En un mundo que ha cambiado y que entra a una era de geografía multipolar y, además, multicultural, América Latina se ha definido como región de paz y no tiene injerencia en las disputas por la hegemonía entre las grandes potencias.
Después de su independencia (1776) los EE.UU. iniciaron la construcción de una poderosa república presidencial. Una de las doctrinas que acompañó su expansión territorial fue la del Destino Manifiesto. Otra, conocida como Doctrina Monroe (1823), formulada inicialmente por John Quincy Adams, pero concretada por James Monroe, tuvo el propósito de frenar cualquier intento de reconquista europea de las antiguas colonias que se habían independizado. “América para los americanos” se transformó, además, en una política de aislamiento de los propios EE.UU. frente a Europa, de modo que ambas regiones tomaron distintos caminos de desarrollo económico y vida política.
En lo que hoy identificamos como América Latina, el primer crítico del expansionismo norteamericano fue Simón Bolívar. El historiador Francisco Pividal dedicó su obra Bolívar: pensamiento precursor del antimperialismo (1977) a destacarlo. Además, El Libertador ideó la Gran Colombia como primer paso en la construcción de una sola nación latinoamericana sin el concurso de los EEUU. Fue un sueño imposible, pero el ideal ha sobrevivido y, sin duda, la CELAC (2011), durante el primer ciclo de gobiernos progresistas de inicios del siglo XXI, concretó esa integración exclusivamente latinoamericanista, aunque el proyecto dejó de tener la fuerza que tuvo, con la sucesión de una oleada de gobiernos empresariales-neoliberales.
A pesar del monroísmo, durante el siglo XIX la economía de América Latina continuó vinculada a Europa, en tanto los EE.UU. crecieron en territorio incluso a costa de México, así como su área de mayor influencia se circunscribió a Centroamérica y el Caribe. El despegue de los EE.UU. ocurrió al iniciarse el siglo XX. Arrancó así su era imperialista, que se vio favorecida con la I (1914-1918) y la II (1939-1945) Guerras Mundiales, tras las cuales los EEUU se convirtieron en la primera potencia del mundo capitalista. Durante esa trayectoria, América Latina no solo reorientó su economía hacia los EEUU, sino que pasó a ser el espacio de incursión de los capitales norteamericanos, acompañados por el intervencionismo directo, cada vez que fue necesario asegurar sus intereses en la región. Existe una vasta literatura histórica sobre estos temas. No faltaron defensores de esa incursión, como lo hizo el historiador Samuel Flagg Bemis, quien la bautizó como “imperialismo protector” para diferenciarlo del imperialismo “egoísta” de los europeos, al mismo tiempo que consideró que la mejor política fue la del “Buen Vecino”, cultivada por F.D. Roosevelt.
La Guerra Fría afirmó la hegemonía continental de los EE.UU., que retomó el monroísmo especialmente a raíz de la Revolución Cubana (1959), para alinear al continente en el anticomunismo, bajo la diplomacia de la OEA. Durante las décadas de 1960 y 1970, las intervenciones norteamericanas fueron frecuentes, para establecer dictaduras militares que se multiplicaron en América Latina. Supuestamente el “imperialismo protector” debía servir para modernizar las economías latinoamericanas y fortalecer las democracias, algo que, evidentemente, no ocurrió. Sin embargo, el “desarrollismo” de la época, gracias al impulso de los Estados, sirvió para afirmar un sui géneris capitalismo latinoamericano, levantado sobre la extrema concentración de la riqueza y la generalizada precariedad de las condiciones de vida y trabajo de la población.
En la década de 1980 el neoliberalismo penetró en América Latina de la mano del FMI y en la de 1990 se generalizó como única vía económica admisible, al derrumbarse el socialismo. La globalización transnacional y la hegemonía unipolar de los EEUU se impusieron. Pero no se pudo evitar que, con el paso de las décadas, se levantara un mundo nuevo, con el poderoso desarrollo de China y Rusia a la cabeza. Lentamente el multilateralismo y una relativa multipolaridad tomó fuerza. América Latina aprovechó de esos procesos y hoy tiene mercados diversificados e incluso crecieron las relaciones económicas con China y Rusia, desplazando intereses de los EEUU.
El conflicto en Ucrania se ha convertido en un momento decisivo para la historia contemporánea de la humanidad. Las potencias involucradas parece que pretenden dividir la Tierra en dos campos: el de la “libertad” y la “democracia” en Occidente, frente al de las “autocracias” y las “dictaduras” en Eurasia. Es una maniquea división del mundo. Tampoco es un “Choque de civilizaciones”, como lo concibió Samuel Huntington en un famoso libro (1996). El presidente Joe Biden expresó en la reunión trimestral de directores ejecutivos del Business Roundtable: “Va a haber un nuevo orden mundial y tenemos que liderarlo” (https://bit.ly/3uKXPox); y pronunció su importante “Discurso del Estado de la Unión” (https://bit.ly/3iXudPm) ante el Congreso, en el que expone los esfuerzos que realizará su país para ese liderazgo y entre los que cabe destacar el sentido que da a las políticas sociales y tributarias, algo que está lejos de las mentalidades conservadoras y atrasadas de las elites económicas latinoamericanas que abogan por Estados reducidos, recortes sociales y tributarios.
Pero a todo ello se une el esfuerzo por lo que puede considerarse como un “neo-monroísmo”. Queda mejor expresado en la “Declaración de Postura de 2022” (https://bit.ly/3LSnzGz), presentada por la general del ejército Laura Richardson, comandante del Comando Sur de EE.UU., ante el Comité de Servicios Armados del Senado, un documento que debe leerse con seriedad en América Latina. Allí se advierte que el continente está bajo el “asalto” de una serie de desafíos transversales y transfronterizos que “amenazan” directamente a los EEUU; que China y Rusia, a las cuales se considera como “amenazas” para EE.UU., “están expandiendo agresivamente su influencia en nuestra vecindad”; que particularmente China “desafía la influencia de EE.UU.” en lo económico, diplomático, tecnológico, informático y militar; mientras Rusia es la “amenaza más inmediata”, aumenta sus compromisos en el hemisferio e intensifica la inestabilidad “a través de sus vínculos con Venezuela, atrincheramiento en Cuba y Nicaragua, y extensas operaciones de desinformación”; a todo lo cual se suman las organizaciones criminales transnacionales (TCO) que “operan casi sin oposición y abren un camino de corrupción y violencia”; y todo ello ante las “frágiles instituciones estatales de la región”. Se recomienda usar “todas las palancas disponibles” para fortalecer las alianzas con los países del hemisferio y herramientas importantes como programas de cooperación en seguridad para “entrenar y equipar a las fuerzas armadas de nuestros socios”.
América Latina pertenece a Occidente. Pero sería grave para su desarrollo económico que considere a China y Rusia como “amenazas” y a Eurasia como región “enemiga”. En un mundo que ha cambiado y que entra a una era de geografía multipolar y, además, multicultural, América Latina se ha definido como región de paz y no tiene injerencia en las disputas por la hegemonía entre las grandes potencias. Puede forjar sus propias estrategias de seguridad y desarrollo sobre la base del latinoamericanismo, que postula soberanía e independencia, ajenas, a estas alturas, de las viejas tesis de la guerra fría y del monroísmo tradicionales. Al respecto, las definiciones internacionales asumidas por el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador (https://bit.ly/3hLU3F3) guían las nuevas posiciones latinoamericanistas para el presente, pues a todos los países de la región les interesa tener sólidos y provechosos lazos con los mismos EE.UU. y con cualquier otro país o región, que pueda contribuir a la superación efectiva del subdesarrollo, para crear mejores condiciones de vida y trabajo para la población.
Blog del autor: Historia y Presente – – www.historiaypresente.com
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