«Andrea: Desgraciado el país que no tiene héroes.
Galileo: No, desgraciado el país que necesita héroes.»
(Bertolt Brecht: Galielo Galilei)
Nunca creí en los aplausos de las ocho de cada tarde. Procuraba soslayar el momento ocupándome con cualquier cosa; sacando la basura, por ejemplo, evitaba ser objeto de censura. Siempre es difícil apartarse de la conducta entusiasta del grupo, máxime en momentos difíciles para la comunidad en los que lo habitual es entregarse a los gestos dramáticos y al cultivo del simbolismo más exacerbado. En los balcones de la calle de mi confinamiento siempre se oía a esa hora el «Que viva España» de Manolo Escobar tras el «Resistiré» de rigor que culminaba con gritos varios de «viva España» y el tremolar de alguna que otra banderita nacional.
Se supone que aplaudíamos a nuestros héroes, a los que estaban «en primera línea combatiendo el coronavirus». Dramatismo de connotaciones bélicas que yo era incapaz de hacer mío. No podía evitar percibir ese acto comunitario repetido tarde tras tarde como el gesto de un monumental cinismo.
Un par de semanas antes de la declaración del estado de alarma y el consiguiente inicio del confinamiento se convocó para un domingo por la mañana una concentración en defensa de la sanidad pública, desde hace más de una década en proceso de merma creciente de recursos. Esos «héroes» a los que aplaudíamos en plena crisis epidémica ya hace tiempo que llevaban trabajando en condiciones de deterioro continuado, sujetos a una penuria lamentable y tratados laboralmente como cualquier trabajador precario. En aquella concentración a la que asistí en la ciudad donde resido se reunieron apenas un par de cientos de personas.
Yo no quería aplaudir las tardes del confinamiento porque no deseaba contribuir a la inflación simbólica en la que nos hallamos instalados desde hace ya demasiado tiempo, síntoma de una especie de delirio colectivo que nos aleja más y más de la realidad y nos impide actuar de manera verdaderamente transformadora sobre ella. Prueba de esta neurosis social es que nada ha mejorado esencialmente en nuestro sistema sanitario público. Y sus «héroes» siguen solos. La ciudadanía ni siquiera se toma la molestia de aplaudir ahora.
La idea del héroe es de naturaleza mítica. Es un ser anómalo por genealogía y por traspasar en capacidad los límites de la naturaleza humana. Su existencia cobra sentido merced a la realización de proezas guiado por lo que los griegos llamaban hibris o desmesura, una especie de inclinación a traspasar las fronteras de lo posible. En ello hay un coqueteo con la muerte, un ponerse en riesgo. Es muy común en los mitos clásicos que el final del héroe sea trágico, violento, en combate; responden a este arquetipo las figuras de Héctor y Aquiles en la Ilíada. La muerte, en cualquier caso, magnifica la condición sobrehumana del héroe, próxima a la gloria divina. Esta proximidad la heredará con la religión judeocristiana la figura del mártir, otro producto mitogenético.
Creo que la idea de héroe muta hacia el siglo XIX cuando se le incorpora el ingrediente de la nación; a partir de entonces heroísmo y patriotismo van de la mano. Los héroes son necesarios para inspirar a las nuevas generaciones de hijos de la patria. Eso sí, se mantiene el papel inevitable de la guerra para crear heroísmo. El peligro se afronta no arrastrado por la pasión de la hibris, la pasión del querer ser más –que ya en la modernidad tan bien supo plasmar Mary Shelley en su Víctor Frankenstein–, sino en el sacrificio, en la entrega abnegada a la tarea que encumbran en cada caso los valores patrios.
En la película estrenada en 1992, Héroe por accidente, dirigida por Stephen Frears, la idea de héroe es objeto de un proceso de deconstrucción por así decir. El guionista, David Webb Peoples, responsable también de la historia de la muy reputada Blade Runner, somete al tamiz de la posmodernidad el arquetipo, que revela así su inanidad al mostrar que su fundamento no es otro que el relato, el mito en fin. Recodemos que el paradigma de la posmodernidad relega la verdad a puro relato, a mera construcción social que deshace como un azucarillo en el café la objetividad del conocimiento y, por ende, el conocimiento mismo. En este sentido, es una propuesta filosófica que significa una enmienda a la totalidad del ideal de la Ilustración. Quede claro que mis presupuestos epistémicos no comulgan con los de la posmodernidad; pero para según qué ámbitos de la realidad, y sobre todo de la realidad humana, poner el foco en el relato como actividad fundacional de ideas que pasan por ser verdades indiscutibles, puede ser un sano ejercicio de desmitificación.
Sostengo que es el caso de la noción de héroe, que ya hemos visto que tiene un origen genealógico genuinamente mítico, y que tiene la capacidad de sobrevivir como meme –que diría Richard Dawkins– a lo largo del tiempo, mutando en su transmisión de cerebro a cerebro y de generación a generación, de forma que logra adaptarse exitosamente a las necesidades históricas que en cada momento sobrevienen.
En Héroe por accidente (el título original en inglés es simplemente Hero, lo que subraya en efecto la intención desmitificadora de la historia que nos cuenta), Bernie Laplante (interpretado magistralmente por Dustin Hoffman) es un ladronzuelo y timador de poca monta, padre lamentable, individuo que encarna lo peor de la condición humana y antítesis del ciudadano ejemplar. Este tipo, que defrauda continuamente a todo el mundo, incluidos su esposa y su hijo, se da de bruces prácticamente de manera literal con un avión accidentado del que inopinadamente, y poniendo en riesgo su propia vida. va extrayendo él solo a todos y cada uno de los pasajeros y la tripulación. Luego sale corriendo del lugar, cuando llegan los bomberos y demás servicios de asistencia, quedando sin conocerse su gesta y la identidad de quien la llevó a cabo.
La película también es un excelente recurso para reflexionar acerca de la verdad, pues lo que muestra es cómo la búsqueda del héroe se ajusta a la identificación de una persona que encaje con el arquetipo mítico. La periodista (interpretada con verosimilitud por la actriz Geena Davis) que se implica personalmente en esa empresa, cínica y descreída por haber experimentado a lo largo de su carrera profesional el punto de degradación moral que ha alcanzado su ciudad, ve en esa historia la oportunidad de recuperar la fe en la humanidad, de encontrar a ese héroe que inspire al conjunto de la ciudadanía las mejores virtudes, que incluye por supuesto el sentido patriótico, la generosidad y la empatía. Se subraya así la función de ejemplaridad que se supone intrínseca del héroe, así como su poder para generar el impulso de emulación en los integrantes de una sociedad desmoralizada.
En su tenaz búsqueda del héroe, la periodista da con alguien que no es Bernie Laplante, pero que encaja a la perfección con el arquetipo de ángel salvador. A partir de este momento se construye todo un relato con el soporte de los medios de comunicación, especialmente la televisión. La imagen, la iconografía épica, es imprescindible, ya que a su través se ofrece un modelo que llega con gran potencia emocional al público. Queda claro así que la verdad de los hechos nada tiene que ver con el héroe, sino la épica del relato, épica que se sustenta en valores que esencialmente tienen un alto componente tribal y de inspiración social. Es más: cuando la verdad se abre paso y se asoma por encima de la capa icónica con la que se glorifica la figura del héroe, ésta puede perder su halo de respetabilidad y de admiración, abriendo la puerta a la crítica e incluso al ataque visceral que suelen conllevar más profundamente una revisión de la historia de la colectividad y una marea de adhesión al cinismo como actitud vital.
Actualmente, en las sociedades más secularizadas, y máxime en la coyuntura actual de pandemia, la figura del héroe aparece estrechamente ligada a las situaciones de crisis, es decir, esos momentos en los que lo establecido parece fallar y se requiere de la toma de decisiones extraordinarias y la ejecución de acciones radicales que salven a la colectividad. El héroe es el salvador, cuando las infraestructuras del cuidado colapsan. Es lo que ocurrió durante el tiempo de los aplausos en los balcones. En ese sentido el héroe pierde toda su aura épica para revelarse como el síntoma de un fracaso. El fracaso de una sociedad que no ha sabido procurar las condiciones y elementos con los que responder a las necesidades vitales de sus integrantes. Un Estado que funciona no necesita héroes, pues cuenta con funcionarios trabajando eficientemente en instituciones diseñadas de manera inteligente para posibilitar que cada individuo pueda actuar en pos de la realización de su ideal de vida buena.
Siempre quedará margen para el héroe en los pliegues imprevisibles de la realidad que constituyen la contingencia; pero la sociedad que necesita héroes es una sociedad fallida. Esto último también lo podemos reconocer plasmado en el cine. Es el presupuesto narrativo de Los siete samuráis (1954) de Akira Kurosawa y de su versión norteamericana de 1960 titulada Los siete magníficos, de John Sturges. En ambas películas se muestra una situación en la que una comunidad se halla desamparada en un momento histórico en el que el Estado no le puede garantizar la seguridad frente a una horda de bandidos carentes de escrúpulos morales. Entonces la ética del héroe se erige en supremo baluarte para la protección del débil, en criterio por encima de cualquier otro para orientar sus decisiones y acciones, con el peligroso componente de arbitrariedad que eso acarrea.
No es de extrañar, pues, que a tal respecto el héroe pueda ser villano para según quién, y al contrario. Es el caso de los salvadores de la patria como Hitler o Franco, protagonistas de gestas dignas de admiración para muchos todavía. También de personajes como Pablo Escobar, delincuente paradójicamente convertido en héroe de películas y series de televisión, salvador para muchos colombianos pobres de barrios enteros en un Estado en el que demasiadas cosas no funcionan para desdicha de sus ciudadanos. Ese componente de relatividad se ha visto recientemente con el movimiento ciudadano que ha desembocado en la exigencia de retirada de diversos monumentos de personajes históricos en los Estados Unidos de Norteamérica. En nuestro país aún colea el debate en torno a la figura del Rey Juan Carlos I, durante décadas para muchos el héroe de la transición a la democracia; hoy por hoy, sin embargo, su papel ha pasado a ser el de villano para una parte significativa de la opinión pública española.
En el actual mundo de la economía el correlato del héroe protagonista de historias épicas es el empresario, el emprendedor, el individuo que desde cero, con poca ayuda y superando muchos obstáculos levanta un negocio y crea empleo. El arquetipo de esta versión es el héroe randiano, el protagonista de las novelas de la filósofa Ayn Rand, El manantial y La rebelión de Atlas, escritas entre las décadas de los cuarenta y cincuenta del siglo pasado. En la segunda, el héroe es un empresario que, como el titán mítico, carga a sus espaldas los destinos del mundo en un momento de crisis (¿habrá leído Trump esta novela?).
Existe, en efecto, una épica del emprendimiento arropada por la ideología liberal –y por la libertaria en su extremo– que subraya el valor de la iniciativa individual y relega a un segundo plano las estructuras sociales e institucionales que permiten las condiciones propicias para que tal emprendimiento germine y prospere dando sus frutos. Ello tiene su reflejo en la política del Estado que practica el laissez faire y confía en la iniciativa privada incluso para cubrir las necesidades de seguridad y cuidado básico de su ciudadanía. En el triunfo de este discurso ideológico, en el que se encuentra inserto el heroísmo económico, se halla una de las explicaciones del progresivo deterioro del estado de bienestar, el cual ha mostrado en nuestro país su condición de menesteroso en lo que a la atención sanitaria pública se refiere durante la presente pandemia.
El funcionario es lo opuesto al héroe. En su actividad no hay rastro ninguno del brillo épico; es más, diríase que es su antítesis. Mientras que el héroe aparece cuando irrumpe la crisis, el funcionario gestiona la normalidad. Su trabajo pasa inadvertido sujeto como está a la normatividad marcada institucionalmente. Es una figura siempre gris y anónima que sólo justifica la realización de un servicio público, componente esencial del capital social en el que la comunidad invierte a la vez que obtiene de él unos mínimos de bienestar. A mi modo de ver no hay metamorfosis más contranatura que la del funcionario que tiene que hacer de héroe porque la situación ha quebrado las capacidades de gestión de lo público. Mal asunto cuando nuestros próceres piden a los funcionarios que sean héroes y la ciudadanía en su mayoría lo acepta con naturalidad. Así se reconoce la insuficiencia de nuestro capital social, la desconfianza respecto de nuestras instituciones, y se pone toda nuestra esperanza en las arbitrarias voluntades individuales. Si estos se convierten en ingredientes estables de la atmósfera moral de una sociedad, entonces tenemos el mejor ambiente para que prosperen los populismos y salvapatrias en el plano político.
Santiago Ramón y Cajal fue uno de esos funcionarios, en este caso de la ciencia, convertido en «héroe» por mor de las penurias a las que se hallaba abocada la investigación en nuestro país hace algo más de una centuria. Mucho me temo que en esto no podemos sentirnos orgullosos de haber prosperado lo que los retos de nuestro tiempo exigen. Nuestros investigadores y científicos en general están muy lejos de gozar de la normalidad laboral que les permitiría la condición de funcionarios. Es bien sabido que mucho talento formado en nuestra patria se nos va al extranjero porque aquí no encuentra las condiciones de estabilidad y reconocimiento laboral para trabajar en la confianza provechosa de la rutina, con la que la metódica tarea investigadora germina (hay que incluir también a los profesionales sanitarios, que no son pocos los que emigran).
En su ensayo titulado Reglas y consejos sobre investigación científica de 1899, el premio Nobel de medicina sostenía que los historiadores no tenían que tratar de representar a España como «una nación de héroes, intelectuales y artistas sin parangón». Según él, un relato del pasado basado en el heroísmo con el fin de crear un espíritu nacional era una traición a la verdadera capacidad de los españoles.
Traición que se hace evidente en la actual coyuntura.
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