Un mal del siglo XXI
I
Desde diciembre de 2019 una nueva enfermedad contagiosa, que ha sido bautizada con el término COVID-19, provocada por una nueva especie vírica, el denominado SARS-CoV-2, se expande por todo el mundo. Aunque su tasa de letalidad parece ser más bien baja cuando se contempla a la población contagiada en su conjunto, su especial peligrosidad para amplios sectores de la población -ancianos y personas con ciertas patologías previas bastante extendidas, grosso modo-, su gran capacidad para infectar rápidamente a personas sanas (índice R0 muy superior a 1), las dudas sobre la fiabilidad de la información que los gobiernos proporcionan sobre la evolución de la epidemia, la ausencia de tratamiento específico conocido para combatir al virus y su misma novedad y, por tanto, imprevisibilidad en cuanto a su futura evolución, han determinado a los estados y organizaciones internacionales a tomarse muy en serio tanto el SARS-CoV-2 como la COVID-19. Dada la incapacidad de los sistemas de salud pública existentes, incluidos los sistemas de salud pública europeos más desarrollados, para prestar una atención debida a los afectados por la COVID-19 y para realizar las pruebas necesarias en orden a hacer un seguimiento adecuado de la evolución de la epidemia, se ha recurrido a procedimientos de contención de la epidemia típicos de la era premicrobiana de la historia de la medicina (esto es, en cualquier caso, anteriores al siglo XIX). Por métodos de contención de la epidemia propios de la era premicrobiana de la medicina se entienden aquí aquellos consistentes en la adopción de barreras físicas contra la difusión del virus, esto es, de medidas de separación física de las posibles fuentes de contagio, personas en lo fundamental. Se trata, por tanto, de los procedimientos más burdos, más bastos, más primarios (y, eventualmente, brutales), disponibles por una sociedad para hacer frente a una epidemia.
Hay que insistir en que a esta situación que fuerza a adoptar medidas extremas y, digamos, premodernas, ha contribuido en no poca medida la debilidad de los sistemas de salud pública existentes, erosionados por décadas de políticas neoliberales que han conducido a la desinversión en este vital servicio público y a su parcial privatización por vías directas o indirectas, desde la privatización en sentido estricto, mediante el traspaso de la titularidad del servicio público, hasta su externalización mediante la contractualización del servicio. Casi por definición, los problemas de salud pública no se cuentan entre las prioridades de una empresa privada de servicios sanitarios, como sí ocurre en el caso de los sistemas sanitarios públicos. Sería temerario aventurar que unos sistemas de salud públicos debidamente dotados hubieran podido afrontar la epidemia sin tener que recurrir a las medidas premodernas de contención, o sistemas de barrera física social antes aludidos, pero es muy probable que las consecuencias de la COVID-19 no habrían sido tan desastrosas como lo están siendo.
Como se ha indicado en el párrafo inicial, la principal forma de que han dispuesto nuestras sociedades para combatir la propagación de la COVID-19 ha sido imponer coercitivamente a los individuos la separación física de las fuentes reales o potenciales de contagio, muy en especial, de otros individuos. Esta clase de medidas vieron su desarrollo más completo en los siglos XVII y XVIII, bajo las monarquías absolutas, sobre todo en los tiempos del despotismo ilustrado. Su principal objetivo fue evitar la propagación de la enfermedad infecciosa más temida por aquel entonces, la peste -bubónica o neumónica-, causada por la bacteria Yersinia pestis. Uno de los mejores ejemplos de ello se encuentra en las disposiciones del código llamado Norma General del Servicio de Salud, dictado en 1770 por orden de María Teresa de Austria (si bien el último gran brote de peste en Europa Occidental se originó en Marsella en 1720, los imperios austríaco y ruso la siguieron padeciendo a lo largo del siglo XVIII, procedente de la zona en torno al mar de Azov, el Cáucaso y las tierras del Imperio Otomano). La Norma General del Servicio de Salud preveía, fundamentalmente, las siguientes medidas, en función de la gravedad y origen del brote epidémico: 1.- Cordón sanitario, acompañado o no de un cierre de frontera. En este caso, la entrada en el Imperio o en un determinado territorio del Imperio estaba prohibida o se debía hacer a través de determinados lugares, en los cuales se procedía a controlar el tráfico de cosas y personas y a aplicar subsiguientes medidas de prevención y contención conforme a la situación. El cordón sanitario implicaba el despliegue del ejército a lo largo de la frontera o en los lugares de entrada designados; 2.-Cuarentena marítima de barcos procedentes de puertos considerados foco de infección (el término cuarentena viene del italiano quarantina, acuñado en Venecia para referirse a la prohibición de atracar en su puerto dirigida a los barcos juzgados foco potencial de la peste, prohibición que se levantaba cuando, tras cuarenta días, no se detectaba ningún infectado a bordo); 3.-Aislamiento de personas provenientes de focos de infección en establecimientos especiales durante un período de tiempo determinado (una especie de cuarentena terrestre); 4.-Aislamiento de personas infectadas y de aquellas que hubieran tenido contacto con ellas en sus casas o en lazaretos u hospitales; 5.-Confinamiento de zonas rurales o de ciudades, en caso de que se detectase en ellas un brote epidémico y el aislamiento no se considerase suficiente. Esta medida suponía la prohibición de salir o entrar en el territorio objeto del confinamiento y se combinaba con el establecimiento de un cordón sanitario militar para asegurar la efectividad de la prohibición. 6.-Otras medidas complementarias: aislamiento de animales, “purificación” (aireamiento y exposición al sol) o limpieza de objetos, cremación de objetos y ropas (no todos los objetos se juzgaban igualmente peligrosos), sacrificio de animales, enterramientos separados para los infectados, aromatización de casas y establecimientos, desinfección con vinagre de documentos o misivas oficiales y reescritura de las mismas y otras medidas por el estilo. Las infracciones de las prescripciones formuladas en la Norma General del Servicio de Salud se castigaban duramente: en los casos más graves, con la pena de muerte mediante horca [1]. Paradójicamente, desde un cierto punto de vista, se puede afirmar que las medidas de barrera física social a la extensión de la COVID-19 decretadas estos meses resultan mucho más radicales que las características de los despotismos ilustrados, pues estas últimas nunca llegaron al extremo de ordenar el confinamiento de países enteros y, menos aún, un semiaislamiento de personas de las que no se tiene constancia de estar infectadas o respecto de las cuales no se presupone que hayan tenido contacto con personas infectadas o procedan de determinados lugares, como ha ocurrido en varios países estos últimos meses.
II
España ha sido uno de los países que mayor vulnerabilidad ha mostrado ante la epidemia de la COVID-19, junto a Italia, Bélgica, EEUU, Reino Unido y Francia, que se sepa en el momento de escribir estas líneas (17 de mayo de 2020). También ha sido, junto a China e Italia, de los que han optado por poner en práctica los métodos de barrera física social para contener la epidemia más extremos en lo que llevamos de historia de la epidemia. La cobertura jurídico-constitucional elegida para implementar dichos métodos ha sido la declaración del estado de alarma prevista en el artículo 116.2 de la Constitución [2] y en los artículos 4 y siguientes de la Ley Orgánica 4/ 1981, reguladora de los estados de alarma, excepción y sitio (en adelante, LODES). El estado de alarma es uno de los tres estados excepcionales contemplados en la Constitución española y en la LODES, que constituyen la base del derecho de excepción español: estados de alarma, excepción y sitio.
Los estados de alarma, excepción y sitio se caracterizan por tres elementos definitorios: a) sus respectivos supuestos de hecho habilitantes, que comprenden situaciones extraordinarias de puesta en peligro del interés general o el orden constitucional para afrontar y superar las cuales se supone que las facultades atribuidas al poder ejecutivo en tiempos de normalidad no son suficientes; b) la concentración de facultades en la autoridad competente designada para gestionar la crisis -por lo general, el gobierno central-, sin que esa concentración pueda legítimamente, desde la perspectiva legal y constitucional, llegar a trastocar el principio de división o separación de poderes -salvo por lo que respecta a la extensión de las competencias de la jurisdicción militar en el estado de sitio- ni el sometimiento a control judicial de las actuaciones y decisiones de los poderes públicos; y c) la restricción de derechos fundamentales, en mayor o menor grado según el tipo de estado declarado, más allá de lo que permiten la Constitución y las leyes para tiempos de normalidad.
No es este el lugar para detallar las diferencias entre los tres tipos de estado a que se acaba de aludir. Bastará con señalar a grandes rasgos sus notas distintivas en un simple cuadro sinóptico, que pretende ser descriptivo del contenido del derecho de excepción español, no valorativo:
CUADRO-RESUMEN DE LA REGULACIÓN DE LOS ESTADOS DE ALARMA, EXCEPCIÓN Y SITIO
| Tipo de estado excepcional (que puede ser declarado para una parte o la totalidad del territorio español) | Supuesto de hecho habilitante | Órgano constitucional competente para su declaración | Duración | Derechos fundamentales susceptibles de ser limitados o suspendidos |
| Estado de alarma | Calamidades y catástrofes públicas, crisis sanitarias, paralización de servicios públicos esenciales en situaciones de huelga y otras formas de conflicto laboral, desabastecimiento de productos básicos | Gobierno | 15 días, prorrogables por periodos sucesivos de la misma duración previa autorización del Congreso de los Diputados | Derecho a la libertad de circulación y residencia, en los términos previstos en la LODES y el decreto de declaración del estado de alarma |
| Estado de excepción | Amenaza al orden público (en sentido amplio), cualquiera que sea su causa, de tal magnitud que los poderes ordinarios atribuidos al ejecutivo no sean suficientes para conjurarla | Gobierno previa autorización del Congreso de los Diputados | 30 días prorrogables por otros 30 días previa autorización del Congreso de los Diputados | Derecho a la libertad personal (detención, incluso preventiva, por motivos de orden público; ampliación de la duración de la detención); inviolabilidad del domicilio; secreto de las comunicaciones; libertad de circulación y residencia; libertad de expresión; libertad de información; derecho de reunión y manifestación, derecho de huelga. Todos estos derechos sólo podrán ser suspendidos en los términos regulados en la LODES y el decreto de declaración del estado de excepción |
| Estado de sitio | Insurrección armada o guerra que amenacen “la soberanía o independencia de España, su integridad territorial o el ordenamiento constitucional” que no puedan ser neutralizados por otros medios | Congreso de los Diputados previa propuesta del Gobierno | El período que determine el Congreso de los Diputados | Los del estado de excepción más los derechos del detenido del artículo 17.3 de la Constitución (información del motivo de la detención y derecho a un abogado). También el derecho al juez ordinario predeterminado por la ley, pues se extiende la jurisdicción militar. Todo ello conforme a la regulación contenida en la LODES y en la disposición declaradora del estado de sitio |
El estado de alarma para combatir la epidemia de la COVID-19 fue declarado por el Gobierno por medio del Real Decreto 463/ 2020 de 14 de marzo de 2020 “por el que se declara el estado de alarma para la gestión de la situación de crisis sanitaria ocasionada por el COVID-19”. Esta declaración ha sido prorrogada por períodos sucesivos de quince días en virtud de los decretos correspondientes, todos ellos previamente autorizados por el Congreso de los Diputados. La pieza clave para contener la epidemia incorporada al Real Decreto 463/ 2020 en cuanto a la utilización de barreras físicas sociales es el confinamiento, o quizás sería mejor decir semiaislamiento poblacional general. Se trata de un confinamiento especialmente duro -sobre el papel, por lo menos- diseñado en su artículo 7, titulado “Limitación de la libertad de circulación de las personas”, cuyo primer apartado rezaba así (en la corrección hecha por el Decreto 465/ 2020, dictado unos días después): “1.-Durante la vigencia del estado de alarma las personas únicamente podrán circular por las vías de uso público para la realización de las siguientes actividades, que habrán de hacerse individualmente, salvo que se acompañe a personas con discapacidad, menores, mayores o por otra causa justificada: a) Adquisición de alimentos, productos farmacéuticos y de primera necesidad. b) Asistencia a centros, servicios y establecimientos sanitarios. c) Desplazamiento al lugar de trabajo para efectuar su prestación laboral, profesional o empresarial [pero recuérdese que muchas actividades económicas o profesionales quedaron o bien suspendidas o bien a desarrollar de modo no presencial, electrónicamente, por iniciativa privada o por orden de la autoridad: véanse al respecto, por ejemplo, artículos 9 y 10 e, indirectamente, disposiciones adicionales segunda y tercera del Real Decreto 463/ 2020]. d) Retorno al lugar de residencia habitual. e) Asistencia y cuidado a mayores, menores, dependientes, personas con discapacidad o personas especialmente vulnerables. f) Desplazamiento a entidades financieras y de seguros. g) Por causa de fuerza mayor o situación de necesidad. h) Cualquier otra actividad de análoga naturaleza.” [3] A pesar de la vaguedad del texto, en particular de sus apartados g) y h), que debe de haber dado lugar a un sinnúmero de arbitrariedades administrativas, su lógica es inconfundible: la regla general es la prohibición de circular, de desplazarse, y el permiso para hacerlo es la excepción. Por tanto, se confirma la impresión de dureza de la barrera física social establecida en el Real Decreto 463/ 2020, dureza que, desde luego, queda justificada por su necesidad para contener la infección.
Otras previsiones destacables del Real Decreto 463/ 2020 declarativo del estado de alarma que conviene señalar, aunque sea de pasada, son las que se enumeran a continuación: i.- Concentración de potestades ejecutivas, centrales y autonómicas, en el presidente del gobierno y los ministros de defensa, interior, transportes y sanidad creándose de este modo una especie de gabinete reducido, por encima de cualquier otra autoridad del poder ejecutivo (artículo 4 del R.D. 463/ 2020); ii.- Cierre o paralización de un gran número de establecimientos, actividades económicas y profesionales y servicios, incluida buena parte de la administración de justicia (artículos 9, 10, 11, 14 y disposiciones adicionales segunda y tercera); iii.- Requisas de bienes y prestaciones personales obligatorias (artículo 8); iv.- Intervención pública de instalaciones y empresas privadas con el objeto de asegurar el abastecimiento alimentario, el “suministro de los bienes y servicios necesarios para la protección de la salud pública” y el de energía (artículos 13, 15 y 18). Respecto a estas dos últimas facultades que otorga el decreto al gabinete reducido descrito en su artículo 4 no se pude pasar por alto su llamativa escasa utilización, en opinión del autor de este escrito. Por ejemplo: no obstante la escasez de numerosos tipos de productos absolutamente indispensables para proteger al personal sanitario del contagio, para atender adecuadamente a los enfermos y para contar con datos fiables sobre la evolución de la enfermedad sin los cuales es imposible graduar correctamente la intensidad del confinamiento (mascarillas, alcohol, unidades UCI, respiradores y ventiladores, test…), no parece que se haya hecho gran cosa por intervenir empresas y establecimientos privados con el objeto de producir o proporcionar esta clase de bienes tan desesperadamente requeridos. En vez de eso, la estrategia casi exclusiva para proveerse de esos bienes por parte de las Administraciones Públicas, central y autonómicas, ha consistido en acudir a un mercado mundial desbordado por la demanda y a recibir lo que graciosamente ha estado dispuesto a entregar el sector privado. Ante hechos como este, uno tiene la impresión de que buena parte de nuestra clase política (y de la clase política euroamericana, en general) tiene todavía una fe tan ciega en el credo político-económico neoliberal que preferiría morirse de COVID-19 a intervenir el sector privado con la intensidad que la situación sin duda alguna exige (se entiende: intervenir en él positivamente y no sólo negativamente, ordenando la paralización temporal de ciertas actividades). En todo caso, las dificultades para proveerse de bienes necesarios a través del mercado global deberían hacer replantear nuestra dependencia excesiva de ese mercado y de una actividad como el turismo y generar un acuerdo de relanzamiento de nuestra base industrial en cuanto a la capacidad para producir bienes esenciales.
El decreto de declaración del estado de alarma acabado de comentar muy por encima es la base legal justificadora de todo un nuevo derecho especial de urgencia que se ha venido elaborando incluso desde antes de la aprobación del citado decreto. Este derecho, que muy bien se podría calificar de derecho de excepción “coronavírico”, se superpone al derecho ordinario y lo desplaza parcialmente. Es un derecho extenso y confuso, que incide en la mayoría de los sectores del ordenamiento jurídico y, por tanto, regula los ámbitos más variopintos de la vida social. Se puede decir que es ese derecho de excepción “coronavírico” el que rige hoy en día nuestras vidas desde la perspectiva jurídica, y no el que existía con anterioridad al 14 de marzo de 2020 [4].
III
Históricamente, la idea contemporánea de estado de excepción está unida en sus vicisitudes a la idea ilustrada de estado de derecho. Es la otra cara de la misma moneda. En virtud de la idea de estado de derecho (état de droit, Rechtsstaat, stato di diritto, rule of law) se ha intentado organizar jurídico-políticamente el estado con arreglo a una serie de principios (separación o división de poderes, imperio de la ley, control judicial independiente de la actuación de los poderes públicos) con la finalidad de someter el ejercicio del poder público a un derecho dotado de un contenido determinado (estructurado en torno al reconocimiento de unos derechos subjetivos civiles y políticos básicos) y proteger así a los ciudadanos de los abusos de los detentadores de ese poder. Sin embargo, el liberalismo decimonónico entendió siempre que existían toda una serie de situaciones en las cuales el estado, en especial el poder ejecutivo, no debía actuar conforme a las reglas del estado de derecho si se quería preservar el orden socioeconómico y político liberal establecido, tanto frente a los enemigos reaccionarios de dicho orden como frente a los movimientos sociales obreros o campesinos, o si se quería vencer en una guerra civil o interestatal. Estas situaciones se han denominado desde entonces genéricamente situaciones o estados de excepción (o de emergencia) y comportaron, hasta el constitucionalismo de la segunda posguerra mundial, una autorización al poder ejecutivo para actuar al margen de las reglas del estado de derecho, sin sometimiento al derecho positivo previsto para situaciones de normalidad, con su contenido estructurado en torno al reconocimiento de una serie de derechos fundamentales. Las leyes dejaban de ser la guía de la acción de los gobernantes cuyo incumplimiento podía suscitar la reacción de los tribunales en defensa de los derechos de los gobernados. La acción estatal pasaba a estar orientada únicamente por un criterio de conveniencia o necesidad discrecionalmente valorado por el poder ejecutivo-de ahí que al estado de excepción se le llamase también estado o situación de necesidad-: se debía hacer todo lo necesario para alcanzar un determinado resultado fáctico (el mantenimiento del statu quo, la victoria militar). La pura racionalidad instrumental primaba sobre el respeto a ciertos valores ético-políticos, sin que los tribunales pudieran cuestionar las decisiones de las autoridades gubernamentales.
Tras las terribles experiencias de los fascismos y las dos guerras mundiales y la incorporación de los partidos socialistas a las democracias representativas occidentales -donde existían, claro-, la idea de estado de derecho se quiso llevar más lejos en algunos países, hasta el punto de intentar reducir a la mínima expresión el estado de excepción. Aparecieron regulaciones constitucionales y/o legales de lo que se debía entender por situación de excepción, de los procedimientos para declararla y de los poderes que podían ejercerse en dicha situación, así como de sus límites, poderes cuyo ejercicio podía ser objeto de control judicial (Alemania, Francia, España, esta última tardíamente) [5]. Respecto a esta cuestión de los muy loables intentos de regular jurídicamente lo excepcional, de minimizar al máximo el alcance de los poderes de excepción, algunos autores [6], introduciéndose en un auténtico cenagal, se han planteado el inquietante interrogante de si no equivaldrá eso a intentar poner puertas al campo, esto es, de si no se darán situaciones en las cuales la supervivencia de un cierto orden constitucional a priori legítimo -o, por lo menos, preferible a aquello que se pretende imponer en sustitución del mismo- exige adoptar decisiones que no están previstas en la regulación constitucional o legal de la excepcionalidad o la infringen (por ejemplo: ¿qué debería hacer un gobierno democrático si, para neutralizar un golpe de estado militar o el triunfo de un movimiento de tipo totalitario, del estilo del partido nazi pongamos por caso, es preciso vulnerar o ignorar la regulación constitucional o legal de la excepcionalidad? ¿Atenerse a esa regulación y dejarse derrocar?). Es este un problema demasiado resbaladizo, escabroso y complejo, demasiado alejado, por añadidura, de las preocupaciones de este primer cuarto del siglo XXI, como para demorarse en él en un texto sobre la crisis generada por la COVID-19. Por otra parte, la extensión de la idea de estado de derecho al terreno de la excepcionalidad misma -al menos, en el plano jurídico-institucional- se ha visto desvirtuada en buena medida por la proliferación en muchos países de una legislación ordinaria vulneradora de derechos fundamentales muy agresiva, que, sin necesidad de declarar estado de excepción alguno, confiere a las autoridades estatales poderes incompatibles con la idea ilustrada de estado de derecho (legislación antiterrorista, legislación penal impulsada por el populismo punitivo, ꞌleyes-mordazaꞌ…) [7].
En suma, de lo expuesto en los párrafos anteriores, se puede concluir que tradicionalmente las expresiones ꞌestado de excepciónꞌ o ꞌpoderes de excepciónꞌ, o equivalentes, se han asociado ante todo con crisis o conflictos sociopolíticos. En cambio, la respuesta mediante poderes de excepción a la COVID-19 no se nos aparece en un principio como la reacción a una crisis o conflicto sociopolítico, sino como la defensa frente a la amenaza que representa para la vida y la salud de las personas un fenómeno natural, biológico: una epidemia. Y, sin embargo, el aspecto sociopolítico de la excepcionalidad en el caso de la crisis de la COVID–19 no desaparece en absoluto, y esto es importante subrayarlo. Pues una epidemia es, por definición, un fenómeno social, y la epidemia de la COVID-19 en particular ha sido agravada por una amplísima gama de factores sociales y políticos (la ausencia de instituciones de gobernanza global preocupadas por la defensa de los bienes y servicios públicos; la obsesiva política promercado de los gobiernos occidentales y su escasa atención al mantenimiento de unos servicios de salud pública debidamente preparados para una epidemia cuyo riesgo se anunciaba desde hacía mucho tiempo; la desigualdad socioeconómica, vinculada a los tres factores anteriores, que facilita que ciertas poblaciones y ciertas personas puedan protegerse del virus mejor que otras; la falta de previsión de los gobiernos; la descentralización política territorial, que, en el caso concreto de España, ha dificultado a todas luces una respuesta unitaria y racional a la epidemia; la rivalidad geopolítica entre China y EEUU…). Por tanto, el estado de excepción en que vivimos a causa de la COVID-19 no está tan alejado del tradicional como pudiera parecer en un primer momento.
IV
No es el propósito de este escrito llevar a cabo una evaluación general de los riesgos -en el sentido de peligros o potencialidades socialmente nocivas- vinculados a la gestión política, social y económica de la epidemia de la COVID-19, sobre los cuales me remito al inabarcable número de artículos publicados en esta y otras revistas, amén de aquellos aparecidos en los periódicos de gran tirada. Aquí bastará simplemente con citar algunos de los riesgos más sobresalientes que se comentan en esa literatura: aceleración de la automatización y digitalización del trabajo humano en el contexto de una economía de mercado en la cual las condiciones de trabajo son pésimas y muy precarias y los desempleados de larga duración se convierten en individuos socialmente irrelevantes; intensificación de la desigualdad socioeconómica, entre países y dentro de los países, por la negativa a implementar una política fiscal progresiva y abolicionista de los paraísos y el dumping fiscales, acordada a nivel global o regional, en lugar de fiarlo todo al endeudamiento en un contexto de recesión, competencia económica exacerbada y rápido deterioro de los servicios públicos; incremento exponencial del poder empresarial sobre las poblaciones merced a la difusión de las nuevas tecnologías de control digital y la inteligencia artificial; atomización y aislamiento sociales de las personas, con las correspondientes pérdida de sentido de la realidad, distorsiones cognitivas y extinción de la autonomía personal; escalada de las tensiones internacionales entre grandes potencias o grupos de potencias; triunfo de movimientos extremistas chovinistas o xenófobos; legitimación de planteamientos absurdamente autárquicos; conquista por el afán de lucro y poder de las últimas fronteras de la explotación económica de los seres humanos, de la vida humana misma (explotación masiva y sin resquicios de su material biológico y de los datos asociados a la persona, esto es, de su identidad misma en definitiva)… Naturalmente, estas, u otras similares, serán las consecuencias de la reiteración de la pandemia de la COVID-19 si se opta por preservar a toda costa el modelo socioeconómico imperante y, por tanto, se impone el egoísmo individualista más descarnado, el lema ꞌsálvese quien puedaꞌ (o, como escribió El Roto en cierta ocasión, ꞌsálvese quien tengaꞌ).
Pero, como ya se ha señalado antes, no es la intención de este texto explayarse sobre esos grandes riesgos generales, sino limitarse a hacer algunas reflexiones acerca de los riesgos específicos que podría implicar el recurso prolongado y reiterado a la declaración de estados excepcionales y a los poderes de excepción con motivo de epidemias sucesivas de COVID-19 (u otro nuevo patógeno infeccioso). En este sentido el riesgo principal es, obviamente, el de un rampante autoritarismo. En efecto, los gobernantes que ejercen poderes de excepción, esto es, poderes extraordinarios liberados de controles y contrapesos político-institucionales y jurídicos al ejercicio del poder, pueden habituarse a un tipo de gobierno de la cosa pública que depende de su exclusivo arbitrio y por el cual no se les exige responsabilidad alguna (o respecto al cual disminuye enormemente el listón de responsabilidad exigida). En consecuencia, se pueden sentir libres de hacer lo que quieran. En tal caso, tenderán a corromperse sin temor a las consecuencias, a imponer sus decisiones sin importarles los efectos que éstas tengan en la vida de las personas o si suponen violaciones graves de derechos fundamentales y tenderán así mismo a dejarse influir mucho más que ahora por toda clase de intereses ocultos, ajenos al interés general y al bien común. La relajación de los límites y controles institucionales del poder estatal propios de la idea del estado de derecho, que a algunos puede atraer por juzgarlo una condición imprescindible para transformar la sociedad, suele ser un fenómeno muy peligroso, pues suele conllevar la impunidad de los gobernantes y acabar en crueles dictaduras (ciertamente una cosa es criticar ciertos aspectos de la idea de estado de derecho; otra muy distinta, despreciarla). No podemos prescindir de esos controles y confiar en que la buena voluntad, las buenas intenciones o la correcta ideología del gobernante o la espontánea capacidad del ꞌpuebloꞌ para rebelarse frente a las injusticias sean garantía suficiente frente al autoritarismo. Si bien la mera existencia jurídico-institucional de dichos controles no asegura nada en ausencia de unos gobernantes comprometidos con la democracia y los derechos fundamentales y una ciudadanía vigilante y activa, estos últimos difícilmente son imaginables en un régimen en que los gobernantes concentran en sus manos un poder absoluto, y a la historia del pasado siglo me remito.
Más aún: la deriva autoritaria del poder que podría acentuar y acelerar el recurso constante a los estados y poderes excepcionales a consecuencia de epidemias reiteradas de COVID-19 u otros fenómenos catastróficos semejantes nos podría conducir a un mundo en que se materialice la vieja aspiración de los gobernantes al control totalitario de la población. Las modernas tecnologías de la información y de inteligencia artificial y las biotecnologías ofrecen una vía a dicho control totalitario de las personas con la que las dictaduras nazifascistas no podían siquiera soñar. Un excelente ejemplo de las potencialidades totalitarias de esas tecnologías en manos de unos gobernantes neoabsolutistas se encuentra en un largo pasaje de un artículo del ensayista coreano de moda Byung-Chul Han: “La conciencia crítica ante la vigilancia digital en Asia es prácticamente inexistente. Apenas se habla ya de protección de datos, incluso en Estados liberales como Japón y Corea. Nadie se enoja por el frenesí de las autoridades para recopilar datos. China ha introducido un sistema de crédito social inimaginable para los europeos, que permite una valoración o evaluación exhaustiva de los ciudadanos. Cada ciudadano debe ser evaluado consecuentemente en su conducta social. En China no hay ningún momento de la vida social que no esté sometido a observación. Se controla cada clic, cada compra, cada contacto, cada actividad en las redes sociales. A quien cruza con el semáforo en rojo, a quien tiene trato con críticos del régimen o a quien pone comentarios críticos en las redes sociales le quitan puntos. Entonces la vida puede ser muy peligrosa. Por el contrario, a quien compra por Internet alimentos sanos o lee periódicos afines al régimen le dan puntos. Quien tiene suficientes puntos obtiene un visado de viaje o créditos baratos. Por el contrario, quien cae por debajo de un determinado número de puntos podría perder su trabajo. En China es posible esta vigilancia social porque se produce un irrestricto intercambio de datos entre los proveedores de Internet y de telefonía móvil y las autoridades (…). En China hay 200 millones de cámaras de vigilancia, muchas de ellas provistas de una técnica muy eficiente de reconocimiento facial. Captan incluso los lunares en el rostro. No es posible escapar de la cámara de vigilancia. Esas cámaras dotadas de inteligencia artificial pueden observar y evaluar a todo ciudadano en los espacios públicos, en las tiendas, en las calles, en las estaciones y en los aeropuertos (…). Toda la infraestructura para la vigilancia digital ha resultado ser ahora sumamente eficaz para contener la epidemia. Cuando alguien sale de la estación de Pekín es captado automáticamente por una cámara que mide su temperatura corporal. Si la temperatura es preocupante todas las personas que iban sentadas en el mismo vagón reciben una notificación en sus teléfonos móviles. No en vano el sistema sabe quién iba sentado dónde en el tren. Las redes sociales cuentan que incluso se están viendo drones para controlar las cuarentenas. Si uno rompe clandestinamente la cuarentena un dron se dirige volando a él y le ordena regresar a su vivienda (…) [8].” Con esta cita, de cuya anormal extensión me excuso, no se busca acusar al gobierno chino de totalitarismo, sino simplemente advertir de la potencialidad totalitaria conectada a la generalización de los nuevos medios tecnológicos de control policial de poblaciones cuyo contexto ideal podría venir dado por el constante recurso a unos estados y unos poderes de excepción justificados en su necesidad para prevenir futuras pandemias de COVID-19 (u otros agentes infecciosos).
Vayamos concluyendo. Nunca antes en la historia contemporánea la fuente explícita de justificación última del estado de excepción y del poder excepcional invocada había sido su necesidad para garantizar la supervivencia física misma de la población, la pura continuidad de las vidas de los individuos como hecho biológico [9]. Ante semejante amenazadora invocación, es difícil que el uso y abuso de ese poder no sea aceptado por la ciudadanía. La enormidad de las catástrofes que se ciernen sobre la humanidad, provocada por la inacción ante una serie de causas perfectamente identificables y previsibles, pero que exigirían para conjurarlas caminar hacia un orden socioeconómico igualitario y ecológicamente sostenible, transformarán lo excepcional en normal: propiciará y normalizará la asunción de poderes cada vez más totalitarios como único medio para garantizar la supervivencia física de los individuos o, incluso, de la especie. Llegados a este punto, las peores pesadillas distópicas de la literatura y el cine de los siglos XX y XXI podrían hacerse realidad. Ojalá este pronóstico esté equivocado y las sociedades humanas sepan no sólo cuestionar el recurso abusivo al estado de excepción, sino abordar las causas de fondo que generen situaciones en que ese recurso sea una tentación demasiado fuerte y, en apariencia, razonable como para resistirse a ella [10].
Notas:
[1] Cfr. Balázs, P., Foley, K.L., The Austrian success of controlling plague in the 18th century: maritime quarantine methods applied to continental circumstances, en Journal of History of Culture, Science and Medicine, Vol. 1, nº 1, 2010 (consulta electronica).
[2] Texto del artículo 116.2 de la Constitución: “El estado de alarma será declarado por el Gobierno mediante decreto acordado en Consejo de Ministros por un plazo máximo de quince días, dando cuenta al Congreso de los Diputados, reunido inmediatamente al efecto y sin cuya autorización no podrá ser prorrogado dicho plazo. El decreto determinará el ámbito territorial a que se extienden los efectos de la declaración.”
[3] Las letras en cursiva y el añadido entre corchetes son míos. Disposiciones normativas posteriores, a partir del Real Decreto 492/ 2020 de 24 de abril (tercera prórroga del estado de alarma), han ido flexibilizando y levantando progresivamente -de un modo provisional, condicionado a los vaivenes en la evolución de la epidemia- el confinamiento decretado el 14 de marzo.
[4] Quien tenga curiosidad y paciencia, puede acudir al Boletín Oficial del Estado, donde podrá encontrar varios códigos legales bajo la rúbrica COVID-19 que suman miles de páginas.
[5] En cuanto a Italia, ésta solo dispone de una legislación reguladora del denominado allí ꞌestado de emergencia nacionalꞌ, una figura jurídica más o menos equiparable al estado de alarma español. Este ꞌestado de emergencia nacionalꞌ fue declarado a raíz de la COVID-19 el día 31 de enero de 2020 (aunque una medida de confinamiento para toda Italia de la misma naturaleza que la española no se decretó hasta el 24 de marzo de 2020, salvo error por mi parte; compárense en este sentido el decretos-ley italiano de 22 de febrero de 2020 con el decreto-ley de ese mismo país de 24 de marzo de 2020 y este último, a su vez, con el RD 263/ 2020 de 14 de marzo).
[6] En el ámbito de la doctrina constitucional, este problema ha sido formulado recientemente por Pablo Fernández de Casadevante, El derecho de emergencia constitucional en España: hacia una nueva taxonomía, en Revista de Derecho Político de la UNED, nº 107, enero-abril 2020, pp. 111 y ss.
[7] Por no hablar de la actividad clandestina e ilegal, sin más, de algunos agentes y sectores del aparato estatal, en connivencia o no con la criminalidad organizada (se recomienda al respecto la lectura de la obra de Giuliano Turone Italia oculta. Terror contra democracia, Trotta, Madrid, 2019).
[8] Byung-Chul Han, La emergencia viral y el mundo de mañana, publicado en la edición del 22 de marzo de 2020 del diario El País.
[9] Se retoma una idea del filósofo Giorgio Agamben.
[10] Nada de lo expuesto en este escrito debe ser entendido como una crítica a la idoneidad del confinamiento decretado por el gobierno español el 14 de marzo de 2020, ni como un posicionamiento en contra de la continuidad del estado de alarma en España.
https://rebelion.org/indicaciones-y-reflexiones-a-proposito-del-estado-de-alarma/
Periódico Alternativo publicó esta noticia siguiendo la regla de creative commons. Si usted no desea que su artículo aparezca en este blog escríbame para retirarlo de Inmediato



No hay comentarios.:
Publicar un comentario