Álvaro García Linera no solamente acompañó por 14 años a Evo Morales como su vicepresidente, sino que es conocido —y reconocido— en los ámbitos académicos de América Latina como uno de los intelectuales más importantes de la región. Sus ajetreadas tareas de gobernante (quizás fue su fuente de inspiración) no le impidieron las reflexiones académicas, muchas de ellas, plasmadas en varias publicaciones. Después de su exilio en Argentina, hoy, lejos de los pasillos del poder y refugiado en su amplia biblioteca, hace lo que le gusta: leer, releer el marxismo, escribir, dictar clases en la Universidad de Buenos Aires y exponer en eventos académicos. En la presente entrevista analiza la coyuntura política.
—A propósito de la ruptura constitucional de noviembre de 2019 en Bolivia, ¿qué análisis realizó usted con referencia a los factores internos (al gobierno del MAS) y externos para el desemboque de esta estocada a la democracia boliviana?
—Parafraseando a Lenin, se puede decir que la fuerza de una revolución tiene como contrapeso una fuerza mayor o igual de una contrarrevolución. Y en el caso de Bolivia, la fuerza de la transformación social que logró sacar al 30 por ciento de los bolivianos de la pobreza, desracializar las relaciones de poder sociales (con el inevitable paso intermedio de una racialización invertida del poder ahora en favor de los indígenas) y convertir al Estado en el gran productor y redistribuidor del excedente económico; con el tiempo, generó una reacción conservadora de las oligarquías extranjerizantes para retomar su control de la economía y de las clases medias tradicionales, para restablecer el supremacismo racial frente a los indígenas, como modo de recuperación de privilegios, contratos laborales y reconocimiento. La furia moral con la que los sublevados se ensañan contra el cuerpo indígena durante el golpe de Estado de 2019, claramente muestra que no solo se buscó desplazar violentamente del poder a los llamados “indios”, sino también restablecer el viejo orden colonial del mundo fundado en la estirpe.
Los “mitos”. Como clase media decadente desplazada del poder y de la historia desde 2006 incubó un resentimiento visceral, ante el hecho de tener que competir con una emergente y voluptuosa clase media de origen indígena popular proveniente del comercio, el transporte, la minería y las universidades públicas; pero además, y eso les resultaba imperdonable, ante el cataclismo histórico de ver cómo su etnicidad “blanqueada” por apellido, pigmento, vestimenta o relaciones se devaluaba estrepitosamente a la hora de hallar oportunidades laborales.
Sobre este sustento social clasista, el referéndum constitucional de 2016, que se opuso a la repostulación presidencial, les dio a las fuerzas conservadoras y a sus pasiones antiigualitarias una legitimación democrática, que nosotros no supimos neutralizar a tiempo. Nuestra apuesta fue reivindicar el ethos plebeyo de la democracia como igualdad, olvidando que también la democracia, como liturgia del voto, forma parte imprescindible de la experiencia política popular.
Así, con una base social de clase media tradicional enardecida, una retórica justificadora y unas élites políticas y económicas unidas con el único propósito de “botar al indio”, se articuló una coalición internacional de fuerzas ultraconservadoras, cuya punta de lanza fue Luis Almagro y la OEA; pero evidentemente detrás estuvieron miembros del Departamento de Estado norteamericano, algunas embajadas europeas y latinoamericanas.
El haber ganado las elecciones (de 2019) con 47%, sin alcanzar 50% o más, como lo hacíamos desde 2006, fue la señal de debilidad del MAS, que llevó a esta coalición antipopular a buscar truncar por medios antidemocráticos y violentos el proceso de cambio social boliviano.
Carlos Mesa mandó a sus militantes a quemar cinco cortes electorales; en Cochabamba, paramilitares en sus motos salieron a reprimir a pobladores campesinos, y la ciudad de Santa Cruz se paralizó durante 20 días. Era el inicio del golpe de Estado. Sin embargo, una arremetida similar la supimos remontar en 2008, cuando la llamada “media luna”, alianza de oligarquías regionales y partidos políticos de derecha, buscaron derrocar al presidente Evo Morales. En 2019, a la movilización social en occidente la supimos contrarrestar con la movilización obrera y campesina; Santa Cruz podía paralizar un mes o tres meses sin que eso afecte a la estabilidad del gobierno. La lucha política estatal se define en La Paz.
Pero lo que desequilibró todo fue la traición de los mandos policiales y militares sobornados por algunos empresarios. En 2008 vencimos el golpe porque policías y militares se quedaron en sus cuarteles. En 2019, ellos se pasaron al bando golpista y eso definió el triunfo del golpe. A partir de ese momento, entrabas en una nueva situación: resistir el golpe, como le propuse a Evo replegándonos a El Alto, para desde allí convocar a la defensa de la democracia, requería enfrentar a tropas armadas, a sus tanques, helicópteros y aviones, y eso habría podido desencadenar un baño de sangre. Evo, más lúcido que todos nosotros, decidió que iba a renunciar antes que permitir que haya muertes.
—Usted fue uno de los intelectuales que desde hace 16 años reflexionó en torno al evismo. En el contexto socio/político actual ¿qué perspectivas le otorga a este fenómeno?
—El evismo ha sido una manera de nombrar, y de unificar, lo nacional popular en Bolivia con núcleo indígena. Y, como sucede con toda unidad política práctica, ésta asume una forma de liderazgo mesiánico; es inevitable. Allí tiene razón Max Weber. Todo momento de excepcionalidad popular se traduce necesariamente en un liderazgo carismático. En este caso, bajo el liderazgo de Evo Morales. Entonces, tienes una trilogía en esta unificación de lo nacional popular del siglo XXI. Primero, movimientos sociales multitudinarios que se articulan territorialmente en oposición a las privatizaciones; y ahí Evo es uno de los grandes líderes de esas acciones colectivas. Segundo, la fuerza sindical urbana rural se convierte en fuerza electoral, logrando grandes triunfos con Evo candidato y primer presidente indígena de la historia. Y, tercero, a este poder carismático se le añade el poder de un nuevo Estado productor y redistributivo, que refuerza aún más la épica providencial del líder.
Todo eso va a representar el liderazgo de Evo, un liderazgo difícilmente repetible por otra persona en las siguientes décadas. Nació en un momento excepcional, que cambió la historia económica, social y cognitiva del país. Aunque los ímpetus de ese momento ya entraron en lento declive por cumplimiento de su “misión” histórica, la huella de ese liderazgo seguirá marcando el horizonte de lo nacional popular en los siguientes años, porque encarna el momento de la victoria de los humildes. Eso explica por qué hoy Evo es la única persona que puede movilizar un millón de personas, que acuden para saludarlo y agradecerle. Ciertamente ya no tiene la fuerza que tuvo al principio, por el simple hecho de que la acción social que dio lugar ya se modificó. Entonces, eso está dando lugar a un tipo de liderazgo carismático intermedio o rutinizado, menos fuerte. Sigue siendo el único líder social relevante del país, pero su fuerza ya no tiene ese carácter indiscutible, irradiante y expansivo que tuvo cuando surgió, es decir, cuando se estableció como movimiento.
—O sea, ¿ese contexto podría explicar las tensiones internas del MAS actualmente?
—Sobre esto tengo una mirada estructural y una mirada más coyuntural. La estructural: las clases subalternas por definición de su subalternidad son clases fragmentadas, divididas frente a las clases poseedoras y el Estado. Esto se modifica cuando en tiempos revolucionarios o “catárticos”, como llama Antonio Gramsci, lo popular se unifica en la lucha, se plantea proyectos universales, para todos, de transformación social, y deviene poder de Estado. Eso sucedió en Bolivia entre 2000 y 2008. Pero luego vienen inexorablemente los momentos del reflujo social y la rutinización del poder popular en el Estado. Son los momentos del corporativismo social democrático, en el que los distintos sectores se plantean propuestas y reivindicaciones sectorializadas, ya no universales. Y entonces, asistimos a una fragmentación moderada del bloque popular, que episódicamente vuelve a cohesionarse, como en el levantamiento de agosto de 2020 y la victoria electoral de octubre del mismo año. Esto hace actualmente más difícil la representación de la unidad de lo popular y más probables las divergencias en su interior.
Y en lo coyuntural, las fisuras o peleas que se están viviendo al interior del MAS son una parte normal de todo proceso de recambio generacional de los liderazgos sociales. Los líderes sociales que participaron en el gobierno hasta 2013 se foguearon en la resistencia antineoliberal de los años 1980-2000, y ahora van siendo desplazados de manera natural por una nueva generación de líderes, dando lugar a inevitables tensiones intergeneracionales en las direcciones sindicales y en la administración pública. De ahí que a futuro pueden darse tres hipótesis.
—¿Cuáles son esas hipótesis?
—Una, si los nuevos liderazgos generacionales que están emergiendo o pueden emerger en lo popular, en los sindicatos y en las confederaciones son fuertes, en el sentido de una vinculación práctica y emotiva con las bases, de un discurso promotor de nuevas grandes transformaciones sociales y económicas asentadas en las expectativas de los sectores sociales mayoritarios; entonces, esta sustitución generacional se consolidará abriendo el horizonte de una nueva etapa del “proceso de cambio” de la mano de nuevos líderes revolucionarios.
Dos, si la “renovación generacional” es solo una coartada para la obtención de cargos públicos que permitan el ascenso social de algunos dirigentes sindicales alejados de sus bases, si los “renovadores” son desideologizados, y su propuesta para el país es solo la administración burocrática de las grandes reformas que se implementaron desde 2006; entonces, estaremos ante la emergencia de líderes blandos, sin apoyo social ni consistencia política. Y ello dará lugar a un fortalecimiento de los liderazgos históricos que no solo encarnan las grandes transformaciones del siglo XXI, sino que además se esfuerzan por reactualizar y radicalizar los proyectos de transformación social.
Tercera, que haya una transición pactada entre los liderazgos históricos y los de la nueva generación, de tal manera que más que una ruptura haya una composición intrageneracional, en la que los nuevos líderes son acompañados por los antiguos para sedimentar solidez ideológica, mística, política y profundidad programática. Y, a la vez, en la que los antiguos liderazgos son acompañados a comprender las expectativas de los nuevos sectores populares emergentes y a afrontar la vida con más audacia.
la-razon.com
Periódico Alternativo publicó esta noticia siguiendo la regla de creative commons. Si usted no desea que su artículo aparezca en este blog escríbame para retirarlo de Inmediato
No hay comentarios.:
Publicar un comentario