La violencia a cargo del estado en el marco de la movilización nacional que desde hace 30 días tiene en la calle a millones de personas, señalan la tesis de que el Gobierno declaró la guerra a su pueblo. En su estrategia para ganarla está combinando todas las formas de lucha. Se inventó al pueblo como enemigo y descarga su furia. Políticamente estigmatiza, censura y veta a sus adversarios; mediáticamente controla la matriz informativa para desvirtuar y cambiar la noción de lo que ocurre; militarmente las fuerzas armadas disparan contra civiles desarmados a los que trata como enemigos combatientes, siguiendo la doctrina del enemigo interno y asumiendo a veces la forma de SS. Diplomáticamente obstaculiza, desvía la mirada, replica y busca coro al negacionismo del holocausto en marcha, la imparcialidad también es su enemiga; socialmente instala engaños y dilaciones para dividir a la población e inclusive usa a su favor las cifras del contagio; económicamente intimida, acusa, ataca y define erróneamente a los bloqueos como acciones de terror.
El Gobierno ha usado su poderío para destruir la legitimidad del movimiento nacional en su contra, es consciente que la protesta pacífica es imparable porque es justa, autónoma y popular y teme no tener las respuestas materiales efectivas. La gente no quiere normas, leyes, decretos, ni anuncios, reclama garantías para la superación de graves carencias y necesidades que afectan el ciclo vital de cualquier ser humano, pero también evoca cambios en estructuras que impiden vivir con dignidad, con existencia política. El Gobierno y el partido en el poder quizá no esperaban que sus actuaciones desencadenaran en una tragedia tan relevante a su cargo, en su arrogancia estaban convencidos que todo lo que hacían por su pueblo, en defensa de la patria, nunca pensaron que todo terminaría en el horror que provocaron, su interés de poder no logran separarlo de su obsesión de poder.
Oficialmente las mismas instituciones controladas por el partido en el poder anuncian que la pobreza está en acelerado aumento, que quienes comían tres veces al día ahora solo comen dos veces y que varios millones en miseria no tienen seguro un solo bocado. Informan que la desnutrición aumenta y causa muertes y que el sistema de corrupción política local de elites y empresarios se roban el presupuesto de la comida escolar. Indican también que por falta de agua potable se pierden vidas y que el creador de la reforma tributaria, ya derrotada, está comprometido en el desastre. No hay empleo para jóvenes; la deserción escolar crece; la informalidad es rebusque diario; las jubilaciones están en riesgo la seguridad social ya ni siquiera es sueño. Para viejos no hay políticas. Los asesinatos selectivos de defensores y líderes sociales se mantiene en su avance genocida. Los indicadores ratifican que lo que crece sin parar son las fortunas del 1% de población, “la gente de bien”, pura, la que marcha y denuncia que el bloqueo es un delito que los ofende.
Las cifras del desastre, establecen a cargo del Gobierno la responsabilidad sobre las sistemáticas violaciones al núcleo infranqueable de derechos (no asesinato, no tortura, no ofensa a la dignidad) entendido como ius-cogens, que dejan muy claro quien da la orden, quien debe responder, quien envía el Einsatzgruppe (las ordenes) que ejecutan los Einsatzkommandos al mando de altos mandos, convencidos que cumpliendo la orden del furher están cumpliendo la constitución y quedando afuera del juzgamiento por su delito.
Toda la energía gastada para deslegitimar hubiera servido para consolidar el estado de derecho y salvar vidas, infraestructuras y la polarización política. El partido del Gobierno y sus asociados se esfuerzan por demostrar que solo les interesa ganar la guerra, de ahí que cuando esta parece terminarse se angustia y hace lo imposible para restablecerla, proclamarla, ejecutarla, sin ella ese poder deja de existir. Hitler nunca renuncio a seguir la guerra aun sabiendo que la había perdido, en su obsesión de exterminar hasta el último judío, apresuró la matanza y luego disparó contra su pueblo, al que juró quererlo.
El presidente y su Gobierno no actúan no como si les quedara un año de gobierno, si no uno de guerra y cien más para consolidar su imperio. No parece importarles que haya desangre, dolor y rabia, su indolencia les impide ver que las ciudades que parecían un sueño pierden su encanto, ni que el mundo mira y trata con recelo al país y que América latina se avergüenza de su mal vecino. Lo que ocurre en presente deja marcas indelebles, derrota la esperanza, rompe la confianza. La síntesis retrata la miseria humana con soldados y policías disparándole a su pueblo y las élites en banquete brindando con sangre.
A las ciudades de clase mundial, otra vez los gobiernos invitan a no visitarlas por la brutalidad, violencias y frivolidad del Gobierno. Arden majestuosas edificaciones, metro buses en llamas, niñas arrastradas hasta los humilladeros en que se convirtieron los puestos de policía, hombres acorazados como francotiradores apuntando a los ojos y al pecho con la sonrisa encendida, matones vestidos de blanco disparando en noches de cacería contra indígenas, campesinos, obreros y jóvenes, al estilo del Ku-kus-clan, en el día desfilan (ellos no marchan) para que su fortuna circule, nunca para que la comida llegue a los hambrientos. Motociclistas disparando como SS o sicarios de la mafia da igual, paramilitares al servicio del orden. Cada uno hace su trabajo sucio con lealtad al furher.
Las madres parteras de la “primera línea” protegen a sus hijos de quienes juraron su cargo para cuidarles su vida y sus derechos. Altos mandos que mienten ante las cámaras para recibir su condecoración segura, ministros y cancilleres enceguecidos por culpar a alguien que justifique seguir la guerra, periodistas que parados sobre “casas de pique” en las que seres humanos son descuartizados vivos por sus luchas, apuntan sus cámaras y micrófonos para mostrar el supuesto “canibalismo de unos pollitos” victimas del bloqueo picoteando a otros. Los campos fueron destruidos por la barbarie, las ciudades todavía no están en ruinas, pero sí semidestruidas por la desigualdad económica y social impulsada por políticas de privatización y olvidos que hace tiempo tienen bloqueada la vida digna y quieren sostener la costumbre de la obediencia y sin siquiera derecho a reclamar derechos y si la generación que pasa no lo advirtió, los jóvenes sí, ellos son el actor principal.
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