¿Cuáles son los factores estructurales que están detrás de la decisión del juez Edson Fachin? ¿Cómo queda el bloque golpista que habilitó la presidencia de Bolsonaro? ¿Qué significa la restitución de derechos políticos a Lula y qué hará el PT con ellos?
El Juez Edson Fachin, del Supremo Tribunal Federal (STF), anuló este lunes todas las condenas a Lula que le impuso el Tribunal Federal de Paraná relacionados con las investigaciones de la Operación Lava Jato. Con esta decisión, el ex presidente Lula recupera sus derechos políticos y puede volver a postularse en las elecciones.
Fachin, uno de los jueces que más promovió el Lava Jato dentro de la Corte y colaborador de la primera hora del exjuez Sergio Moro, declaró la incompetencia del Tribunal de Paraná en los casos de triplex de Guarujá, Atibaia y las donaciones al Instituto Lula. Según Fachin, el 13º Tribunal Federal de Curitiba no era el «juzgado natural» para estos casos. La decisión podría ser revocada por el pleno del STF, y la Procuraduría General de la República apelará la decisión.
El martes la Segunda Cámara del STF (el STF está compuesto por dos cámaras de cinco jueces cada una) declararía la parcialidad de Moro en el juicio de los procesos de Lula y otros actores, lo que llevaría a la anulación de las condenas de Lava Jato. Mientras que el juez Gilmar Mendes, también miembro del Supremo y enfrentado a Moro, había anunciado una supuesta «investigación» de la Operación Curitiba, el objetivo de Fachin es salvar el legado golpista del Lava Jato y alejar el foco de atención de Sergio Moro.
Una conclusión inmediata de esto es que el STF busca «barrer debajo de la alfombra» la participación directa que tuvo, junto con los militares y el régimen político, en el curso extremadamente autoritario en el que se enredó el país desde el surgimiento de la causa Lava Jato en 2014. La tentativa es frágil por todos lados: hace tiempo que hay pruebas claras de la arbitrariedad del encarcelamiento y la proscripción política de Lula en 2018. El Tribunal Supremo y el “escuadrón” de Moro, con el pleno apoyo del alto mando de las fuerzas armadas, han actuado en común para construir la estructura del régimen golpista durante los últimos cinco años. Tanto es así que, hasta ahora, los ministros del STF –que aceptaron sin objeción el chantaje militar en el famoso tuit de Villas Boas– buscan proteger la figura autoritaria y reaccionaria de Moro, que hizo todo lo posible para asegurar el triunfo de Bolsonaro en las elecciones amañadas de 2018.
El resultado de esta maniobra de Fachin es incierto, pero ya ha sido suficiente para revelar una vez más las líneas de falla dentro del autoritarismo del STF. El ala más alineada a la Lava Jato (Fachin, Luiz Fux, Luís Roberto Barroso) bloqueó la política del ala más moderada, encabezada por los jueces supremos Gilmar Mendes y Ricardo Lewandowski, ahora fortalecida con la presencia de Nunes Marques, nombrado por Bolsonaro. Es posible que esta fracción del STF vuelva a presionar con la investigación contra Moro dentro del paquete.
Bolsonaro recibió el aviso de que se puede estar construyendo un «plan B» para 2022, aunque los sectores más concentrados del capital financiero y la industria no han dado señales de querer movimientos apresurados (el agronegocio es un fiel defensor del gobierno). Por ello, el presidente hizo una declaración notablemente defensiva. El New York Times, voz resonante del imperialismo estadounidense, tituló que la decisión «tiene el potencial de remodelar el futuro de Brasil». Una muestra del desprecio al aliado trumpista en este hemisferio. El alto mando del Ejército guardó silencio, lo que dio protagonismo a la declaración de Paulo Chagas, general golpista que avaló la amenaza del general Villas Boas en 2018, diciendo que «Bolsonaro está deslumbrado con el poder, y necesita parar la pelota».
El bloque parlamentario conocido como el “Centrão” (partidos de derecha y extrema derecha que responden a intereses de las oligarquías y élites regionales), que apoya según le convenga a los partidos mayoritarios sin aliarse directamente con ninguno, espera el desarrollo de los acontecimientos, pero la declaración del presidente de la Cámara de Diputados, Artur Lira, ungido por Bolsonaro, fue sintomática: «Lula puede incluso merecer la absolución; ¡Moro, nunca!». El castigo a Moro unifica a Lula, al Centrão y al ala no “lavajatista” del STF, algo que, por otra parte, arroja luz sobre los movimientos de acercamiento del PT con sectores golpistas en otros temas. Sin políticos fuertes en el tablero, el neoliberal PSDB y el centroderechista DEM entonaron cánticos «contra los extremos», y Ciro Gomes del centroizquierdista PDL se sumó a la línea punitivista de la derecha. Por su parte, el reformista PSOL celebró la decisión de Fachin, con la habitual línea acrítica en relación con el PT y el régimen del golpe institucional.
Pero por debajo de estos primeros movimientos coyunturales, también hay factores estructurales que son independientes de la decisión de Fachin, una reacción a las tendencias políticas que venían surgiendo en Brasil y que se han fortalecido en 2020.
Uno de ellos es el enorme debilitamiento de la causa Lava Jato. El escándalo Vaza Jato de 2019, que reveló todas las medidas autoritarias utilizadas para encarcelar arbitrariamente a Lula, presentes en las conversaciones privadas entre los golpistas Sérgio Moro y Deltan Dallagnol, ha hecho público el fraude judicial que sustentó el golpe institucional. Hemos denunciado este fraude desde 2014 como la esencia de la Lava Jato: una operación pro-imperialista que allanó el camino para el asentamiento de un nuevo régimen nacido del golpe, y que entregó sectores estratégicos de la economía a multinacionales extranjeras.
El debilitamiento de Moro se profundizó tras su ruptura con el gobierno de Bolsonaro, que le otorgó el Ministerio de Justicia por más de un año y medio. Al final, la propia Operación Lava Jato se disolvió en febrero de 2021. Utilizado para erosionar el régimen de 1988, el Lava Jato fue incapaz de estabilizar un nuevo régimen en medio de la crisis económica mundial. Menos aún con las fuerzas desatadas en el régimen post-golpe, en el que Bolsonaro y las instituciones golpistas se disputaron quién sería el delineador decisivo de los contornos de este nuevo sistema político.
Fue a partir de la caída en desgracia de la investigación Lava Jato de Sérgio Moro, que surgió la cuestión de los derechos políticos de Lula. Como venimos defendiendo desde hace años en Esquerda Diario, la lucha contra el autoritarismo judicial del STF y el Lava Jato implicaba la defensa irrestricta de la libertad de Lula y la restitución de sus derechos políticos, sin dar ningún apoyo político al PT, que en 13 años de gobierno se ha aliado con las mismas fuerzas sociales reaccionarias (agronegocio, grupos evangélicos, fuerzas represivas, fiscales, etc.) que aplicaron el golpe.
Otro elemento inevitable es el papel del imperialismo estadounidense. El Lava Jato surgió en 2014, en pleno gobierno demócrata de Barack Obama. Entre las bambalinas del estado profundo estadounidense, el Departamento de Estado formó a figuras como Sérgio Moro, en seminarios como el Proyecto Puentes de 2009, que reunió a magistrados de varios países para formarlos en «investigación y castigo en casos de lavado de dinero», como reveló WikiLeaks. Esto impuso un curso de marcada sumisión de sectores estratégicos de la economía a los intereses imperialistas, impulsando el golpe institucional de 2016 para que el régimen pudiera pasar duros ataques a la población a un ritmo más rápido que el PT de Dilma Rousseff. Bajo la falsedad de «combatir la corrupción», inherente al sistema capitalista, la Lava Jato destruyó vestigios elementales de esta democracia degradada, mientras sustituía un esquema de corrupción por otro. Estos programas subsistieron con la elección del republicano Donald Trump en 2016, aliado de Bolsonaro en la Casa Blanca. Pero el Vaza Jato de 2019 fue impulsado por The Intercept de Brasil, un medio de comunicación vinculado al establishment demócrata. Con el cumplimiento de gran parte del programa de destrucción de los derechos laborales y la profundización de los rasgos semicoloniales de una economía dependiente y atrasada como la de Brasil, aparentemente la línea política del imperialismo norteamericano había cambiado incluso en pleno Gobierno de Trump. El demócrata Joe Biden asume la presidencia de Estados Unidos con la Lava Jato ya en decadencia. La línea de Biden es «reformar la Corte Suprema» de Estados Unidos, poblada de magistrados trumpistas, criticando la «politización de la justicia». No es improbable que este movimiento tenga implicancias internacionales.
En definitiva, la intención de someter a la mayor economía de América Latina a sus designios sigue siendo tan fuerte con el imperialista Biden como lo fue con Trump, o con Obama antes. Pero con el cumplimiento de buena parte de las tareas encomendadas al Lava Jato, es posible que la forma en que se manifieste esta política de subordinación haya cambiado, bajo los efectos de la continuidad de la crisis global y su agravamiento por la pandemia.
Con el elevado desempleo y el empobrecimiento generalizado en varios países del mundo, fruto de la crisis sanitaria, el riesgo de inestabilidad social es mayor. El propio FMI, en su artículo «La larga sombra del COVID-19», afirma que el curso de la pandemia aumenta las posibilidades de que se produzcan tensiones sociales violentas y disturbios antigubernamentales en todo el mundo. De hecho, en nuestro subcontinente, el vecino oriental de Brasil, Paraguay, vive fuertes manifestaciones populares contra el desempleo y el pésimo manejo de la crisis sanitaria, pidiendo la renuncia del derechista Mario Abdo Benítez, aliado de Bolsonaro. Las premisas materiales que sirvieron de detonante a las protestas en Paraguay se amplifican a gran escala a este lado de la frontera.
Estas nuevas condiciones, que traen la posibilidad de que recrudezca la lucha de clases en medio de la pandemia en América Latina, obligan al régimen a repensar los factores de contención con los que puede contar. Por un lado, tanto el imperialismo extranjero como el régimen golpista brasileño buscan preservar los logros del Lava Jato, descartando sus métodos. Es la mejor manera de continuar el régimen institucional golpista y su agenda económica bajo una frágil apariencia «democrática», desgastada con maniobras autoritarias desde 2016. Por otro lado, se hace necesario que la burguesía brasileña tenga herramientas de control ante la posibilidad de un fuerte malestar social frente a los dramáticos efectos de la crisis económica y sanitaria, que combinados con la errática política de Bolsonaro, colocan a Brasil como un paria del mundo.
En este último sentido, el mayor dispositivo con el que cuenta la burguesía brasileña para contener la lucha de clases en Brasil se llama Lula.
Los cálculos sobre la rehabilitación de Lula como único candidato capaz de derrotar a Bolsonaro en las elecciones de 2022 ya se venían haciendo desde hace tiempo. Merval Pereira, voz de O Globo y notorio defensor de la proscripción de Lula en 2018, ya planteó con simpatía la hipótesis de la restitución de los derechos políticos del líder petista por parte del Tribunal Supremo. El propio STF asentía en esta dirección: Gilmar Mendes preparaba la votación sobre la investigación de Moro, e incluso el propio golpista “reconvertido”, Edson Fachin, afirmó que la candidatura de Lula en 2018 habría «hecho un bien a la democracia y fortalecido el estado de derecho«. La operación fue compleja, pero está determinada por algunas condiciones: la restitución de los derechos políticos se harían con Lula actuando como válvula de escape del descontento social dentro de las fronteras del régimen golpista. Naturalmente, todo depende de que Lula y el PT asuman la protección de la obra económica del golpe, sus ajustes ultraliberales y antiobreros, como viene haciendo en los estados del Nordeste donde gobierna.
La comunión del PT con el régimen golpista, haciendo guiños benévolos a los militares (como al nuevo presidente de Petrobras, el general Luna e Silva, que editó la amenaza de Villas Boas al STF en 2018), coqueteando con personalidades como el expresidente neoliberal Fernando Henrique Cardoso (como hace Haddad en este vídeo) es la enésima prueba de que este partido no tiene nada que ofrecer a los trabajadores. Para el PT no se trata de luchar contra el régimen golpista, sino de ocupar su lugar en él. ¿Por qué las críticas de Lula a Sergio Moro no se extienden a la obra económica del golpe? ¿Por qué no dice nada sobre la necesaria derogación de las reformas laborales y de la seguridad social? ¿Por qué no se calla ante la parálisis absoluta de la burocracia sindical petista, atornillada a los sillones de la CUT, que aún liderando a millones de trabajadores no los organiza contra los ataques económicos de todo el régimen golpista, que incluye a Bolsonaro, a los diputados, al STF, a los gobernadores? Las centrales obreras CUT y CTB deben terminar la tregua que le dieron a los golpistas y poner el aparato de los sindicatos que dirigen al servicio de las luchas. La lucha por la restitución de los derechos de Lula debe combinarse con la lucha contra todos los ataques y el cuestionamiento de todo este régimen político podrido.
No debemos confiar en la política del PT. Las batallas contra los efectos de la pandemia del coronavirus, el desempleo y los ataques económicos de los golpistas deben ir de la mano de la defensa de nuestros derechos democráticos. Esta batalla exige un programa de emergencia contra la crisis sanitaria que ataca a los capitalistas e implica para nosotros la imposición por la lucha de una Asamblea Constituyente Libre y Soberana como salida independiente de todas las alas de este régimen golpista que permita al pueblo deshacer todos los ataques y reformas impuestas desde el golpe, y decidir las medidas para enfrentar todos los problemas sentidos por la mayoría del pueblo.
Fuente (del original en portugués): http://www.esquerdadiario.com.br/Lula-e-o-xadrez-golpista-por-tras-da-decisao-de-Fachin
Fuente (de la traducción): http://www.izquierdadiario.es/Lula-y-el-ajedrez-golpista-detras-de-la-anulacion-de-sus-condenas
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