«Qué tristeza la de esas pequeñas ciudades, tan numerosas en Norteamérica y en Europa, repartidas entre el hábitat privado y las grandes superficies, donde el espacio público sólo es la calle o carretera que va del uno a la otra.» (Pascal Bruckner: Miseria de la prosperidad.)
Empecé a escribir las reflexiones que siguen bajo la impresión que me causó la asistencia a la enésima manifestación a favor del sistema público de salud el pasado sábado doce de junio. Convocadas en diversas ciudades de la región de Andalucía por la Mesa para la Defensa de la Sanidad Pública, en esa ocasión se trataba de denunciar el deterioro y de exigir una mejora del servicio que se presta a sus usuarios. El lema: «atención primaria, la vacuna contra la privatización». En el comunicado de convocatoria se pedía a la ciudadanía que hiciera pública su protesta «por el deterioro imparable de la Sanidad Pública», el cual constituye ya una tendencia iniciada hace más de diez años, de forma evidente con los recortes que generalizadamente padecieron los servicios públicos con ocasión de la crisis económica de 2008. Denunciaba asimismo el colectivo convocante que en la atención primaria y la salud comunitaria es donde más financiación se ha perdido y más se sufre el deterioro, precisamente en los niveles del sistema de salud pública más importantes para garantizar su eficacia.
No me fue difícil contar el número de los que asistimos a la concentración de Granada: ochenta y seis. Salvo ocho jóvenes veinteañeros, todos de esa generación a la que ahora se denomina en la jerga de las redes sociales con el término boomer (tengo entendido que la palabra deriva de baby boom, expresión con la que se identifica a la generación de los que ya hemos alcanzado una provecta edad).
En una plaza de Granada estuvimos de pie, con nuestras pancartas, oyendo varios discursos reivindicativos a la par que críticos, sin merecer atención ninguna de parte de los transeúntes ciudadanos y poca de los medios de comunicación a juzgar por la inexistente presencia de reporteros, a no ser que estuviesen de incógnito. Sin que se cumpliese una hora desde el inicio de la reunión la dimos por terminada con un aplauso. Menos sonoro sin duda que aquellos de los balcones, que se apagaron para dar paso a las caceroladas contra el Gobierno hace más de un año por estas fechas.
Con el ánimo aún conmovido por la escasa presencia ciudadana en la concentración, el ritual de los aplausos del confinamiento se me antojó más que nunca de un cinismo éticamente repugnante. ¿A santo de qué se batía palmas entonces cada tarde? La heroicidad se dirá. Ahora bien, con el héroe no hay un vínculo de solidaridad, sino de salvación. En estos días, con la impresión –se ajuste o no a la realidad–, de que la crisis sanitaria causada por la pandemia se ha superado, se revela el verdadero significado de aquel ritual de los aplausos. No creo que fuese expresión de una conciencia cívica, sino desahogo del temor de rebaño que necesitaba ser compensado mediante la expresión de un gesto tribal. Pero no ha habido verdadera reflexión que fortalezca la sensibilidad hacia el bien público. La pobre asistencia al acto reivindicativo de la que fui testigo la mañana del sábado pasado lo prueba.
La noche de la víspera, viernes, salí hasta tarde. Un querido amigo al que no veía hacía meses estaba en la ciudad por un par de días. Tomamos algo en un bar de barrio que cerró, como todos están obligados aquí a hacerlo, al llegar la medianoche. Luego dimos un paseo por el centro. Mientras charlábamos disfrutando de una conversación que solo puede fructificar al amor de la buena amistad pude constatar el ansia por divertirse de un hervidero de gentes, casi en su totalidad jóvenes (tengo que confesar que ante el comportamiento mostrado por muchos de ellos –nada edificante, por cierto– no pude evitar acordarme de una frase oída recientemente a un humorista: «las personas son maravillosas, pero la gente es asquerosa»). Por plazas y calles, vestidos para lucirse, se movían en grupos muchas personas que mostraban una notable excitación, producto del ansia por disfrutar de esas conductas expansivas a las que se les había obligado a renunciar por mor del estado de alarma decretado por el Gobierno. Libertad al fin. Eso es libertad.
No logro evitar establecer un contraste en mi mente entre ambas escenas urbanas: la de la mañana del sábado y la del viernes por la noche. La relación entre las figuras y el paisaje de las plazas me lleva a pensar que el modo en que se usa el espacio público dice mucho sobre qué motiva más a la gente. Explica bastante, por otro lado, del reciente resultado electoral en Madrid. Parece difícil de rebatir la aseveración de que moviliza más a la ciudadanía el cierre de los bares que el deterioro de la sanidad pública. Tiene más poder de atracción el espacio público del centro comercial que el del ágora.
Una vez dado por terminado el estado de alarma se ha implantado en mí el estado de melancolía ante la evidencia de que nuestra recién devuelta libertad se manifiesta predominantemente en la dimensión del consumo. No en la voluntad de fortalecer la cohesión social que se necesita para reencontrarse con un proyecto civilizatorio de corte humanista, capaz de regenerar un tejido comunitario demasiado dañado por décadas de discursos contra las últimas utopías (la de la Ilustración incluida) y la adopción de prácticas individualistas justificadas por la necesidad de ganar en competitividad según dicta el mito del libre mercado. Se ve que el reto de ser feliz, que se asume como un mandato más de la biblia del rendimiento, es asunto estrictamente personal, concebible en medio del deterioro del sistema institucional que tiene por objeto el cuidado de los bienes públicos. La experiencia del bienestar –paradigmáticamente entendida como individual– queda asegurada en la práctica del consumo, no en el cuidado socialmente institucionalizado.
Es más: consumir queda justificado como un deber cívico y patriótico. Esta validación ética nos salva de caer en la cuenta del efecto alienador que tal militancia tiene en nosotros al fomentar la obsesión por los objetos, no la liberación de ellos. Tenerlo todo es lo más parecido a no tener nada. El deseo retroalimentado devora al sujeto, el cual, justo por la dialéctica consumista que tan bien se ajusta al esquema de la relación hegeliana entre el amo y el esclavo, se tiene a sí mismo por el emperador del mundo de los objetos. Así, la enajenación –o, lo que viene a ser lo mismo, la renuncia a la exigencia de sentido– se convierte en la condición natural de existencia.
Esta alienación, no obstante, es la que impulsa la prosperidad del capitalismo, que exige fe ciega en la promesa del eterno crecimiento. Pero a costa de la reducción de la libertad a la mera elección entre las opciones ofrecidas. Son las posibilidades ya imaginadas por otros las que el cliente se contenta con combinar. De esta forma se reduce el margen del que cada sujeto puede disponer para cuestionarse el repertorio de las opciones disponibles y, más aún, el criterio acorde con el cual tal repertorio es confeccionado. No se sabe quién decide el límite del universo de lo elegible, ni siquiera se tiene conciencia de que tal límite existe. La libertad es encumbrada en tanto en cuento contenga la dosis de frivolidad suficiente para que las decisiones no cambien en esencia el orden de las preferencias. Hay que poner cuidado en tener bien aherrojado el campo de lo inconcebible. Nunca hubo necesidad de más preguntas, porque nunca hubo tanta inflación de certezas. Es la humana paradoja cuando se da la sobrexposición a la incertidumbre.
Somos consumidores low cost como somos ciudadanos libres low cost. Mientras nos dejamos encandilar por las baratijas de los escaparates, pobres remedos del auténtico lujo solo al alcance de la élite a salvo del temor a ser expulsados del paraíso, no nos percatamos de nuestra conciencia valetudinaria. Entre la ansiedad y la depresión, y siempre en perpetua carrera evasiva, se ha reducido mucho en aquélla el espacio para la genuina política, ya prácticamente tenida por un servicio que se puede solicitar o rechazar según las necesidades. El ciudadano se comporta como su consumidor, raramente como su practicante. La prueba es que el activista es más bien un agente anómalo, casi un outsider (los casos Assange y Snowden dan que pensar a este respecto). Es lo congruente cuando priman la facilidad y la comodidad por encima de todo, aunque ambas sean más publicidad que realidad en la sociedad del rendimiento.
¿Tendremos que reconocernos como seres alienados, atrapados en un espejismo de libertad, acomodados ya de manera indolente a una situación de servidumbre esencial?
La conciencia cívica muere, dejando paso al aburrimiento democrático, cuando queda desactivada la sensibilidad hacia el bien común, que para su consideración requiere de la suspensión del punto de vista subjetivo. De él sólo cabe salir hoy con la excitación de las atávicas pulsiones tribales del miedo, la persecución del enemigo y la defensa de la identidad propia. El trabajo político exitoso, entonces, tendrá que ver más con la comunicación que domina el poder de los símbolos que con la reflexión, el diálogo empático y el conocimiento de la verdad. De aquí la pujanza de las polémicas exacerbadas en la jungla de las redes sociales, la polarización y el incremento del recurso a los bulos.
Para completar el repertorio de las imágenes que el fin de semana pasado me proporcionó no puedo concluir sin referencia a la manifestación de la plaza de Colón en Madrid. Mucho más exitosa esta última en cuanto a número de participantes se refiere que la modesta concentración cívica a la que asistí. Cuando la realidad material se resiente conviene exacerbar el poder de los símbolos e idolatrar las abstracciones como «unidad» y «patria» –de la misma categoría ontológica nebulosa que el dinero– que son fijadas en el pedestal de los fines trascendentes que pueden exigir, incluso, la inmolación de las vidas concretas; en realidad no son más que medios, es decir, relatos con los que sacralizar la convivencia pacífica. Para que tales relatos –ficciones al fin y al cabo– sean democráticamente efectivos han de permitir la identificación de todos los ciudadanos. En caso contrario se tornan herramientas que cavan más hondo las lindes del sectarismo.
Bajo la piel de cada ciudadana y de cada ciudadano está la palpitante víscera de un ser humano, en esencia semejante a cualquier otro. En él conviven la espontaneidad de los deseos, las necesidades básicas y el tribalismo, todo ello parte integrante de nuestra naturaleza. La polis, ya sea en su versión de ciudad o de Estado, es el artificio que exige un orden, el orden cívico, a tales pulsiones. En función de cómo se jerarquicen, de cómo se les dé presencia en el ágora mediante la palabra, aquél será fortalecido o debilitado. En la política democrática las plazas están abiertas de par en par a la ciudadanía. He podido constatarlo melancólicamente a lo largo de este fin de semana. He visto la expresión de la libertad confundida con dar rienda suelta al anhelo del consumo; he visto la exigencia de la adecuada atención institucional de una necesidad básica; he visto la exaltación de una idea de nación tribal que hace imposible la identificación de una parte importante de todos y cada uno de aquellos a los que idealmente ampara nuestra constitución.
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