Muchos de nosotros hemos pronunciado alguna vez la frase “el mundo es un pañuelo” cuando nos encontramos con alguien de manera inesperada en el lugar más inesperado. Lo que pocas personas intuían es que esta sentencia del acervo popular pudiese ser demostrada matemáticamente y tuviese hasta un nombre: la teoría de los seis grados de separación.
El enunciado de esta teoría parte de una premisa muy sencilla: cada persona conoce de media, entre amigos, familiares y compañeros de trabajo o escuela, a unas cien personas. Por la misma razón, cualquiera de ellas se relaciona con otras cien. Así, cualquier individuo puede hacer llegar a una información a unas 10.000 personas tan sólo pidiendo a sus amigos que pasen el mensaje a sus amigos. Si esos 10.000 conocen a otros 100, la red ya se ampliaría a 1.000.000 de personas conectadas en un tercer nivel, a 100.000.000 en un cuarto nivel, a 10.000.000.000 en un quinto nivel y a 1.000.000.000.000 en un sexto nivel. En seis pasos, y con las tecnologías disponibles, se podría enviar un mensaje a cualquier individuo del planeta. Por supuesto, en la práctica, en cada uno de estos eslabones será muy probable encontrar elementos que se repitan pues es habitual que dos personas compartan amistades y conocidos. Es por ello que realizando las correcciones estadísticas apropiadas sea en el sexto nivel donde se alcancen efectivamente los 10.000 millones de individuos, una cantidad mayor que la población mundial.
Si extrapolamos dicha teoría al microcosmos de Navalmoral, es evidente que necesitamos menos enlaces para conectar a toda la ciudadanía. Así si suponemos que cada moralo conoce de media a unos 30 vecinos (y esta es una hipótesis conservadora) en tan sólo tres pasos conectaríamos a dos personas cualesquiera de nuestra ciudad (303 = 27.000). Es decir, en Navalmoral se impondría la teoría de los tres grados de separación.
Si agudizamos nuestra mirada enseguida nos damos cuenta que estas relaciones entre personas no son horizontales; en muchas ocasiones se establecen en forma de redes de micropoder (por expresarlo en términos del gran filósofo francés Michel Foucault). Así, por ejemplo, los amigos más ricos, más listos, más poderosos son capaces sin duda alguna de orientar el rumbo de una persona o modificarlo, fundados en una presunta autoridad moral; o los empresarios o patronos, que deciden libremente el salario de sus trabajadores y los cambian de función o de destino o amenazan con despedirlos si no atienden a sus requerimientos condicionan o determinan el plan de vida y la libertad individual de los mismos.
A poco que nos detengamos a reflexionar, rápidamente nos damos cuenta que la razón fundamental de esta “asimetría” en las relaciones se debe a que muy pocos ciudadanos disponen de los medios que garanticen su existencia. Es decir, que no gozan de lo que los filósofos de la Ilustración llamaban independencia civil, a saber, que su propia subsistencia no dependa de la voluntad arbitraria de otro particular. Sólo quien no depende del arbitrio de otro para garantizar su subsistencia (porque puede asegurarla por sus propios medios) puede considerarse verdaderamente independiente. Por el contrario, aquél cuya subsistencia misma depende de la voluntad de otro cabe decir que tiene su autonomía y, por lo tanto, sus derechos de ciudadanía hipotecados. Es ahora evidente que la mayor parte de los ciudadanos no disponen de independencia civil.
Andalucía o Extremadura, con sus altos índices de pobreza y desempleo, son territorios especialmente propicios para que toda esta carencia de independencia civil se muestre con mayor crudeza. En muchos de sus municipios, al carecer de tejido industrial potente fruto, sobre todo, de las deslocalizaciones provocadas por la globalización (recordemos el caso de Fuentecapala en nuestra ciudad), el mayor empleador es la Administración, y esto favorece la creación de una serie de relaciones de vasallaje que se han venido en llamar redes clientelares. Tal y como ha quedado fehacientemente demostrado en el reciente caso de los EREs en Andalucía pero de los que existen infinidad de otros ejemplos tanto a nivel local como regional, una mezcla perversa de la teoría de los seis grados y la falta de independencia civil de la ciudadanía propician la creación de toda una red de relaciones de sumisión en la que el partido que detenta el poder en ese territorio aprovecha la inmensa capacidad que concede el dominio sobre la Administración pública para, de forma clientelar, entretejer una trama de intereses que le perpetúe en el Gobierno.
Ya Robespierre en su famoso discurso frente a la Convención en Diciembre de 1792 enunció de manera clarividente: “La primera ley social es aquella que garantiza a todos los miembros de la sociedad los medios para existir; todas las demás están subordinadas a ésta”. Ahora bien, el lector podría preguntarse ¿y qué deberíamos hacer para asegurar que ese derecho a la subsistencia se extienda a toda la ciudadanía, y garantizar así la independencia civil, y por lo tanto no depender del arbitrio de otro, ampliando de paso la libertad individual? A falta de propuestas mejores, la creación de una Renta Básica Universal, es decir el derecho de todo ciudadano y residente acreditado a percibir una cantidad periódica que cubra, al menos, las necesidades vitales sin que por ello deba contraprestación alguna, parece una posible solución. Pero de ello, quizás, hablaremos en otro momento.
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