Transcurrida ya una década de su independencia, Sudán del Sur es más frágil que nunca, con un Estado embrionario constantemente amenazado por las luchas de poder e incapaz de acabar con la violencia endémica y la hambruna.
El 9 de julio de 2011 «es el recuerdo más bonito de mi vida», recuerda Wani Stephen Elias. Este hombre de 31 años no puede olvidar las calles de Juba ese día, donde resonaban cánticos, silbidos de júbilo y bocinas. Las sonrisas y las lágrimas de alegría se mezclaban en rostros marcados por décadas de conflicto, tras haberse emancipado del norte musulmán de Sudán.
Mayoritariamente cristiano, el sur de Sudán se convertía oficialmente en Sudán del Sur, el 193º Estado del mundo. «Era un nuevo día, como un milagro», dice Wani Stephen Elias.
Pero rápidamente su expresión se ensombrece: «He visto los días más bellos, pero también los más oscuros».
La unidad que prevaleció por la independencia rápidamente se resquebrajó en luchas de poder entre los enemigos íntimos surgidos de las dos principales etnias del país: Salva Kiir, de la etnia dinka, y Riek Machar, de la etnia nuer.
En diciembre de 2013, tras meses de tensiones, el país se precipitó en una sangrienta guerra civil. Cinco años de combates, saqueos y masacres que dejaron más de 380.000 muertos y 4 millones de desplazados.
En septiembre de 2018, un acuerdo de paz «revitalizado» –tras el fracaso de un primer acuerdo en 2015– estableció un reparto de poder y, en febrero de 2020, se formó un gobierno de ‘unidad nacional’ con Kiir como presidente y Machar de vicepresidente.
Pero la mayoría de medidas incluidas en el acuerdo, como la reconstitución del Parlamento, la reforma de la Constitución o la creación de un ejército unificado apenas progresaron.
Y mientras, el país sufre violencia, hambruna y una crisis económica marcada por una inflación galopante.
Elecciones de alto riesgo
«Sudán del Sur está peor que hace diez años», dice Alan Boswell, analista del International Crisis Group, con sede en Bruselas.
El Parlamento se reconstituyó en mayo, con un año de retraso y una composición negociada entre las partes firmantes. Sus miembros tomarán juramento este viernes, aniversario de la independencia.
«Más vale tarde que nunca, pero esto no debe limitarse a personas sentadas en una asamblea», dice Jame David Kolok, director de la Fundación para la Democracia y Gobernanza Responsable.
«Queremos ver un impacto, la reducción de la corrupción, presupuestos y servicios mejorados, seguridad», afirma.
A finales de mayo se lanzó una comisión sobre la reforma constitucional que debe discutir una eventual descentralización del poder y la modalidad de las elecciones previstas inicialmente para 2022 pero aplazadas a 2023.
«Si estas elecciones se convierten en un pulso entre los dos principales adversarios, es la receta para un retorno a la guerra civil», advierte Boswell, que defiende un acuerdo preelectoral para garantizar un rol al bando perdedor.
El flanco menos avanzado es la unificación en un mismo ejército de las tropas que se han enfrentado durante cinco años.
«La unificación de las fuerzas está en punto muerto y las condiciones de los campos de acuartelamiento y de formación se han deteriorado notablemente», manifestó a finales de junio el general mayor Charles Tai Gituai, presidente interino del RJMEC, que supervisa el despliegue del proceso de paz.
Hambre y violencia
Además, el país más joven del mundo registra los «niveles de inseguridad alimentaria y malnutrición más elevados desde la independencia», según la ONU.
Más de 7,2 millones de personas, un 60% de la población, se encuentran en situación de inseguridad alimentaria aguda y «108.000 personas literalmente amenazadas de hambruna», señala a la AFP Matthew Hollingworth, director del Programa Mundial de Alimentos (PMA) en el país.
La sequía, dos años de inundaciones consecutivas y una plaga de langostas del desierto agravaron más la situación.
Además, se han disparado las violencias intercomunitarias locales en numerosas regiones. Según la ONU, más del 80% de víctimas civiles en 2021 eran resultado de este fenómeno.
Suelen ser ataques por motivos políticos o para acaparar tierra y ganado, pero a veces se dirigen a las misiones de ayuda humanitaria, con siete trabajadores humanitarios muertos en 2021.
«El denominador común de estas violencias locales es que se desarrollan en un Estado deficiente», dice Alan Boswell.
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