El descontento rural existe y en una tormenta gestada por la guerra en Europa, la menor disponibilidad de agua y la palpable escasez de productos que necesiten petróleo o gas, ha puesto en bandeja que otros se suban al carro de las protestas
En el mundo rural, generalmente más empapado de ciclos naturales, los procesos sociales suelen tener su fondo, sus memorias, sus viejas contradicciones. Uno no se levanta y ya es primavera, ni los campos reponen o pierden súbitamente su fertilidad, ni al día siguiente nace inesperadamente un ternero. Tampoco, y ésta es una cuestión central para analizar la sucesión de protestas rurales en los últimos tiempos, el mundo rural no es ajeno, antes al contrario, a los vaivenes políticos y económicos de la llamada “globalización”.
Para la pequeña producción, especialmente en ganadería, el mundo rural es hoy fuente de incertidumbres y estrecheces. Entre dos y tres granjas cierran cada día. En los próximos meses probablemente veamos en los árboles fruta que no se recolecta por no compensar los costes ni a veces el desplazamiento a la finca. Algunos cultivadores, y hablo de pequeños cooperativistas, verán caer en sus espaldas la imposible (y desafortunada) política de expandir el regadío en tiempos donde el agua va a ser un bien aún más preciado. Agua que ya se nos escapa hasta en un 30% por efecto de la evaporación y la transpiración más intensa de las plantas. Todos ellos y todas ellas saben del cambio climático, y que la llamada “globalización” (en realidad, un mercado planetario de diez empresas en cada sector) no paga a los agricultores. Saben también que la intención de la Unión Europea de propulsar un menor consumo de agrotóxicos y recuperar una necesaria fertilidad orgánica va a traer una factura (monetaria, en escasez de acompañamiento, en más burocracia) que no caerá sobre la gran distribución. A favor de dichos oligopolios alimentarios y para los monocultivos que demandan trabajan la política agraria, los planes públicos de investigación, las empresas químicas y hasta los planes de “mejoras” varietales.
En la anterior encrucijada un lema como “Juntos por el campo” tiene su tirón, su razón de ser. Aunque parte (sólo parte) de quienes convocan no se encuentren tan “junto” al campo, pues viven y hablan desde las grandes ciudades, y el campo interesa cuando se va de montería o a pedir las rentas de un latifundio. Pero esa forma de entender el “campo”, y que aún no se le vean bien las orejas al lobo por parte de sectores muy representativos del cooperativismo agroalimentario, ha priorizado medidas urgentes sobre otras que atacarían problemas de fondo que enfrenta el mundo rural, como son: el poder que mantienen de facto las grandes distribuidoras agroalimentarias haciendo descender precios a pesar de la Ley de la Cadena Alimentaria, la extensión de las macrogranjas frente una ganadería que aporta más bienestar al mundo rural; la imposibilidad de mantener una agricultura basada en el petróleo que encarece todos los insumos y los transportes de larga distancia, la desertificación de los suelos, la dependencia de mercados agroexportadores sometidos cada vez más a interrupciones de suministros (escasez de materias, menor disponibilidad de energía fósil, guerras por el control de territorios); los bajos salarios y las malas condiciones laborales en general, unido a la poca adaptación de leyes para favorecer a la pequeña producción, las dinámicas de exclusión de jóvenes y mujeres provocadas por el cierre de acceso a tierras y el cierre mental hacia un mundo más igualitario, o ambas dos.
Este mar de fondo se ha sumado al oleaje mediático del 20 de marzo. Un oleaje construido durante los últimos cinco años por diferentes actores relacionados con el medio rural, aunque buena parte alejados de enfrentar los señalados problemas. Me refiero, en primer lugar, a protestas y tractoradas sobre el tema de precios o por una PAC “más justa” de sindicatos del campo y patronales agrarias. En segundo lugar, este 20M recoge los coletazos, ahora reflejados en las instituciones políticas de Castilla y León, que han sido las manifestaciones en apoyo a una “España Vaciada”. Éstas han estado más preocupadas de la crisis socioambiental que se avecina para el mundo rural, moviéndose entre propuestas de desarrollo clásico (que traigan más infraestructuras para “globalizarnos” mejor), de bienestar (mantenimiento servicios públicos) y de reconocimiento de nuevas necesidades (nuevas economías más sostenibles y locales). Por último, el 20 de marzo ha sido espoleado como muestra su parrilla convocante (puntos del manifiesto, partidos que se han sumado) desde sectores conservadores y próximos a la ultraderecha, lo que vendrían a ser los conocidos como “señoritos” en las zonas rurales, o imitadores de ellos. Esta vez sí partidos como Vox han podido obtener la foto que buscaban, al contrario de lo que ocurriera en febrero de 2020 donde los propios agricultores, que reivindicaban una PAC y unos precios “justos”, los expulsaron entre abucheos por querer apropiarse de un descontento. Las demandas de una caza de élite, la que puede pagar su entrada en Parques nacionales y en grandes cotos, copaba el lado reivindicativo en lo cinegético. Una caza mal retratada, pues no son tantas personas las que pueden permitirse las cacerías que se reclaman. Pero es un sector hábil en ganarse el afecto del cazador que, como dirían en mi pueblo, sale a “pasear la escopeta” a un coto social y si regresa con alguna pieza es para cocinarla. Diferenciar entre ambos es vital para quienes se preocupen por impulsar redes de cuidado de los territorios, lo que no significa identificarse con sus prácticas.
¿Qué representa pues, a mi entender, este 20 de marzo? Un descontento rural que vive atrapado, como último eslabón a punto de caerse, en una globalización que se muestra cada día más inviable, más sueño frustrado para un sector presa de la agroexportación. Digo “presa”, porque si uno sabe de las biorregiones en Italia o de cómo funcionan los mercados locales o la compra pública en Francia sabe que hay otras políticas. Un descontento que existe y que, en una tormenta gestada por una guerra en Europa, la evidente menor disponibilidad de agua y la ya palpable escasez de productos que necesiten petróleo o gas para su existencia, ha puesto en bandeja que otros se suban al carro de la representación de este descontento. Es el caso, por ejemplo, del marqués de Villanueva de Valdueza, presidente de Alianza Rural y que en entrevista con la presidenta de la Comunidad de Madrid se sacaba la foto como “representante” del descontento rural, y lograba arrancarle la “magnífica” propuesta a la presidenta (publicitada en los medios afines) de sembrar 20 hectáreas más de maíz como medida para paliar la previsible escasez de piensos.
¿Por qué entonces apuntarse a un tren de manifestaciones que, aún con las medidas que propone, continuaría dirigiéndose hacia un acantilado? Porque los ciclos naturales no entienden tanto de corto plazo, ni de economías familiares centradas en la supervivencia. Porque simplemente plantearse la implantación de una ganadería extensiva, la concienciación para que mercados más próximos y que reclamen alimentos locales, la fertilización orgánica a gran escala o la recuperación de variedades locales requieren largos caminos hasta poder ver sus frutos. Tampoco se intuye alrededor una voluntad política real de relocalizar sistemas agroalimentarios o acompañar las transiciones para que las facturas no las paguen quienes se encuentran más abajo. Porque en el mundo del relato, gobernado por las multinacionales de la globalización, el consumir más y el vótame a mí, no existen referencias palpables, creíbles y acompañantes que inviten a articularse y a hacer las cosas de otro modo. Y todo ello combinado con un abandono y ninguneo histórico de las zonas rurales: hablemos de series, informativos, programas políticos o retransmisiones culturales que vayan más allá del folclore enlatado.
Esta situación explicaría, siempre desde mi perspectiva vivencial como agricultor ecológico en Extremadura, por qué no sirve ya la crítica total del 20 de marzo, como si la gente en los campos no estuvieran viendo lo “mal” que llueve, el poco frío que hace, los márgenes de beneficios que invitan a emigrar, motivado también por los cerrojos productivos instalados en el medio rural. Se requiere reconstruir junto al campo, desde el campo. Este mundo se nos cae y buena parte de las culturas rurales pueden ayudarnos a innovar en materia de cómo aunar austeridad y bienestar, cómo reforzar los vínculos comunitarios, cómo impulsar economías y manejos más atentos a lo que sucede y precisa cada territorio.
No será posible reconstruir sin la presencia del cabreo rural asociado a, por ejemplo, la pequeña producción agroganadera o sectores del cooperativismo con importante base social. Un sector que, en otras circunstancias o convocatorias, podría adentrarse en propuestas de cambio real, y no un parcheo que refuerce la pretendida “bandera” del campo. Claro está, habría que construir ese acompañamiento también de naturaleza real-real. Pienso que, de haber apoyos desde el consumo, políticas públicas o nuevos mercados, podría incentivarse la diversificación productiva, la recuperación de variedades y razas autóctonas (reclamadas el 20 de marzo), el control efectivo del poder de la gran distribución, la construcción de rentas agrarias mínimas que faciliten la relocalización agroalimentaria, la eliminación progresiva de agrotóxicos que ya se sabe que amenazan personas y campos. Medidas que, poco a poco, podrían acercarse a las propuestas de una ganadería que cuida su territorio y a una producción y un consumo más agroecológico, sostenible y cercano. Pero muchas de las agendas, públicas o privadas, se centran más en decir cómo tendrían que ser las cosas y no en cómo tejer y destejer con quienes están al borde un abismo existencial. Claro que hacen falta líneas de investigación, técnicos y técnicas al servicio de un desarrollo endógeno, elaboración de análisis y congresos. Me dedico a ello, lo reivindico siempre que apunte a una sistematización para expandir el presente y potenciar otro futuro. Pero no puede sustituir la agregación social desde el campo, la construcción de un nuevo sindicalismo que hable de producir, alimentarse saludablemente, enfrentar las múltiples crisis. El mundo rural se siente alejado cuando las voces y propuestas no vienen de un “arrejuntarse” desde los problemas y cotidianidades del mundo de la producción y la transformación primaria.
Como ya ocurriera en Francia con los “chalecos amarillos”, es también aquí tiempo de chalecos protestones, de movilizaciones de sectores primarios o de servicios relacionados directamente con una “globalización” inviable, que no recompensa, que ahonda los desastres naturales. Estos chalecos amarillos podrán volverse más marrones, es decir, pretender mantener una economía destinada a llenar aún más de CO2 los cielos. Ante lo imposible de la apuesta, se exigirá conservar compensaciones. Y los más “señoritos” querrán además que se mantengan privilegios, aprovechando el río revuelto. El problema es que el tren agroalimentario basado en largas cadenas de suministro descarrilará: ¿lo hará desde un precipicio más alto? “Arrejuntarse” desde el campo es una propuesta que ya tiene compañeros y compañeras construyendo diálogos sobre el terreno: entre quien produce y quien consume, entre la transición inaplazable y la tradición, entre ganadería y agricultura, entre el pastoreo y quienes saben de la importancia de todas las especies. Sólo así los chalecos que se movilizan podrán ser más justos y más verdes, sin hacerle pagar el nuevo traje a quienes nos alimentan.
Ángel Calle Collado es integrante de la cooperativa EcoJerte.
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