Uno de los más sucintos pensamientos de Pascal se reduce a esta pregunta: ¿por qué me matas si eres el más fuerte? Se entiende el razonamiento soterrado: si eres el más fuerte, ¿qué necesidad tienes de matarme? ¿Por qué no te conformas con someterme? Pero la pregunta pascaliana, lo sabemos, es desgraciadamente retórica, en el sentido de que incluye en su propia formulación la respuesta: te mato precisamente porque soy el más fuerte, porque puedo hacerlo, porque el hecho de matar está imperativamente contenido en la afirmación del poder mismo que detento.
Pensaba en esta frase de Pascal viendo el otro día las imágenes de las protestas por el asesinato del joven Samuel. O mejor dicho: las imágenes de la intervención policial. Veía a jóvenes tranquilos, pacíficos, indefensos, agredidos por policías acorazados que se aproximaban a ellos y les golpeaban sañudamente las piernas, con violencia tan brutal y gratuita que casi se diría que había un acuerdo teatral entre ellos: ¡el acuerdo entre el hacha y el árbol, entre la pared y el martillo pilón! Algunos de esos jóvenes, mientras eran golpeados, preguntaban, como Pascal, «por qué», con estupor incrédulo y dolorido. Yo mismo, siguiendo esas imágenes, no podía dejar de exclamar estupefacto: pero pero pero ¡por qué! Lo más inquietante es que la pregunta, también en este caso, contenía la respuesta. Si fuese posible pegar y pensar al mismo tiempo, el policía agresor, porra en mano, habría respondido a su víctima: «¿Qué por qué te pego? Te pego porque puedo, porque tengo una porra, porque visto un uniforme que me asegura impunidad; si te pego además con placer no es porque sea una mala persona sino porque, siendo fácil y sin consecuencias, recibo elogios de mis compañeros, de mis jefes y de esa parte sana de la sociedad para la que trabajo contra ti».
En una ocasión Sánchez Ferlosio, que nunca dijo ninguna tontería, escribió que «la causa de las guerras eran las armas». No es que Ferlosio ignorase que detrás de las armas hay fabricantes sin escrúpulos, clases sociales con intereses espurios y disputas geo-estratégicas. De lo que se trataba era de señalar que las guerras no las hace la agresividad de los seres humanos sino que, al revés, esa agresividad es determinada, y justificada, por el instrumento de muerte que la pone en marcha y que se apodera de su usuario. Las guerras no están en la naturaleza del hombre sino en la historia de las espadas y los cañones. Lo mismo pasa con las porras. Una porra es un dueño. Una porra es un amo. Exige ser usada, como cualquier otro instrumento de trabajo que empuña nuestra mano. Toda la paleta de las emociones humanas duerme pasiva en nuestras almas, dispuesta a movilizarse en favor del objeto que las convoque, según su factura y su función: probemos con una escoba, con un ramo de flores, con un jamón, con un lápiz, con un pañal. Con una porra nos volvemos bravucones; con unas pinzas nos volvemos cuidadosos; con una sierra serramos; con un cuerpo feliz amamos.
Cuando se dice que el Estado tiene el monopolio de la violencia, se olvida que no tiene la libertad de ejercerla. «Monopolio» quiere decir que el Estado retira de la sociedad los instrumentos de la violencia y se queda todas las porras del país. Pero se las queda no porque tenga el poder sino porque es el único poder -si es democrático y de derecho- que se «reserva» el poder de usarlas. Aquí lo decisivo es este «se reserva». Un policía no es un señor que puede usar libremente una porra; es un señor que resiste institucionalmente la tentación de usarla. Es decir: el verdadero poder no es el de tener una porra; es el de tener una porra y no usarla. Ese es justamente el sistema que llamamos Estado de derecho para diferenciarlo, al mismo tiempo, de la ley de la selva y del poder arbitrario de las dictaduras. Tener el monopolio de la violencia significa voltear el principio del señorío o del enseñoramiento: no es la porra la que se adueña de mí sino la ley la que se adueña de la porra. La porra, siempre peligrosa y tentadora, reclama ser usada y solo el Estado puede retenerla en su funda. El Estado de derecho, digamos, es la victoria de la voluntad general sobre las porras, que se entregan a la Policía -precisamente- para que no las usen. Eso es, de hecho, un policía, al menos en su versión platónica o ideal: el héroe que tiene una porra y el poder de usarla y que, sin embargo, no la usa.
Ahora bien, este heroísmo implica una cadena de decisiones que, a la luz de las imágenes citadas, es evidente que no se cumplen en España. Implica en primer lugar una selección. Nuestra sociedad capitalista produce mucha gente agresiva, pero en cualquier otro mundo posible también la habrá. A los humanos agresivos démosles una escoba, un ramo de flores, un jamón, un lápiz, un pañal, unas pinzas, un cuerpo feliz, con la esperanza de que estos objetos los eduquen y pacifiquen. No les demos una porra. Ahora bien, no bastará con que las porras las lleve gente poco agresiva porque las porras -como los niños- mandan. La porra debe ir acompañada de un estricto manual de instrucciones o, lo que es lo mismo, de una formación democrática, un mando responsable y un gobierno implacable. Si todas estas instancias sucesivas fallan entonces las porras, liberadas de la única fuerza que puede contenerlas, se abaten fáciles, placenteras e impunes sobre los cuerpos de los ciudadanos. Más aún: si todas estas instancias fallan -la selección, la formación, el mando, el gobierno- deja de haber policía. Un grupo de matones puede hacerse con el monopolio de la violencia en un barrio o en un colegio: pero no son policías porque no son dueños, sino esclavos, de sus porras.
Tengo sesenta años. He vivido quince bajo la dictadura franquista y ya 45 en democracia. Confieso que la policía me sigue dando miedo. Puede que se trate de un atavismo infantil y que esté siendo injusto con los muchos policías (conozco alguno) que se toman en serio su trabajo como profesionales del señorío democrático sobre las porras. Pero ocurre que, cuando vuelvo la vista atrás, recuerdo miles de cargas policiales violentas e injustificadas y muy pocos expedientes o condenas por estos abusos. Al contrario: recuerdo más bien todas esas veces en las que la víctima de la porra se ha visto sentada en el banquillo acusada de agresión a la autoridad. No sé si este es el caso, por ejemplo, de Isa Serra, la diputada de UP condenada a 19 meses de prisión. No es que yo crea a Isa Serra porque no es policía y mucho menos porque sea mujer. Es que la repetición monótona de casos como éste me lleva más bien a temer con fundamento que, al revés y en general, se tiende a creer al policía porque es policía, en el marco de un corporativismo antijurídico, orientado a seleccionar políticamente al «delincuente», que contamina toda la estructura institucional del Estado.
Si las porras mandan, no hay Policía; si la no-Policía, tras usar la porra, se mantiene impune, no hay justicia. Si no hay policía ni justicia, el Estado renuncia al monopolio democrático de la violencia y los ciudadanos quedan desprotegidos a merced de los matones de barrio. Muchas cosas han cambiado en sesenta años: los médicos, por ejemplo, y los maestros y hasta los políticos. La Policía no. Una mujer no puede estar más o menos embarazada, pero un país sí puede ser más o menos democrático. España es ya una democracia, pero no es todavía una democracia. Entre este «ya» y este «todavía» se juega el dilema, cada vez más acuciante, entre avanzar o retroceder. No tengo la impresión de que estemos avanzando.
Fuente: https://blogs.publico.es/dominiopublico/38920/espana-un-estado-sin-policia/
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