Al cumplirse un nuevo aniversario de la muerte de nuestro Clotario Blest R.
A MANERA DE EXPLICACIÓN
El día 31 de mayo de 1990 falleció Clotario Blest Riffo, una persona inolvidable, por cierto; un ser humano excepcional, a quien no he vacilado en calificar como
“[…] uno de los hombres más ilustres que ha producido esta tierra”[1].
Como lo señalo, en uno de mis trabajos,
“[…] el otoño de 1990 tomó posesión de su cuerpo cuando aún no enteraba los 91 años y se encontraba postrado en cama, enfermo, solo, desnutrido, en el Convento de los Padres Franciscanos”[2].
En esta ocasión, he querido rendir homenaje a su figura, narrando un pequeño episodio ocurrido en los años que trabajé junto a él, por la causa de los derechos humanos. Un episodio que aún ronda y se hace presente, constantemente, en mi memoria.
UN REGALO INTEMPESTIVO
En la casa de Clotario Blest jamás hubo espacio para una radio; menos, aún, para un televisor. Era curioso aquello. Un hombre como él, que debía estar permanentemente informado, al tanto de todo lo que ocurría dentro del país, rehuía los medios de comunicación que la moderna sociedad iba, poco a poco, incorporando a la vida diaria. Y, sin embargo, paradojalmente, se informaba. Suplía la carencia de noticias con la relación humana. En su interacción con otras personas, seguía creciendo en sabiduría y conocimiento. Por eso, cuando se encontraba solo, sin compañía, apenas turbaba el silencio de esa residencia el débil rumor de sus pasos por el piso de las habitaciones o el persistente arrullar de las palomas, ocultas en la higuera que elevaba sus brazos en forma de plegaria, al cielo, en el patio interior de ese hogar. Nada más. Entonces, reinaba el silencio. Y era tan descomunal su peso que aturdía con su sola presencia.
Un día de invierno, de ese 1979, recibió Clotario, sin embargo, el regalo de un televisor y de una radio, de manos de una persona cuyo nombre mantuvo siempre en secreto. Me percaté de ello cuando concurrí a una de nuestras habituales reuniones y llegué, como era mi costumbre, poco antes que ésta comenzara; antes, incluso, que hicieran su ingreso, a la casa del sindicalista, los demás compañeros integrantes de nuestra organización. La radio, depositada en una mesita especial situada a un lado de la habitación en donde realizábamos nuestros encuentros, invitaba a hacer una mención a ella, circunstancia que no pude evitar.
“Me la regaló una persona”, respondió a mi consulta.
“Maravilloso”, le dije, con entusiasmo, sin preguntar el nombre del generoso donante. “Ahora podrá escuchar un poco de música”.
“No”, repuso, terminantemente. “No la voy a ocupar”.
Me sorprendieron sus palabras. Sin embargo, prudentemente, evité hacer un comentario superfluo y permanecí a la espera de sus palabras. Clotario pareció decepcionarse ante mi silencio. Había quedado atento a lo que podría decirle, pero al no llegar respuesta mía alguna a sus palabras, lo noté defraudado.
“No”, repitió. “No la voy a usar…”
Y como continuara yo, en silencio, agregó:
“También me regalaron un televisor… Está allá… Adentro…”
E indicó el interior de la casa, como si estuviese haciendo alusión a algo al cual no debía prestársele mayor importancia. Y, sin esperar mi respuesta, advirtiendo el impacto que sus palabras habían hecho en mí, continuó:
“Tampoco lo voy a encender…”
Me miró, fijamente, mientras decía, a manera de explicación, alzando los hombros:
“No necesito esas cosas…”
Asentí. Estaba pensativo. Más bien, desconcertado. No entendía bien el complejo cuadro que tenía ante mi vista. Porque aquello era algo ajeno a mi habitual comportamiento. En los momentos de soledad o de trabajo intelectual, me hacía acompañar con el sonido de algún concierto, de una sinfonía o de un trabajo musical, el que fuera, a fin de meditar más intensamente sobre las ideas que me acosaban. Y es que, generalmente, mucho de lo que se nos ofrece como diferente a lo que hacemos constantemente no solamente se nos presenta como algo extraño sino como una amenaza; e, incluso, a menudo, como una provocación. Y Clotario continuó hablando, como si leyera mis pensamientos:
“Hay quienes necesitan de la música para trabajar… Yo no… Tal vez, esas personas necesitan estos aparatos…”
Me hizo un guiño de complicidad al volver a referirse a los objetos que había recibido como obsequio.
“Los voy a regalar… A mí no me sirven… Muchas personas, que nada tienen, estarán felices de recibirlos…”
Sonrió benévolamente, indicándome una desvencijada silla. Tomé asiento mientras él lo hacía en el sillón que ocupaba habitualmente. Esperaba, al parecer, le dijera algunas palabras que pusieran en tela de juicio su forma de pensar. Total, aún podíamos conversar pues quienes asistirían a esa reunión aún no hacían su ingreso al lugar. No quise defraudarlo nuevamente.
“Don Clotario”, le dije. “Creo que una radio o un televisor no hacen daño sino en la medida de cómo se usen. Son instrumentos, cosas… Dependen del uso que se les dé… Hay radios que aún ofrecen noticias de interés… Es bueno escucharlas… Radio ’Cooperativa’, por ejemplo… Y otras que transmiten música selecta… Y la televisión… Bueno… Hay algunos programas de interés…”
EL SIGNIFICADO DEL SILENCIO
Volvió a esbozar esa sonrisa tan propia de quien se siente seguro de las razones que esgrime para adoptar una u otra decisión.
“Así es”, repuso. “Eso lo sé. Todo depende del uso que se dé a determinadas cosas. No es eso, sin embargo, lo que hace distanciarme de todos estos aparatos”.
Me llamó la atención su respuesta y él pareció entender mi sorpresa, porque volvió a sonreír, contento de creer haberme pillado en falta.
“Ud. no lo sabe”, dijo, con la certeza de quien está hablando de algo que perfectamente conoce y que su interlocutor ignora.
“Ud. no lo sabe y no tendría por qué saberlo”, insistió. “No lo reprocho por ello. Por el contrario: trato de llamar su atención sobre otras cosas… Vaya… Ud. no conoce la sabiduría del silencio, su elocuencia. ¿Había escuchado hablar de ello? No… Lo sé… Bueno… La música es bella como lo son, también, las palabras. Me refiero a la escritura… Reconozco que son necesarias las noticias, pero más que entregar noticias, la radio y la televisión entregan cuadros innecesarios, propaganda comercial… El ser humano se aturde hoy con esos sones, con el estruendo del mercado, con las voces destempladas de los agentes comerciales, con otros ruidos que distraen, que separan al individuo de su más auténtica intimidad. Estos instrumentos están hechos para separarnos, para establecer barreras entre nosotros, entre los seres humanos. Para que el ser humano jamás se encuentre a sí mismo, para que no escuche su voz interior, para que nunca descubra lo que verdaderamente es”.
En muchas oportunidades, había yo conversado con Clotario Blest, pero aquellos coloquios eran diferentes, versaban sobre temas cotidianos, sobre la contingencia que nos agobiaba. Conocía su juicio acerca de los militares, a quienes definía como ‘flojos que se levantan temprano’, su recuerdo acerca de ese sindicalista Juan Campos, siempre presente en sus conversaciones, a quien se refería cariñosamente con el nombre de ‘Juanito’[3], no ignoraba aquel sabio consejo que me daba para una mejor ingestión de los alimentos que resumía en la admirable frase ‘No lo olvide, Manuel: en la mañana, como un rey; a medio día, como un príncipe; en la noche, como un mendigo’, y esa madura reflexión sobre Bernardo Araya Zuleta, quien dirigiera los ataques en contra suya, en esa tormentosa sesión de la CUT, cuando le fue arrebatada la presidencia de la organización, sobre quien jamás pronunció una palabra de rencor sino, tan sólo, para condolerse de su suerte.
“Pobrecito”, murmuraba, al recordarlo, con una voz que denotaba la pena inmensa que sentía por el destino del dirigente comunista.
Incluso, nuestro diálogo sobre arte, cuando puso sobre la mesa aquel libro con las poesías completas de mi homónimo mexicano, el poeta romántico Manuel Acuña —insigne vate que hiciera saltar sus sesos de un pistoletazo, luego de escribir su ‘Nocturno a Rosario’—, lo abriera en una de sus primeras páginas y escribiera allí una dedicatoria para ‘evitar que alguien crea que Ud. me lo robó’. Pero esto del silencio, esto de su ‘elocuencia’ me parecía de otro nivel, algo diferente. Algo que yo jamás había escuchado.
Se incorporó más, aún, en la silla. Parecía querer reforzar sus ideas con ese gesto, precisarlas, aclararlas.
“El silencio, por el contrario, nos hace inspeccionar nuestro propio ser. El silencio nos incita a la introspección, a formularnos juicios interiores, a analizar nuestra conducta, nuestras acciones, nuestro comportamiento diario. Nos permite ver aquello que el ruido impide descubrir. Y nos enseña. Nos invita a reflexionar, a hacernos críticos, especialmente con nosotros mismos. A ser mejores cada día”.
Si… habíamos hablado de muchas cosas, pero jamás acerca de la ‘elocuencia del silencio’. Jamás. Era cierto. Jamás lo habíamos hecho. Y puesto que nunca había yo escuchado hablar de aquello, al oírlo, por primera vez, me pareció que un nuevo mundo ofrecía, vasta, generosa, su extensión inconmensurable ante mí. Un mundo nuevo al que me invitaba a entrar ese hombre de luenga y blanca barba, semi sonriente, casi divertido de sus propios dichos, sentado solemnemente en aquel salón, vivo testigo de mis vacíos de saber. Quedé mirando fijamente a sus ojos y, de súbito, me di cuenta que el oxímoron, esa figura retórica a la que jamás había prestado mayor atención, cobraba, ante mi mente, un nuevo significado. Una dimensión que jamás hubiere creído pudiera existir. Me acordé en ese momento del sol negro de los alquimistas, de ese sol imposible que deslumbraba a quienes perseveraban en la búsqueda de la piedra filosofal. Entonces, de pronto, entendí el mensaje de Clotario. De súbito, sus palabras cayeron sobre mí con la fuerza irresistible de un acontecimiento, una fuerza tal que pareció aplastarme con su veracidad. Años después, y leyendo algunos textos de la teoría de la información (y de la comunicación) escucharía hablar del ‘noise’ (ruido) y tomaría como un axioma aquella sentencia según la cual ‘mucha información es desinformación’.
Reconozco que, desde ese momento y hasta el día de hoy, me parece sentir la elocuencia del silencio, cuando, en la soledad de la noche, acierto a comprender algunos hechos que, durante el día, fui incapaz de percibir con exactitud. Entonces, mi búsqueda llega a su término. La hebra perdida anuncia su presencia y me insta a entender que la noche, oscura como es, también hace la luz. Que el resplandor estalla, impetuosamente, en medio de la oscuridad para que un nuevo oxímoron cobre completa e ineludible validez. Algo por lo cual me reconozco como absoluto y completo deudor de Clotario Blest.
Santiago, mayo de 2021
[1] Acuña, Manuel: “Un nuevo cumpleaños de Clotario Blest”, publicado en varios medios digitales, diciembre de 2014.
[2] Acuña, Manuel: Trabajo citado en (1).
[3] Juan Campos, militante del partido Comunista, ocupó la presidencia de la CUT luego que su fundador, Clotario Blest, fuese destituido en 1961 por una maniobra muy poco decente de quienes querían controlar la dirección del organismo sindical.
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