Pierre Rousset / resumen Latinoamericano / 4 de febrero de 2020
Actualmente, Estados Unidos y China son las dos únicas potencias mundiales que se enfrentan a escala mundial. Y a medida que el conflicto se agrava, emergen una tendencia: la división en dos tendencias con ambiciones hegemónicas en competencia.
Primera certeza: la rivalidad entre Estados Unidos, la potencia existente, y China, su contendiente, constituye el principal (pero no el único) factor estructural de la situación política mundial. Junto a él, en segundo plano, tenemos el caos social y ecológico engendrado por el sistema neoliberal. Esta rivalidad se da en todos los ámbitos: militar, espacial, económico, tecnológico, alianzas estratégicas, modelo político o cultural…
Segunda certeza: a pesar de la interdependencia económica y financiera entre estas dos potencias, heredada del período en el que se dio la integración de la nueva China capitalista en la división internacional del trabajo y en la globalización neoliberal, que permitía contener el conflicto en el seno del marco anterior, hacia delante, este marco está puesto en cuestión y nos adentramos en una situación imprevisible.
La actual dinámica de distanciamiento conlleva muchos riesgos. Va en contra de los intereses de las grandes firmas multinacionales. Cualquier sanción que imponga una de estas potencias rivales a la otra puede tener un efecto boomerang, incluso en relación al empleo. Esta guerra comercial puede sumarse a otros factores de inestabilidad a las puertas de la próxima recesión mundial (por ejemplo, las medidas de Trump están orientadas, de hecho, a asfixiar el desarrollo chino) y abrir una grave crisis financiera, agudizada por el peso de la deuda. Si bien la situación no es irreversible, por el momento esta dinámica está abierta.
Por un lado, el orden neoliberal continúa su marcha, en lo fundamental, mediante la firma de nuevos acuerdos comerciales y, por otro, Donald Trump ha dinamitado espacio de concertación intergubernamental, como la OMC, y trata de excluir del terreno de juego a Beijing con vistas a reconstituir el liderazgo estadounidense. Es ahí donde China (a pesar de algunas deficiencias) se muestra como un actor importante en el sector de las nuevas tecnologías y ahora está masivamente presente en todas las regiones del planeta (si exceptuamos el Ártico, donde, sin embargo, compromete enormes recursos para posicionarse bien[1] y en el Antártico). Semejante desgarro no puede ser sino caótico. La novedad es que Xi Jinping, tras haber desestimado durante largo tiempo a su homólogo y haber fanfarroneado anunciando que habíamos entrado en el siglo chino, ahora parece que se prepara para ello.
La guerra comercial
El 15 de enero, China y Estado Unidos acaban de firmar un acuerdo preliminar que supuestamente debe poner fin a la guerra fría comercial que les opone desde hace 18 meses. Sin embargo, como señala la periodista Martin Orange, en realidad se trata de una tregua temporal[2]. A medida que se acercan las elecciones, Trump tiene interés en poner en sordina la situación. Xi, por su parte, se ve confrontado a un conjunto de dificultades internas, entre ellas la ralentización del crecimiento chino, así como los efectos derivados de las medidas adoptadas por Washington. Está obligado a ganar tiempo y valorar después el resultado de las próximas elecciones presidenciales americanas el 3 de noviembre de 2020.
La Fase 1, según la terminología estadounidense, del proceso que debería llevar a una normalización de las relaciones comerciales, no compromete a mucho. China acepta planificar junto a Washington la compra suplementaria de productos americanos por valor de 200 mil millones de dólares en dos años, pero no renuncia a lo fundamental: subvencionar a las empresas estatales y abrir sus mercados. Estados Unidos se compromete a no impulsar ningún nuevo incremento tarifario en los próximos meses y a suspender los procesos iniciados contra Beijing por la manipulación monetaria. En resumen, este acuerdo preliminar es una forma de mantener el status quo. La Fase 2 se pospone hasta noviembre, es decir, tras las elecciones presidenciales en EE UU.
Sin embargo, las actuales sanciones aduaneras, que afectan a 360 mil millones de dólares de productos chinos desde hace más de un año, continúan. Estas sanciones ya han tenido un efecto sobre los flujos de capital y comercial, dando lugar a cambios en la organización industrial y en la cadena de valor. Por ejemplo, las transferencias intra-empresariales entre China y Taiwán no son suficientes para sortearlas y las multinacionales estadounidenses, sobre todo las del sector electrónico e informático, se relocalizan en Asia del Sudeste (Vietnam…). La repatriación de la producción a la madre patria es más limitada. A pesar del incremento de los salarios chinos, Beijing conserva importantes activos: mano de obra cualificada, el nivel de formación general de la población, el desarrollo de infraestructuras, un importante mercado interno, producción de componentes, riqueza en tierras raras…
Las dependencias de Beijing
La interdependencia económica significa que en determinados ámbitos, China es vulnerable, si bien en otros (incluso en el de la inteligencia artificial) se sitúa en una buena posición. Refirámonos a dos de ellos: los microprocesadores y el lugar que ocupa el dólar estadounidense a nivel internacional.
La economía china lleva un retraso considerable (dos o tres generaciones) en materia de microprocesadores. En concreto, depende de los suministros de Taiwán o de Cora del Sur. Y claro, los microprocesadores se utilizan para todo; constituyen un verdadero talón de Aquiles, ya que EE UU ha abierto la guerra en el frente de las altas tecnologías, amenazando con impedir que China tenga acceso a los componentes estadounidenses.
Lograr avanzar en la gama de los microprocesadores no es cosa banal. Según el profesor Zhou Zhiping (universidad de Beijing) hará falta entre cinco y diez años para recuperar ese retraso[3]. Más aún cuando en ese dominio el país carece tanto de ingenieros cualificados como de una cadena de aprovisionamiento y de un ecosistema industrial apropiado.
Lo paradójico es que China ha seguido a sus rivales en el dominio de los circuitos integrados. En 1965 era capaz de producirlos, lo que no era el caso ni de Taiwán ni de Corea del Sur. La revolución cultural, la represión estudiantil y, después, el reinado de la Banda de los Cuatro redujo ese potencial a cenizas. Una generación perdida para la formación de ingenieros, ya que muchos de esos cerebros huyeron a Estados Unidos. De cara al futuro, se plantea una cuestión: ¿Permitirá el recurso a la inteligencia artificial eludir el bloqueo de los microprocesadores clásicos a Beijing[4]?
Por otra pare, desde hace poco y de manera muy acelerada, China está en vías de deshacerse de los bonos de tesoro americano (posee alrededor de ¡1 billón de dólares!) para financiarse en tiempos de ralentización económica, pero también por razones de seguridad. Aunque no sean grandes, estas desinversiones muestran la voluntad de Beijing de poner fin a su dependencia de la moneda americana. Al mismo tiempo, el Banco de China diversifica sus reservas y compra mucho oro[5].
Por muy increíble que parezca, Estados Unidos, de forma unilateral, se ha otorgado el derecho de perseguir en justicia a quien en el resto del mundo utilice los dólares estadounidenses en transacciones que considere contrarias a la política de Washington. Es el arma que utiliza en estos momentos para reforzar el bloqueo de Irán. A la larga, a nada que Beijing de garantías de que no manipulará su tasa de cambio, el yuan chino podría servir de moneda de recambio (¿al igual que el yen japonés o el euro?).
La 5G, un pulso político
Trump acusa a Beijing de espionaje industrial o político. ¿Quién no lo hace? ¡Fue Estados Unidos quien pirateó los teléfonos de Angela Merkel y Emmanuel Macron! Haciéndolo, Washington se dotó de una ventaja real, sobre todo en las negociaciones comerciales, al conocer por adelantado la táctica de sus aliados europeos. Macron está molesto porque el gobierno belga decidió comprar aviones de combate estadounidenses. Y con razón: todas las informaciones de vuelo se envían directamente al constructos del otro lado del Atlántico. En lo que se refiere a las buenas prácticas, parece normal que se detenga en Canadá a una dirigente de un grupo de la competencia, a la sazón Huawei, e inculparla, forzándole su país vecino a mantener a Meng Wanzhou en prisión y a pagar el precio por ello[6] ?
China está capacidad para ofrecer el mejor producto 5G (capaz de transferir una inmensidad de datos a una velocidad incomparable) al precio más barato cuando empiece a implementarse. Las firmas europeas están bien situadas (Nokia, Ericsson), pero Huawei está a la cabeza de la carrera y se está haciendo con la parte de león en el escenario mundial.
Washington ordena a sus aliados que se posicionen a su favor excluyendo a los chinos en el despliegue de la tecnología 5G en sus países. Se trata, sobre todo, de un test político. La respuesta de los europeos no es homogénea, como es habitual, pero es más bien negativa o limitada. Solo Canadá (?), Australia o Nueva Zelanda parecen ponerse firmes. El test no ha sido muy alentador para Trump.
Prohibición de intercambios tecnológicos
La otra medida, más importante, es la prohibición a las empresas estadounidenses de vender tecnología a las empresas chinas; sobre todo en el ámbito de las telecomunicaciones (que incluye la actualización de sistemas ya existentes, como Google). Esto tendría repercusiones en la reorganización del mercado mundial. No solo las GAFA [las cuatro grandes compañías tecnológicas: Google, Amazon, Facebook, Apple) pierden mercado, sino que llevaría al despliegue mundial de tecnologías incompatibles, como ocurrió en los años 70 con los sistemas VHS y Betamax (grabación de vídeos y casetes). Los DVD convirtieron en obsoleta esa guerra entre dos firmas japonesas (Victor Company y Sony).
El desarrollo de estándares mundiales facilita enormemente la movilidad de capital. Sin embargo, la incompatibilidad de tecnologías se inscribiría hoy en el marco de un conflicto global. En el momento en que un país elije su campo, un número aún indeterminado de sectores económicos se verían concernidos por las presiones políticas, comerciales y militares. Washington trabaja con la lógica de la exclusión. Beijing anuncia que sus socios también son libres de tratar con quien quieran, pero establece Estados clientes gracias, sobre todo, al arma de la deuda que le permite tomar el control de los puertos en base a concesiones con una duración que llega hasta 99 años (¡el tiempo que duró el estatus colonial de Hong Kong!).
Esto nos lleva a una de las preguntas sin respuestas que hemos planteado en la introducción de este artículo: ¿qué formas pueden adoptar las zonas de influencia más o menos exclusivas en la actualidad?
Una geopolítica inestable
La psicología particular de Donald Trump, sus prioridades electorales y la influencia de la extrema derecha religiosa no están exentas de consecuencias. Los aliados históricos de EE UU han aprendido a sus expensas que Trump no concuerda con sus intereses. Al punto que el primer ministro de Japón, Abe, ha jugado la carta de la Rusia de Putin para contrarrestar el abandono de Trump.
Sin embargo, la errática política de Trump también expresa la enorme tensión que existe en la política estadounidense. Aún siendo dominante, ese imperialismo no tiene el suficiente poder como para controlar el mundo; de ahí la tentación de replegarse cuando sus intereses están puestos en cuestión en todas partes, y la imposibilidad de una simple retirada. El Medio Oriente es una sorprendente muestra de ello.
Washington necesitaría aliados para mantener el orden en el planeta. La unilateralidad de Trump no ayuda a quienes podrían ejercer ese papel. Ahora bien ¿existen esos aliados? El único éxito de la Unión Europea es el de haber promovido el actualmente debilitado sistema de la OMC. Las posibilidades de intervención del Japón están limitadas por el apego pacifista de su población (que Abe no ha logrado quebrar aún) y por el recuerdo de las exacciones cometidas en Asia durante la Segunda Guerra Mundial. No parece que pueda llegar a un acuerdo estable con Rusia contra China; además, el área de acción efectiva de Moscú se limita sobre todo a su periferia (que incluye Syria) y a sus capacidades militares.
Washington busca aliados entre las potencias regionales, comenzando por Arabia Saudí (¡semillero del terrorismo islamista radical!). Sin embargo, las llamadas potencias regionales abundan y China parece ser la que más provecho saca de ello. Esto es cierto en el Medio Oriente (donde tiene acuerdos tanto con Irán como con Arabia Saudí, jugando con el hecho de que sea el primer importador mundial de petróleo) y en África del Norte o en África subsahariana e incluso, en cierta medida, en América Latina.
El teatro de operaciones en el Indo-Pacífico es un caso especial y significativo. Esta región se encuentra en el centro del conflicto de Estado Unidos con China. Tras haber tardado mucho, Washington a estabilizado una alianza que incluye a India, Japón (a pesar de las tensiones de Tokio con Washington), Australia y Nueva Zelanda. Beijing ha desplegado uno de sus portaviones y su flota en esta zona y negocia puntos de apoyo con varios Estados insulares. Y está bien situada en la nueva carrera de armamentos, entre ellos las armas hipersónicas, capaces de amenazar desde lejos las fuerzas aeronavales y los territorios adversos. Las reglas de la guerra están cambiando.
Al despliegue terrestre de China hay que añadir el espacial[7]. Una buena muestra de las dinámicas actuales. En 2011, una ley estadounidense excluyó a China de la Estación espacial internacional (ISSI). Ahora, a causa de ello, China se plantea construir la suya de aquí a 2025. En 2019, Beijing lanzó más cohetes portadores que ningún otro país: 34 lanzamientos, de los cuales 32 exitosos (contra 27 de EE UU) y, tampoco olvidemos, que ha colocado una sonda en la cara oculta de la Luna. Una muestra de sus grandes avances tecnológicos, así como de sus colosales inversiones[8].
Nada es irreversible, pero hemos entrado en una situación profundamente inédita con consecuencias altamente imprevisibles. En fin, no hace falta ser adivino para comprender que el conflicto chino-estadounidense va a alimentar la aceleración de la crisis climática. ¿Alguien en Washington o Beijing se preocupa por ello?
Artículo publicado en el número de febrero de la revista mensual L’Anticapitaliste (NPA)
Traducción: viento sur
[1] Ver Frédéric Lemaître et Olivier Truc, «Arctique. Une ambition chinoise», Le Monde, 5-6 de enero de 2020.
[2] https://www.mediapart.fr/journal/economie/150120/la-chine-et-les-etats-unis-decident-d-une-treve-dans-leur-guerre-commerciale
Ver también Jack Rasmus, Znet :
[3] https://www.scmp.com/tech/tech-leaders-and-founders/article/3024315/china-needs-five-10-years-catch-semiconductors
[4] https://www.scmp.com/tech/big-tech/article/3024687/how-china-still-paying-price-squandering-its-chance-build-home-grown
[5] Los título norteamericanos han servido para reciclar enormes excedentes comerciales realizados en finales de los años 90 y mediados de los años 2010. Martin Orange, op. cit.
[6] Hélène Jouan, «Procès Huawei : le Canada pris en étau entre Washington et Pékin», Le Monde, 23/01/2020
[7] Simon Leplâtre, «La Chine s’impose comme une puissance spatiale», Le Monde daté du 21/01/ 2020.
[8] En este artículo no abordamos las contradicciones o debilitades del régimen de Xi Jinping y sus posibles consecuencias.
http://www.resumenlatinoamericano.org/2020/02/04/eeuu-china-a-donde-nos-puede-llevar-el-conflicto/
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