Recién llegado de una excavación en el Valle de los Caídos, conversamos con Alfredo González-Ruibal sobre sus hallazgos y su labor.
Alfredo González-Ruibal (Madrid, 1976) es un arqueólogo singular: sus picos, sus palas, sus piquetas, sus catalanas, sus cepillos, no horadan la tierra en busca de los despojos de un pasado antediluviano, sino anteayeres casi literales; pretéritos próximos con supervivientes y documentación copiosa. No todo se documenta, y la arqueología es a veces el suero de la verdad que hace aflorar lo escamoteado, lo inconfesable. Recién llegado de una excavación en el Valle de los Caídos, conversamos con González-Ruibal sobre sus hallazgos y otras dimensiones fascinantes de su labor.
Alfredo, «arqueología contemporánea» parece casi una contradicción en sus términos. Cuando pensamos en la arqueología, pensamos en épocas muy alejadas en el tiempo, de las que las excavaciones vienen a llenar las lagunas de una documentación muy escasa. ¿Qué puede decirnos la arqueología sobre la edad contemporánea que no nos cuente una documentación, en este caso, ingente?
La arqueología es ante todo el estudio de la cultura material: da igual que sea un botón o un acueducto. Desde hace doscientos años, los arqueólogos no dejamos de estudiar cosas: puntas de flecha, cerámica, mosaicos, castillos, huesos, semillas, excrementos… Todo. En un determinado momento, allá por los años setenta, llegamos a la conclusión de que algo de lo que habíamos aprendido en todos esos años se podía aplicar a entender la historia más reciente e incluso lo estrictamente actual.
¿Qué podemos aportar los arqueólogos? Hay contextos donde está muy claro: los crímenes de lesa humanidad. No suelen dejar un rastro documental: la arqueología en estos casos puede ser la única forma de llegar a saber algo sobre lo que sucedió. En otros contextos, la aportación de la arqueología es menos evidente. Quizá la pregunta en el caso del pasado reciente sea: ¿qué podemos contar los arqueólogos?
Lo cierto es que mucho de lo que yo cuento no cambia la historia, no añade conocimiento radicalmente novedoso. Pero, aun así, resulta fascinante. ¿Por qué? Por el material que usamos. Porque podemos hablar del final de las sociedades campesinas a partir de un basurero, o de una batalla olvidada de la guerra civil a partir de los casquillos que encontramos en una trinchera. Como en la ciencia forense, trazas mínimas y objetos triviales nos permiten recomponer historias tremendas.
Por otro lado, sigue habiendo cantidad de pequeñas historias olvidadas de las que apenas queda registro escrito. Yo he documentado un campamento de madereros ilegales en el Amazonas. Eso no deja documentación en ningún archivo.
Ha participado, si no me equivoco, en varios proyectos en el Cuerno de África. ¿En qué consistieron?
Llevo trabajando en el Cuerno de África desde hace veinte años. Los proyectos son diversos, pero con dos grandes temas en común: la historia de larga duración, en la que es igual de interesante lo que pasó hace tres mil años y el presente, y las relaciones entre sociedades estatales y sin Estado.
El Cuerno de África es apasionante por muchos motivos: uno de ellos es que allí tengamos las formaciones estatales más antiguas de África subsahariana (con casi tres mil años de antigüedad) y también las últimas sociedades tribales que no han sido incorporadas de forma efectiva al Estado-nación. ¡En el siglo XXI! Tres mil años viviendo a las puertas de un imperio y pasando olímpicamente.
Ahora Etiopía está viviendo un conflicto horroroso. Y yo lo veo de manera un poco distinta a la mayor parte de los politólogos, porque los politólogos conocen la historia del último siglo y ya. Yo lo veo desde una perspectiva de varios milenios. Y creo que desde esa perspectiva es más fácil entender por qué Etiopía no se ha desintegrado ya o por qué Somalilandia, un Estado no reconocido, es un país perfectamente viable.
También ha trabajado la guerra civil española. Su nombre en Twitter, Guerra en la Universidad, tiene que ver con ello. Cuéntenos un poco sobre ello.
Mi primer proyecto de arqueología del conflicto fue sobre las trincheras de la guerra civil en la Ciudad Universitaria de Madrid. Era el año 2008. Lanzamos entonces un blogcon ese nombre: Guerra en la Universidad. Y era literalmente eso: investigar la guerra en el campus. Ahora no trabajo en la Universidad ni me dedico solo a conflictos, pero le tengo cariño al nombre. La excavación en la Ciudad Universitaria pretendía ser un capítulo más dentro de un proyecto más ambicioso, cuyo objetivo último era narrar la historia de la guerra civil como no se había hecho hasta entonces: en vez de utilizar documentos escritos, audiovisuales y orales, yo quería contarla con los restos arqueológicos: las trincheras, las latas, los casquillos, las fosas comunes y los campos de concentración. Diez años de campañas arqueológicas después, el resultado fue Volver a las trincheras: una arqueología de la Guerra Civil (Alianza, 2016).
Actualmente, se ocupa de un proyecto relacionado con el Valle de los Caídos. ¿Qué han descubierto en las excavaciones realizadas allá?
La excavación del Valle de los Caídos ha sido un cierto shock. Llevo muchos años defendiendo lo que decía antes: que el objetivo de la arqueología contemporánea no es necesariamente contar algo que no sepamos, sino contar algo que sabemos de otra manera. Y de repente me encuentro con un sitio famosísimo, pero con una dimensión de la que no sabemos prácticamente nada: los poblados de chabolas donde vivían los familiares. Los testimonios que existen sobre ellos no dan para rellenar una página. Diría que es como enfrentarse a un yacimiento prehistórico. Pero a estas alturas sabemos más casi de cualquier cultura prehistórica de la Península Ibérica que de las chabolas de Cuelgamuros.
Las chabolas son un testimonio muy potente e indiscutible, que tira por tierra la leyenda rosa del Valle que defienden los franquistas. Uno de los argumentos principales de Bárcena, un revisionista que hace apología del sistema penitenciario de la dictadura, es que a los presos les dejaban construir casas. Pues bien, nosotros hemos excavado esas casas: tenían entre cuatro y nueve metros cuadrados, los techos eran de ramas y carecían de ventanas, y por supuesto de luz eléctrica, agua corriente o calefacción. Y allí se hacinaban familias de tres, cuatro o cinco miembros. La superficie era un tercio de las chabolas que se construían entonces en los arrabales de Madrid. A cada individuo (¡mujeres y niños!) le correspondía la mitad de metros cuadrados en una chabola que a un soldado de la Segunda Guerra Mundial en un campo de prisioneros. La arqueología aquí se convierte en la principal fuente de conocimiento de la historia. Y cuenta una historia que no conocíamos.
En Twitter comenta también su fascinación por los vertederos. ¿Qué nos dicen? ¿Qué clase de cosas interesantes ha descubierto en ellos?
Los vertederos son los verdaderos tesoros de la arqueología contemporánea. Lo son por dos motivos: primero, porque en ellos hay muchas cosas y muy variadas; segundo, porque a ellos va a parar toda nuestra culpa, como diría Elías Canetti. Ahí está lo que no nos gusta de nosotros mismos, lo que nos avergüenza o de lo que preferimos no hablar.
En los años setenta, los arqueólogos comenzaron a estudiar vertederos y cubos de basura en Estados Unidos y descubrieron algo que era esperable, pero que nadie había analizado hasta entonces, no al menos a través de los detritos: la enorme diferencia entre lo que la gente dice que hace y lo que hace realmente. Se descubrió, por ejemplo, que la gente reportaba un consumo de alcohol muy inferior al real y esto tenía consecuencias en la política sanitaria. La arqueología permitía cuantificar, por primera vez, esa diferencia entre lo dicho y lo hecho.
Lo del alcohol era esperable, pero a veces uno se topa con cosas realmente sorprendentes. Por ejemplo, los ansiolíticos que descubrí excavando un basurero de los años sesenta en una aldea de Galicia. El diazepam no es algo que uno asocie al rural gallego de hace cincuenta años. Pero tiene lógica: es un momento de crisis y cambio cultural muy traumático, con mujeres solas que tienen familias que sacar adelante. Y el alcohol y los ansiolíticos fueron una forma de sobrevivir. Esto es algo de lo que no se suele hablar y de lo que no existen muchos documentos escritos, porque las dependencias y los problemas psicológicos se tienden a ocultar.
¿Cotejan sus descubrimientos en estos yacimientos de épocas de las que quedan supervivientes con ellos? ¿Cómo es esa experiencia vedada a otros arqueólogos?
El poder hablar con los protagonistas de la historia es una de las cosas que hace de la arqueología contemporánea una experiencia extraordinaria. Decía antes que este tipo arqueología cuenta la historia a partir de los objetos y es cierto, pero también recurre a los testimonios, orales o escritos, de quienes experimentaron el pasado en primera persona. Y eso le da una dimensión al registro arqueológico muy distinta al de tiempos más remotos: de repente, los restos materiales se vuelven más cercanos, emocionales, íntimos.
Recuerdo, por ejemplo, cuando excavamos una de las chabolas del destacamento penal de Bustarviejo (Madrid) y estaba con nosotros una señora que había vivido en la chabola de niña. Eso no pasa en los yacimientos de la Edad del Hierro, claro. Al mismo tiempo, la gente (incluidos los arqueólogos) piensan que contar con personas vivas es como tener las soluciones a unos pasatiempos. Si no consigues solucionarlos, miras en las páginas del final y listo. Pero no es así. Porque el lenguaje de las personas y de las cosas coincide solo en algunos aspectos: pocos.
El lenguaje de los objetos cotidianos es el del inconsciente. Y lo que hacemos los arqueólogos es una especie de psicoanálisis. A veces conseguimos que los objetos nos digan cosas que sus propios dueños no habrían sido capaces de decirnos. No necesariamente porque no quieran, sino porque no son conscientes: no saben o creen que no saben.
Quería pedirle también un comentario sobre el panorama general de la arqueología española en este momento: problemas, demandas, etcétera. La crisis económica afectó mucho a las excavaciones, y muchas veces hay una insensibilidad tremenda hacia el valor de los yacimientos, como vemos ahora, por ejemplo, con un proyecto urbanístico onubense que significará cargarse uno tartésico de valor incalculable. ¿Falta sensibilidad? ¿Falta educación? ¿Es un problema universal, o en España es más grave?
Creo que es un problema mayor en el sur de Europa, donde tenemos mucho patrimonio y muy monumental, menor inversión cultural, menor educación y concienciación social y, sobre todo, muchos políticos insensibles a la cultura y con pocos escrúpulos (Madrid es un buen ejemplo de ello).
Es cierto que mucha gente sigue percibiendo el patrimonio como un problema, pero lo cierto es que cada vez que en las redes sociales circulan las típicas imágenes de antes y ahora, todo el mundo, absolutamente todo el mundo, se echa las manos a la cabeza. Nadie dice: «Qué bien que ahora tenemos un edificio de oficinas anodino en vez de un palacio mudéjar». Pasa en los pueblos más pequeños y en las ciudades más grandes. Lo cual demuestra que existe una sensibilidad que va más allá de la educación. Yo diría que es consustancial al ser humano: ser capaz de apreciar la belleza y de respetar el legado de nuestros antepasados.
La cuestión es potenciar esa sensibilidad para conseguir que todo el mundo se eche las manos a la cabeza antes y no después del atropello. Y más importante: hay que luchar contra esa ideología del progreso que dice que es necesario para la economía tirar tal palacio. A lo mejor lo que es bueno para la economía es precisamente dejar el palacio en su sitio. Por otro lado, creo que las cosas han cambiado mucho en los últimos años y que cada vez hay un interés mayor por la arqueología, la historia y el patrimonio. Soy bastante optimista en este aspecto.
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