New York Review of Books, Ian Johnson (2018) presenta un cuadro tenebroso de la posibilidad de coexistencia entre musulmanes y no musulmanes en Sinkiang. Centrándose en la dinastía Qing, destaca lo que considera la incapacidad del Estado chino de acomodar el pluralismo, que entonces se manifestaba en la “utopía político-religiosa budista de los Qing”, pero que se derivaba en última instancia de “problemas más antiguos y profundos de la cosmovisión china”. Sin embargo, en el mismo artículo Johnson también menciona la “visión monolítica de la verdad” en la teología abrahámica, una expresión que encierra más que la sugerencia de que ha habido impedimentos culturales para la tolerancia y la convivencia en ambos bandos. Afirma que la resistencia combativa fue una respuesta inmediata al reinado de los Qing en Sinkiang, motivada por el hecho de que los musulmanes de Sinkiang “no se sentían chinos, no tenían apariencia de chinos, no hablaban chino, no compartìan los valores, mitos ni tradiciones chinas ni en su gran mayiorìa querían formar parte de China”.
Una vez más, lo que pretende ser una crítica de las políticas de China en Sinkiang acaba perdiendo gran parte de su fuerza. Johnson cita al historiador Johan Elverskog, quien dijo que “no podemos afirmar que el islam sea incompatible con China o con la cultura china”. Sin embargo, tal como lo plantea, la línea de falla en Sinkiang acaba pareciéndose al choque de civilizaciones de que hablaba Huntington. Desde este punto de vista, la cuestión de si hay que culpar o no al Estado chino o al islam empieza a convertirse, a fin de cuentas, más bien en una cuestión de énfasis. Y al margen de adónde vayamos a parar en esta cuestión, el paradigma de Johnson no ofrece mucho margen para pensar soluciones a la crisis a que se enfrenta Sinkiang actualmente: si la confrontación tiene raíces históricas y culturales tan profundas, ¿quién puede esperar que se pueda hacer algo al respecto?
Hacia la defensa de la libertad religiosa
Evidentemente, hay motivos para el pesimismo al contemplar el estado de cosas actual en Sinkiang. Por fortuna, a pesar de todo, la narrtiva de Johnson no refleja el cuadro completo. Mientras que el imperio Qing era despiadado con sus enemigos entre la elite religiosa de Sinkiang (en su mayoría, sufíes que afirmaban ser descendientes del profeta Mahoma), en realidad se puede contar la historia del siglo XVIII como un periodo de notable acomodo con la población musulmana de la región. Por supuesto, la cuestión de si el reinado de Qianlong en la era del Alto Qing constituye un modelo para la RPC de hoy o no es discutible. Lo único que quiero señalar con esto es que la historia no es ni mucho menos unívoca, y no deberíamos permitirle que impusiera una visión particular del presente.
Al hacerse con el control de Kashgar en 1759, Qianlong ordenó de inmediato la restauración del principal santuario sufí de la ciudad. Aunque receloso de la influencia que ejercían los miembros que quedaban de las familias de la elite religiosa de Sinkiang, su planteamiento consistió en acomodarlos lujosamente en Pekín, desde donde se mantenían en contacto con la sociedad musulmana de la cuenca del Tarim. Johnson está en lo cierto cuando escribe que no había ninguna mezquita en el interior de la Ciudad Prohibida de Pekín, cosa que para él demostraba su exclusión del “sistema religioso” de los Qing. No obstante, había una mezquita justo enfrente, un complejo bien equipado, construido para albergar a esta comunidad de musulmanes de Sinkiang, y sabemos que el emperador lo visitaba todos los años.
Aunque probablemente conocía mucho mejor y le interesaban más las tradiciones budistas de Tibet, Qianlong también deseaba descubrir qué podían ofrecer los musulmanes de Sinkiang a la dinastía en términos de prestaciones espirituales, y reclutó entre ellos a ritualistas para que llevaran a cabo ceremonias de petición de lluvias dentro de la capital y sus alrededores. Cuando volvió a descubrirse que en Sinkiang había redes sufíes de la naqshbandiyya leales a los enemigos de la dinastía, a finales del siglo XVIII, la respuesta de Qianlong no consistió en lanzar una inquisición sanguinaria, sino en dispersar la red nombrando a sus miembros para cargos oficiales de rango inferior. No fue hasta la década de 1820, 60 años desde la conquista Qing, que las elites religiosas disidentes fueron capaces de movilizar una seria resistencia al reinado Qing, pero estos esfuerzos no fueron recibidos con la aprobación unánime, ni mucho menos, de la población local.
Desde el punto de vista de Pekín, por supuesto, todo esto es secundario. En la retórica oficial, fue la llegada del panturquismo y del panislamismo, a comienzos del siglo XX, la que sentó las bases del extremismo violento de hoy. Sin embargo, también en este aspecto la historia puede complicar las cosas. Estas ideologías del siglo XX no trajeron consigo automáticamente la crítica del poder de China en Sinkiang, y manifestaron más a menudo la esperanza de una colaboración anticolonial con China. El Libro Blanco de 2019 cita a Masud Sabri y Muhämmämd Imin Bughra como representantes de esas tendencias a la radicalización, pero ambos personajes dedicaron notables porciones de sus vidas a cooperar con nacionalistas chinos en el Kuomintang; no es este el currículo que se esperaría de acérrimos extremistas.
Un tercer villano muy vilipendiado de aquel periodo es Sabit Damulla, quien ofició de primer ministro en la efímera República del Turkistán Oriental en 1933-1934. No obstante, aunque evidentemente inspirado en la teología salafista, no hay nada en sus escritos que indique que se sentía obligado por su religión a emprender la resistencia contra China. Durante un viaje a Oriente Medio, a comienzos de la década de 1930, Sabit Damulla escribió artículos en los que afirmaba que los musulmanes de Sinkiang gozaban de una libertad religiosa casi completa y centraba sus quejas en las actividades de misioneros europeos. Sus opiniones coincidían con destacados teóricos árabes del islam político, como Rashid Rida, quien sostenia que a pesar de que China se hallaba fuera del mundo islámico y era técnicamente una Dar al Harb (Morada de la Guerra), esto no imponía a los musulmanes ninguna obligación de oponerse al régimen chino (Halevy 2019). Era preferible, según él, dedicarse al proselitismo de la fe.
La conclusión de todo esto es que no se puede trazar ninguna línea recta que vaya de las convicciones religiosas a prescripciones politicas. Del mismo modo que el sufismo no cultivaba necesariamente un pacifismo pluralista, el llamamiento a retornar a los textos fundacionales del islam –el Corán y los hadices– tampoco vino acompañado invariablemente de una rígida militancia antichina. En las circunstancias políticas cambiantes con que se encontró Sabit Damulla al volver a Sinkiang, se sumó a la rebelión de la provincia que dio a luz la República de Turkistán Oriental, y justificó esta apuesta por la independencia en términos religiosos. Sin embargo, su participación en este acto de resistencia no tenía que ver con su interpretación del islam. La genealogía intelectual que aduce China para justificar su campaña contra la ideología extremista no puede cumplir la finalidad para la que se ha concebido.
Esta necesidad de separar nuestro análisis de la violencia política de una tipología del islam es tan cierta hoy como lo ha sido en el pasado. Tanto si se presentan en términos de desviaciones ideológicas como si vienen acompañadas a afirmaciones psicologizantes sobre alienación y crisis de identidad, las explicaciones basadas en nociones de ideología extremista no permiten realizar un diagnóstico convincente de los orígenes de la violencia terrorista, y por tanto tampoco permiten elegir remedios efectivos. Muchos expertos ya se han manifestado en contra de los supuestos infundados que informan las medidas de prevención del terrorismo, con el argumento de que la investigación empírica en materia de terrorismo simplemente no respalda sus principios rectores (Ross 2016). En el mejor de los casos, esas teorías aportan vagas correlaciones, que poco valen en ausencia de estudios más rigurosos con grupos de control. Cuando se les da la voz, casi todas las justificaciones de la violencia terrorista se centran en agravios políticos que no han logrado encontrar formas de expresarse alternativas.
La afirmación de que son factores políticos los que hacen que algunas personas uigures cometan actos violentos no provocará muchas objeciones entre un público occidental dispuesto a reconocer de buena gana las lacras políticas de China. Pero decírselo a China será probablemente inefectivo mientras nuestras propias prácticas de control policial de la población musulmana oscurezcan esta verdad fundamental. Esto por no mencionar las prestigiosas instituciones bien dotadas financieramente que sostienen la teoría que subyace a tales prácticas occidentales, y que han contribuido a difundir una dudosa doctrina antirradicalización hasta China.
Por consiguiente, quienes critican a China deberían repensar las reclamaciones reflejas de que cumpla las normas internacionales. Son precisamente las normas internacionales en esta materia las que hay que poner en tela de juicio. En vez de ello, deberíamos trabajar por rescatar el principio de libertad religiosa genuina, dañada por los efectos de la guerra contra el terrorismo global. La población musulmana de China merece tener la libertad de ser sufíes que veneran los santuarios o no, según lo consideren oportuno. Deberían ser libres de insistir en la validez exclusiva de los textos originales del islam o no, según lo consideren oportuno. Y si desean discutir entre ellos sobre la mejor manera de ser musulmanes, deberían ser libres de hacerlo, sin que el Estado chino, los expertos no musulmanes chinos o los críticos extranjeros intervengan en este debate decantándose por unos u otros o promoviendo las voces preferidas y tachando a las demás de ajenas y no auténticas. Para reorientar el debate en este sentido, es preciso que nosotros mismos nos libremos de nuestros propios paradigmas arraigados de un islam bueno o malo, moderado o extremista, que por mucho que se invoquen con espíritu crítico, pueden servir para justificar intervenciones del Estado en las comunidades musulmanas.
Véanse notas y referencias bibliográficas en el original: https://madeinchinajournal.com/2019/07/09/good-and-bad-muslims-in-Sinkiang/
Traducción: viento sur
David Brophy es catedrático de Historia Moderna de China en la Universidad de Sidney.
https://www.rebelion.org/noticia.php?id=265337
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