Centenario del levantamiento comunero
Este año 2021 se cumplen quinientos desde la derrota del levantamiento de las ciudades de Castilla, ocurrido en el marco de las pretensiones imperiales de Carlos I de Habsburgo, y seguramente habrá algunos balances historiográficos (un ejemplo en De Carlos Morales y González Heras, 2009). No es aventurar demasiado decir que no van a estar presididos por la renovación interpretativa. Aunque las investigaciones sobre el suceso, sus orígenes y secuelas han seguido aumentando, desde hace varias décadas no puede decirse que haya habido una reorientación significativa en la explicación y comprensión de un suceso que, como es el caso, se considera crucial en la trayectoria de largo plazo de la península ibérica 1/.
Este estancamiento no es sino efecto del abandono de que han sido objeto las grandes perspectivas acerca del cambio histórico que presidieron la investigación acerca del pasado en las décadas finales del siglo XX. Entonces se trataba de dar cuenta de los principales jalones de inflexión histórica combinando la comprensión de su fisonomía y la interpretación de su significado con el esfuerzo por ofrecer explicaciones sobre ellos, aislando factores causales y motivacionales (una reivindicación reciente de este modus operandi, aunque bastante apegada a la tradición francesa de la larga duración, en Guldi y Armitage, 2016). A día de hoy, todo ese legado inconcluso permanece a la espera de ser retomado como punto de partida para una agenda renovada, y es aquí donde adquiere interés para una revista que se ubica en el entorno del marxismo. Pues lo primero que hay que subrayar es que, en esas apuestas por las grandes perspectivas, la influencia del materialismo histórico fue decisiva. Ahora bien, no es menos cierto que lo fue de un determinado estilo dentro del paradigma materialista, particularmente sensible a la historización de los procesos sociales y políticos, así como abierta al diálogo crítico con otras epistemes. Estoy hablando de la sociología histórica del cambio social, una corriente en las ciencias sociales y humanas que realizó su principal aportación desde finales de los años setenta del siglo pasado, y en la que las interpretaciones y explicaciones inspiradas en el materialismo histórico fueron esenciales, aunque en comunicación con otras, especialmente inspiradas en la obra de Max Weber (Skocpol, 1984; Lachmann, 2013).
Este texto parte de ese legado y ofrece una síntesis de la aportación del materialismo histórico a cualquier interpretación sobre los comuneros que aspire a ser comprehensiva y rigurosa. Esta, gira en torno de la distinción entre luchas de clase y conflictos intraclase, desarrollada por algunos sociólogos históricos de clara identificación con el marxismo (Stepan-Norris y Zeitlin, 2003). Ahora bien, llevada hasta sus últimas consecuencias, una explicación del fenómeno comunero desde ese materialismo histórico interesado por el cambio social obliga también a confrontar la tendencia del marxismo a cerrarse sobre sí mismo, opción que suele llevar a quienes se dicen marxistas a relajar su compromiso con los enfoques históricos y a restar valor a la contingencia y las perspectivas constructivistas acerca de los poderes sociales en el tiempo. En el caso de las Comunidades de Castilla, entre los aspectos que reclaman mayor historización destacan los que atañen a la reproducción de las identidades colectivas en general, no solo las de las clases sociales.
Los conflictos internos a las clases dominantes, más allá de la historia desde arriba
El más elemental aserto de la sociología histórica en relación con las revueltas y revoluciones en el paso a la modernidad es que, por mucho que sus causas tuvieran que ver con factores económicos y objetivos –como la agitación antifiscal o las relaciones de explotación y en general o la subordinación–, a la hora de dar cuenta de ellas los factores políticos y subjetivos deben pasar a primer plano, pues las condiciones de posibilidad de que el malestar social cristalice en expresiones de protesta se encuentran en la organización colectiva de los grupos afectados, así como en la combinación entre la capacidad estratégica y la intensidad motivacional con que los sujetos se implican en una movilización.
El desafío que en general, y no solo para el materialismo histórico, comporta el levantamiento castellano de 1521 como fenómeno político se debe a que no fue una movilización de colectivos sociales como tales y por separado, sino de comunidades urbanas enteras, entre las que se encontraban algunas de las principales ciudades de la Corona de Castilla. Estas tenían una composición social compleja, propia de una economía bastante volcada a la producción para el mercado y crecientemente monetarizada, así como un ordenamiento comunitario marcado por la divisoria estamental entre privilegiados y no privilegiados. Una protesta interclasista, si es que no supraclasista, es problemática para el marxismo, pues el interés primordial de este está en los conflictos entre clases sociales, que trata de aislar a partir de contradicciones consideradas inherentes a las relaciones de propiedad y producción. Y, ciertamente, las Comunidades de Castilla tuvieron una componente de lucha de clases, como fue ya hace tiempo señalado, subrayando su dimensión de conflicto antiseñorial (Gutiérrez Nieto, 1973). No obstante, sin negar su relevancia, los comuneros no se pueden explicar ante todo como un conflicto entre señores y campesinos, o en este caso entre artesanos y caballeros o rentistas urbanos.
La más elemental condición de posibilidad de la movilización comunera está en la forja de una alianza entre clases sociales urbanas. Desde luego, la evidencia es que caballeros y artesanos fueron entonces capaces, al menos circunstancialmente, de superar o ladear sus diferencias en pro de una acción colectiva de dimensiones comunitarias. Esto es algo que no es en sí sencillo de explicar, pues se trataba de grupos separados por el privilegio estamental; pero es aún más desafiante para el materialismo histórico, que en principio asume que esas desigualdades jurídicas no eran sino una forma de sancionar el enfrentamiento entre clases por la apropiación de recursos escasos. Sin embargo, precisamente, el esfuerzo por ofrecer explicaciones materialistas ha desembocado en una de las principales aportaciones teóricas de la sociología histórica de inspiración marxista: la manera en que se resuelven los conflictos internos a las clases sociales incide sobre los desenlaces de las relaciones entre estas (Zeitlin, 1984). Aunque tiene alcance general, la propuesta avala muy en particular las aportaciones del materialismo histórico al conocimiento de los orígenes del capitalismo y el Estado moderno. Estas pueden resumirse en la tesis de que, dado que las relaciones de propiedad anteriores al capitalismo se hallaban “políticamente constituidas”, la reproducción de las clases dominantes dependía de su capacidad de influencia colectiva sobre las instituciones políticas (Brenner, 1988 y 1996).
El movimiento de 1520 puede ser explicado a partir de estos enfoques. Sin duda, en este esfuerzo los marxistas no están solos, pues el de las relaciones entre los poderes y las instituciones urbanas es uno de los temas más abordados por la historia social y política sobre la Baja Edad Media; ahora bien, estos aportes no siempre son adecuados al fenómeno que se trata de explicar. Desde hace ya más de medio siglo, la literatura sobre los conflictos políticos urbanos en Castilla está hegemonizada por enfoques que asumen que la nobleza local tenía en sus manos el control sobre el gobierno urbano, una afirmación que además se extiende para buena parte de la Edad Media y toda la Edad Moderna (Bo y Carlé, 1946; Hernández, 1996). A partir de este supuesto, los especialistas vienen haciendo un empleo acrítico y abusivo de categorías como oligarquía o élite, que favorecen el tratamiento de las relaciones de poder en los concejos castellanos desde arriba; esto ya de por sí dificulta dar cuenta de fenómenos que, como el levantamiento de las ciudades en 1520, implican crisis profundas entre los poderes sociales dominantes y las instituciones locales, algo que para el enfoque oligárquico solo pueden ser anomalías.
No menos problemático es que los enfoques oligárquicos proyectan en el pasado la estructuración centralizada y unitaria del poder político propia del Estado moderno. En consecuencia, aunque tratan abundantemente conflictos a escala local, asumen que la esfera de la política urbana se circunscribe a las instituciones de gobierno. Frente a esto, la sociología histórica de inspiración marxista ha terminado ampliando el panorama hasta incluir cuando menos las organizaciones colectivas de que se dotan las clases dominantes para influir sobre las instancias de decisión comunitaria (Brenner, 1996). Si a esto añadimos que la organización colectiva no es un rasgo exclusivo de los grupos dominantes, lo que se esboza es un espacio entero de relaciones entre las organizaciones de los privilegiados y las instituciones de gobierno de las ciudades, de un lado, y de relaciones internas a los no privilegiados acerca de cómo organizarse para presionar sobre las instituciones, de otro. En el caso de Castilla, el desenlace de esos dos conjuntos de relaciones intraclase –no todas ni siempre conflictivas– resultó decisivo para que eventualmente se diera una cooperación interestamental, sin la cual no habría habido levantamiento de alcance comunitario en 1520.
La lucha por la gobernanza en las ciudades castellanas, más allá de los conflictos de clase
A partir de esas premisas es posible plantear la tesis de que las ciudades castellanas albergaron en la Baja Edad Media un experimento en la dirección de lo que se conoce como gobernanza: la lucha, protagonizada por diversos agentes colectivos, por el reconocimiento de su capacidad decisoria para la gestión política (Kooiman, 2003). Insertar esta perspectiva en aquel contexto histórico viene a alterar la comprensión convencional acerca de la articulación de los poderes locales, empezando por el significado histórico del sistema de regimiento instaurado en las ciudades desde mediados del siglo XIV.
El regimiento o concejo cerrado fue una solución institucional impuesta en Castilla por la desbordante conflictividad de clase que asolaba los concejos castellanos desde finales del siglo XIII. Hasta entonces, la toma de decisiones y el ejercicio de la justicia se efectuaban en asambleas vecinales, que no obstante habían dejado de ser funcionales a una sociedad crecientemente dividida por el privilegio, al punto que la coexistencia de caballeros y pecheros en los concejos venía derivando en enfrentamientos cada vez más abiertos que amenazaban la paz social sobre la que a su vez la monarquía había establecido su marco de extracción de excedente por vía fiscal. Desde mediados del siglo XIV el gobierno fue reducido a una minoría de gobernantes de extracción local apoyados por oficios de justicia, unos electos y otros enviados desde la corte. Esta fue, sin duda, una solución oligárquica, pero en el sentido estricto de un gobierno excluyente, en manos de minorías más allá de que estas procedieran de un determinado grupo económico o social. Pues lo cierto es que no satisfizo a ninguno de los dos estamentos de las villas y ciudades, cuya reproducción, por otro lado, dependía del acceso a las fuentes institucionales que aseguraban la redistribución de excedente y, en suma, su reproducción colectiva.
La historiografía asume que el regimiento implicó la cesión del poder político urbano y sobre el territorio a la nobleza local; y, en efecto, los oficios de regidor recaían sobre privilegiados urbanos, que pronto comenzaron a integrarlos en el patrimonio de sus linajes, convirtiéndolos en hereditarios. Sin embargo, no es menos cierto que en origen se trataba de oficios de representación, de manera que se esperaba que estos oficiales canalizasen las demandas, en unos casos de privilegiados y en otros de no privilegiados. Esta función fue pronto marginada, pero la consecuencia fue la apertura de un largo ciclo de luchas por la representación de la sociedad estamental urbana en los ayuntamientos (Jara, 2007). Este proceso, que arrancó a finales del siglo XIV, no estaba concluido a la altura de comienzos del siglo XVI, y es en ese marco más amplio de lucha por la incorporación donde hay que incluir el levantamiento urbano de 1520.
Visto desde el enfoque oligárquico, una paradoja de este ciclo es que fueron los pecheros quienes antes y con mayor rotundidad obtuvieron la representación colectiva en el seno del gobierno municipal. Lo lograron a través de diversas figuras –jurados, diputados y otras instancias vecinales– que fueron reconocidas por las autoridades locales y centrales en el paso del siglo XIV al XV (Monsalvo Antón, 1989). Es cierto que con ese reconocimiento los no privilegiados asumían la pérdida de los oficios de regidores; pero no es menos cierto que la designación de representantes instituía la convocatoria de asambleas vecinales, aunque fuese bajo la autoridad de los oficios de justicia enviados por la corte, favoreciendo así la participación política vecinal y dando entidad al estamento compuesto por quienes pagaban impuestos, que afianzó su designación con el emblemático nombre de Común (Oliva Herrer, 2014).
Con todo, lo más llamativo desde el enfoque oligárquico es que el formato del regimiento tampoco satisfizo las necesidades de la nobleza local, pese a que se había alzado con el monopolio de los oficios urbanos. La prueba incontestable de ello es que el siglo XV se llenó de conflictividad entre grupos de caballeros con las instituciones de gobierno y justicia de los concejos. Una parte de esta deriva ha sido vinculada al auge de una nueva alta nobleza, que necesitaba del control de las ciudades del realengo castellano al haberse convertido estas en nichos esenciales de la redistribución económica de la monarquía por vía fiscal. Al integrar a sectores de la pequeña nobleza urbana en sus clientelas, la alta nobleza alteraba las relaciones internas de los privilegiados locales, pues además fomentaba otras redes clientelares que a menudo culminaban en las personas de los reyes, una dinámica que presidió las tormentosas relaciones nobleza-monarquía a finales de la Edad Media (Diago Hernando, 2002).
Sin embargo, no toda la nobleza local estaba dispuesta o abocada a entrar en clientelas, fuesen de la alta nobleza o de los reyes, existiendo la alternativa de la autoorganización colectiva independiente. La autoorganización de los privilegiados a escala local ha sido objeto de estudios que han contribuido a desentrañar la tendencia de los linajes de caballeros a conformar bandos compuestos de linajes y con ramificaciones en letrados que competían entre sí por el acceso preferente (o excluyente) a los oficios urbanos y los recursos económicos escasos (Monsalvo, 1988). La estructuración en dos grandes bandos era habitual en otros entornos urbanos europeos; ahora bien, en ellos, o bien la nobleza estamental había sido previamente expulsada de las ciudades (como en Italia), o bien las ciudades que la acogían no formaban parte de principados territoriales más extensos que impusieran desde fuera regímenes jurídicos estamentales, como en Alemania (Diago Hernando, 2007).
En el caso de los concejos castellanos, con nobleza estamental fomentada por la intervención regia, la proliferación de bandos esconde otra tendencia de fondo que solo se ilumina desde las relaciones más amplias entre rey y reino. A diferencia de territorios como Inglaterra o Aragón, entre otros, en que las pugnas entre monarquía y nobleza desembocaron a lo largo de la Edad Media en soluciones paccionadas y convocatorias de parlamentos territoriales, en Castilla las Cortes encontraron desde temprano limitaciones impuestas por los reyes, que bloquearon su evolución como espacios de gobernanza estamental a escala territorial (Fernández Albaladejo y Pardos, 1988). Sin embargo, lo que no ha sido tenido en consideración es que ese proceso se reabrió en el seno de las ciudades. De esta manera, desde la introducción del regimiento –especialmente las que tenían voto en Cortes– asistieron a luchas por la incorporación de la nobleza local, es decir, tendencias hacia la organización de los linajes en estamentos, más allá de las divisorias internas a los bandos (Sánchez León, 2004; Diago Hernando, 2006). La ambición constitucional que subyacia a este formato organizativo se encontraba sin duda con grandes impedimentos, derivados de la atomización en linajes, la propia división en bandos y la fragmentación en clientelas de la alta nobleza; sin embargo, a cambio, el formato ofrecía que, de lograrse la representación, la influencia sobre el regimiento derivase en una redistribución de recursos más englobante y homogénea entre todos los privilegiados. El enfoque dibuja un espacio de articulación política no presidido solo por el conflicto y que desbordaba las instancias gubernativas del regimiento (Jara, 2012-2014); es además más adecuado al carácter policéntrico de los aparatos de dominación anteriores al Estado moderno (Cardim, Herzog, Ruiz Ibáñez y Sabatini, 2012).
Este esquema general, que contextualiza el enfoque de la sociología histórica de inspiración marxista, ha podido ser desarrollado en investigaciones y reflexiones (Sánchez León, 1998 y 2004). Pero reclama ser llevado más lejos, ampliando su ámbito más allá de los estamentos e incorporando a las minorías religiosas de judíos y musulmanes, normalmente asentadas en barrios concretos de las ciudades, pero que interactuaban con otros grupos comunitarios. Pues bien, también entre sus representantes la imposición del regimiento oligárquico puso en marcha una dinámica de lucha por el reconocimiento como agentes con capacidad de negociación y articulables en un esquema de gobernanza. Aunque en este caso las posibilidades de obtener representación institucional eran más azarosas que en el de los pecheros, su integración en el esquema puede permitir ofrecer una perspectiva novedosa acerca de los conflictos interreligiosos de la época, pues estos implicaron asimismo a la institución religiosa mayoritaria –la Iglesia– que también buscaba interlocución estable con las instituciones de gobierno y justicia local.
Este ciclo histórico de lucha por una gobernanza urbana espoleada por el carácter excluyente del regimiento se vio exacerbado por la recurrente presión ejercida por la alta nobleza sobre los poderes locales, que amenazaba con descomponer la planta entera de la fiscalidad monárquica nucleada en torno de los concejos y su regimiento. Estas dinámicas presidieron las guerras civiles de la segunda mitad del siglo XV, en cuya estela se dieron alianzas circunstanciales entre pecheros y caballeros, artesanos y propietarios de grandes talleres con asalariados, letrados, clérigos y minorías religiosas unidos en torno de algunos regidores y jueces locales en defensa de la integridad de las instituciones públicas y el patrimonio regio y comunitario. Estas alianzas desbordaban las fronteras grupales y estamentales, favoreciendo un imaginario supraestamental de autodefensa colectiva e identidad comunitaria que podía ser transmitido a contextos posteriores (Jara, 2013).
La historicidad de las identidades colectivas, o los comuneros más allá de esencialismos
Con la llegada de los Reyes Católicos y el rearme de las instituciones de gobierno y justicia que trajo consigo, las lógicas en pro de la gobernanza que se habían insinuado en el periodo anterior fueron frenadas en seco. Además de reducirse el número de agentes en juego tras la expulsión de los judíos, muy pronto se hizo patente que caballeros y pecheros experimentaban notorias asimetrías en sus relaciones con las instituciones que les gobernaban: el Común, aunque se hallaba representado en el regimiento, carecía de autonomía organizativa, pues las asambleas debían contar con la presencia de los corregidores regios reimpulsados ahora desde la corte; justo al contrario, los grupos de caballeros urbanos mantenían por su parte plena autonomía para ensayar formatos de organización más allá de los bandos, pero en cambio recibían el rechazo frontal a sus aspiraciones de representación corporativa en los ayuntamientos. Lo que estas limitaciones tenían en común era el freno interpuesto por el regimiento y el corregimiento a sus cada vez más manifiestas aspiraciones de incorporación a un esquema de gobernanza local (Sánchez León, 1998 y 2004).
Este fue el escenario para un creciente entendimiento desde finales del siglo XV entre líderes y organizaciones que encuadraban estamentos en principio separados y en buena medida enfrentados por la barrera del privilegio. Por supuesto, para ese acercamiento hicieron falta más ingredientes de carácter discursivo que en buena medida están por clarificar. El asunto reclama incorporar al esquema a los conversos, un grupo que carecía de posibilidades de organización corporativa, por lo que, conforme empezó a ser objeto de vetos en su acceso a oficios institucionales, fue asumiendo proyecciones de la comunidad en clave supraestamental; en este terreno se movían igualmente algunos comerciantes y grandes empresarios textiles que, aunque tendían a hegemonizar la representación del Común, se veían constreñidos por el encuadramiento estamental y a la vez presionados por la competencia de liderazgos artesanos más radicales. En esa puesta en valor de imaginarios omnicomprensivos, imprescindibles para el eventual triunfo de la comunidad en cada ciudad, falta por dilucidar qué peso llegaron a adquirir los referentes de corte cívico que definían un sujeto con capacidad de autodeterminación política colectiva, fuesen más o menos en la línea del emergente humanismo republicano (Pocock, 2003 [1975]), o de corte más integrista religioso.
Pero más allá de orientar el estudio a la hermenéutica textual, la comprensión de estos fenómenos conlleva esfuerzos teóricos de envergadura, que en este caso desafían la concepción marxista de interés. En efecto, hay una versión del materialismo histórico que da por descontado que los intereses colectivos vienen dados por la posición que los sujetos ocupan en una estructura económica y social. El enfoque de la sociología histórica, más sensible a la contingencia, aboca en cambio por tomarse en serio la relevancia de la socialización en valores que se produce entre los miembros de las clases sociales. Estos valores a su vez dependen de tradiciones culturales perfiladas a partir de experiencias colectivas que se transmiten entre generaciones, y que en el caso que nos ocupa remiten al imaginario corporativo enraizado en la cultura jurídica occidental (Hespanha, 2012: 91-119).
En suma, el desafío es asumir que los intereses de clase, sobre todo los que podemos denominar a largo plazo, se construyen históricamente; ahora bien, en ese punto las fronteras entre las categorías de interés y de identidad se desdibujan (Pizzorno, 1994; una aproximación para el contexto castellano del siglo XV en Jara, 2011). En el caso de los artesanos y los caballeros de las ciudades de la Castilla bajomedieval, la participación y la representación políticas se configuraron como referentes de identidad colectiva de primer orden, es decir, terminaron siendo fines en sí mismos y no medios al servicio de fines ulteriores. Así lo expresaron cuando, ante la crisis de representación provocada por Carlos I al imponer un servicio especial en unas Cortes amañadas, el Común y los caballeros de algunas ciudades se aliaron en una movilización que, nada más tomar el poder, suprimió el regimiento y creó instituciones alternativas de participación y representación –juntas urbanas y gobierno y una Santa Junta central con representantes de las ciudades comuneras–, estableciendo ahora sí plenamente un espacio de gobernanza entre estamentos, y con otros grupos e instancias como la Iglesia.
Ahora bien, una cosa era una alianza táctica entre los estamentos para sustituir el regimiento y ensayar una gobernanza a escala local, y otra muy distinta era consolidar una identidad comunera sólida y duradera como la que reclamaba la autodefensa militar del Reino levantado (Oliva Herrer, 2014b). Seguramente en los escasos meses que duró el poder comunero, los conflictos entre las clases sociales urbanas saltaron de nuevo a primer plano, debilitando su cohesión y eficacia. El esquema propuesto ayuda así a iluminar los factores endógenos a la derrota de Villalar en 1521.
Conclusión
Existe un bagaje de aportaciones teóricas y estudios que permiten a los enfoques inspirados en el materialismo histórico retomar la explicación del conflicto comunero donde fue abandonada hace ya más de dos décadas; no obstante, uno de sus problemas está justamente en otras inspiraciones directas o indirectas en el marxismo.
La conclusión de esas aportaciones es que los conflictos intraclase arrojan luz acerca de la propensión entre las clases sociales a autoorganizarse colectivamente de forma autónoma e independientemente de su grado de control de las instituciones políticas, al menos en escenarios históricos precapitalistas. Pues, por lo que sabemos, también en las ciudades del centro y norte de la península itálica tuvieron lugar luchas por la concertación corporativa, en este caso activadas desde los gremios de comerciantes y artesanos en torno del conflicto de los Ciompi a fines del siglo XIV, a los que en ese caso siguió el auge de un lenguaje supraclasista y de la identidad comunitaria ciudadana (Najemi, 1979). En Castilla, en cambio, a la derrota comunera le sobrevino, ahora sí, el asentamiento de una planta institucional sin gobernanza que forzó a las pequeñas noblezas locales a integrarse definitivamente en los linajes que poseían control sobre las instituciones de gobierno urbano, lo cual se hizo por cierto a costa también de la representación popular, y esta planta oligárquica se extendería también a América (Espinosa, 2008).
En la medida en que el materialismo histórico relaciona la presencia o ausencia de una cultura cívica urbana con el auge de la burguesía, el desenlace de estos conflictos internos de los caballeros y los pecheros con las instituciones parece tener la clave de la definición del fenómeno comunero como una revuelta política del Antiguo Régimen o como una revolución moderna, según han planteado desde tiempo atrás bastantes autores, no sólo marxistas. El asunto va no obstante más allá de esta cuestión, pues vivimos un tiempo que está recuperando el valor de lo comunitario, lo cual trae consigo la posibilidad de reinterpretar el pasado, más allá de las Comunidades de 1520, en una clave comunera (por ejemplo, en Cordero, 2021). Ante unas y otras opciones, la principal que aquí se ha tratado de plantear es que cualquier opción interpretativa que se adopte debe tratar de evitar recaer tanto en teleologías como en esencialismos.
Pablo Sánchez León es profesor investigador en el Centro de Humanidades CHAM, Universidade Nova de Lisboa
Notas
1/ Así lo reconocen los organizadores del principal congreso institucional que se celebrará este año. Estos pretenden recoger el “valioso legado” de autores como Maravall o Joseph Pérez, que “realizaron estudios críticos rigurosos sobre el movimiento social y político”, pero de alguna manera también vienen a desdibujarlo al combinar, aunque sea “de manera equilibrada”, las dimensiones “histórica, literaria, jurídica, política, cultural, social y artística” del suceso. Véase la convocatoria del Congreso Internacional “El tiempo de la libertad. Comuneros V Centenario”, http://milquinientosveintiuno.es/programa.
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