Argentina
Tras la subida amenazante de la inflación recrudecen todas las taras violentas de la derecha
El actual proceso inflacionario se inserta en esa ominosa tradición en la que la subida persistente del nivel general de precios se encara como si fuera un problema en sí y no el síntoma de que el subdesarrollo no da para más. El resultado es que planes e iniciativas supuestamente diseñados para apaciguar al soliviantado nivel de precios ahondan las lacras del subdesarrollo. La inflación en vez de calmarse, se agrava, situación que presume aguardando en el horizonte feas consecuencias políticas, económicas y sociales.
Un programa para aquietar el nivel de precios que atienda adecuadamente las cuestiones estructurales a partir de los datos de la coyuntura, se identifica por al menos dos señales:
1. Fija el tipo de cambio para atrasarlo, subiendo el tipo de cambio efectivo importador por las necesidades de la sustitución de importaciones;
2. Desconecta vía retenciones la incidencia de los precios internacionales en la canasta alimentaria argentina.
Las dos medidas confluyen en aumentar el poder de compra de los salarios, lo que al alimentar las expectativas de que todos los mercados están para ampliarse, ponen en marcha la inversión y entonces el crecimiento. Pensar que se pueden crear expectativas favorables con un orden político que se basa en congelar el avance del mercado interno (lo que en la práctica se traduce en retroceso) es una fantasía sumamente peligrosa, cuya ironía es que propugna la unidad del campo nacional apelando al voluntarismo, mientras horada la base real que hace efectivo el entendimiento político, cuya necesidad es innegable.
Si no se toma el camino de la ampliación del mercado interno lo más probable es que la Argentina continúe patinando en el barro de la pobreza. Estamos pagando los platos rotos de que una buena parte de la clase dirigente argentina no se haya tomado a pecho el simpático lema del mayo francés: la imaginación al poder. Fafá le deja claro a Mandrake que aún entre magos, es decisiva la importancia de la imaginación, de la utopía, para saber a qué país mejor se quiere ir desde la inopia que se vive.
Pero esto no es, ni nunca fue, magia. De resultas, parte considerable de la dirigencia malversó la vida y el porvenir de los argentinos con extravagantes propuestas destinadas a doblegar una huidiza e indomable inflación, y el poncho nunca apareció. No faltará quien salga al ruedo con la década de la convertibilidad. Pero el chiste es pleno empleo (o lo que se considere o entienda por pleno empleo) sin inflación, con una notable mejora en la distribución del ingreso. La convertibilidad es nuestro asno de la fábula: una vez que aprendió a vivir sin pastar, se murió.
Estos lodos de la pobreza provienen de aquellos polvos de no hacer las cosas que hay que hacer. También, ya que nos situamos entre burros, en algunos casos por comportarse como el asno de Buridán, que feneció porque no podía discernir frente a la avena y al agua si tenía hambre o sed. Y, en el mismo lodo, todos manoseados se ubican la dolarización, la fijación del tipo de cambio con costa a los trabajadores, la convertibilidad. No son cuestiones monetarias o financieras, buenas, malas, peligrosas o mediocres para domar a la inflación. Son manifestaciones en el ámbito monetario, o que de monetario tiene solo la apariencia, de un profundo problema político.
Las distintas propuestas que devienen impotentes frente a la inflación como síndrome del subdesarrollo, presentan matices que las diferencian entre sí, pero tienen en común que las articula la meta de suprimir la política como medio para que la lucha de clases redunde en un nivel de acumulación de capital que acelere y eleve la tasa de crecimiento del producto bruto. La moneda como institución obraría el milagro prescindiendo de los trastornos, obstáculos y molestias de la política arquitectural. Tras una vista del estado de situación de la malaria, al examinar las razones de fondo de las propuestas de política antiinflacionaria se verifica que ninguna está pensada para mejorar la distribución del ingreso, más bien lo contrario. Es así como se aseguran sacar el pasaporte al fracaso y al enseñoreamiento de la violencia política.
Distribución del ingreso
En la “Cuenta de generación del ingreso e insumo de mano de obra”, con la que el INDEC mide cómo se reparte el ingreso nacional entre el capital y el trabajo, en correspondiente al cuarto trimestre de 2021 se informa que “durante 2021, la participación de la remuneración al trabajo asalariado (RTA) alcanzó 43,1% del valor agregado bruto (VAB) a precios básicos, lo que representa un descenso de 4,86 puntos porcentuales (p.p.) respecto a 2020”. El gobierno puede proclamar a los cuatro vientos que su objetivo es que los salarios le ganen a la inflación, lo que en el seno de estos indicadores implicaría que muerdan a favor la masa de ganancias de la economía. Pero eso no está sucediendo. En el mismo estudio del INDEC se señala que “la participación del excedente de explotación bruto (EEB) se incrementó en 3,84%”. EEB son los beneficios del capital. En 2015 los trabajadores se quedaban prácticamente con la mitad del ingreso nacional. Desde ese año seguimos yendo para atrás.
Algunas voces del oficialismo esgrimen a favor del gobierno que en el tercer trimestre del año pasado el coeficiente de Gini (un indicador del grado de igualdad en la distribución del ingreso) haya mejorado y que haya subido la cantidad de gente que busca empleo. La tasa de desempleo del 7% no se observaba desde 2015 y es la mitad de la generada por el gobierno anterior. Los datos del INDEC sobre el índice de pobreza estimaban que 40,6% de los argentinos eran pobres en el primer semestre del año pasado. En el segundo semestre el índice de pobreza bajó a 37,3%.
Esos números son innegablemente positivos, pero la tendencia no. Al respecto es menester conjugar los datos de la cuenta de la generación de ingresos con el derrotero de la pobreza. Para determinar cuántos pobres hay en el país al ingreso del período se lo contrasta por semestre con una denominada Canasta Básica Total (CBT) que a la Canasta Básica de Alimentos (CBA) le suma los demás gastos necesarios para vivir, como ropa, educación, salud, entre otros. En ambos casos se contabilizan los consumos de las familias tipo: dos adultos y dos párvulos. Los hogares que están por arriba de la CBT no son pobres, los que están por debajo de la CBA son indigentes. La CBT para cuatro personas en Capital y el Gran Buenos Aires costaba 75.000 pesos en promedio en octubre del año pasado. La información del INDEC referida a los ingresos que corresponde al tercer trimestre de 2021 (última disponible) da cuenta que hasta hace seis meses atrás el salario promedio de los trabajadores con empleo ( entre blanco y negro) era de 55.512 pesos, aunque el 80% percibían una remuneración de 53.608 pesos. Haciendo los cálculos con los datos del segundo semestre señalados anteriormente, había alrededor de 17 millones de pobres, de los cuales casi 4 millones eran indigentes, o sea que sus ingresos no les alcanzaban para comer.
Desde entonces y hasta ahora, durante el transcurso de estos seis meses, el nivel general de precios montó fuerte, los ingresos no, de manera que los cálculos privados ya proyectan que aquí y ahora en la pobreza están comprendidos más del 40% de los 46 millones de argentinos. De hecho, la CBT de febrero fue valuada por el INDEC en 83.807 pesos y la CBA en 37.414 pesos. Los datos de la del mes de marzo recién van a estar disponibles en la cuarta semana de abril. Para que la pobreza se mantenga invariable respecto de los datos de octubre del año pasado, si se le agrega provisoriamente marzo al costo de la canasta, los salarios en promedio deberían haberse incrementado no menos del 20-25 %, cosa que no sucedió.
Suprimir es la tarea
El objetivo de la integración nacional no puede ser otro que el de mejorar ostensiblemente la distribución del ingreso, bajo las actuales circunstancias de agravamiento de las cuestiones estructurales por la presión al alza de los precios internacionales post-pandémicos belicosos de la energía y los alimentos. Pero eso significa pactar con los trabajadores una salida a su favor; cosa que la derecha reaccionaria no está en condiciones políticas ni anímicas de sustanciar. Ahí es donde entran a jugar las alquimias monetarias y financieras, como expresión de esa imposibilidad. No hay hecho más abstracto en donde se materializa el poder más duro y concreto del Estado que la circulación monetaria.
Es menester hacer hincapié sobre ello, atendiendo que la teoría pura se desenvuelve sin moneda, como bien lo explicó en la edición anterior del Cohete Estanislao Malic. La moneda es eso y nada más y nada menos que eso: poder político impreso. Como lo explican los economistas franceses Michel Aglietta y André Orléan en un ensayo cuyo título lo dice todo (La violencia de la moneda): “Las instituciones resultan de la violencia del deseo humano y (…) su acción normalizadora sobre ese deseo proviene de su exterioridad frente al choque de los deseos que se contrarían los unos a los otros”. Si en el neolítico el garrote definía una posesión, en el mundo moderno el mismo grado de violencia está velado en una unidad de cuenta de curso legal. La moneda es un tercer término, una mediación exterior a los sujetos rivales que intercambian en el mercado, que trasmuta la violencia de la relación de intercambio. De la moneda en tanto institución lo que importa como atributo primordial es el de la soberanía, o sea el poder que le da el Estado. Para entender el papel que juega la moneda en la cohesión para el desarrollo de las diversas sociedades, las contradicciones hay que buscarlas alrededor de los avatares de su soberanía, del alcance de su poder.
Es por eso que el debate se centra en la dirección y los límites de la actuación del Estado. De ahí la firme creencia liberal de que el Estado parasitario es el que perturba las relaciones mercantiles a través de sus manejos monetarios, por lo que hay que bajar su incidencia en la economía. De ahí que todas las propuestas anti-inflacionarias de la derecha, desde la extremista irracional de la dolarización hasta la horrible fijación del tipo de cambio peso-dólar a través de aumentar marcadamente el desempleo —en la que está empeñada la Fundación Mediterránea—, se proponen antes que nada suprimir la política a través de miniaturizar al Estado.
Ilustrativamente, ya en el siglo XVIII apareció el tema cuando el abate Ferdinando Galiani trató de establecer el programa de la ciencia monetaria positiva, esbozando una primigenia hipótesis sobre la moneda, despojándola del carácter eminentemente político dado por la doctrina aristotélica. Galiani y su “ciencia de la moneda”, buscando como eje el valor natural de la moneda, estipuló para ella un valor “intrínseco que no deriva de su uso como moneda”, y cuya principal consecuencia para su validez vendría dada porque “no está al arbitrio del Príncipe el dar al metal acuñado el valor que le guste, sino que tiene […] que conformarse a su valor intrínseco”. Para los termocéfalos de la derecha argentina, que el valor intrínseco no exista porque hay dinero fiduciario no es un obstáculo insalvable. Al contrario, permite que lo establezca gente como uno, en un nivel que deja –en el mejor de los casos— a dos tercios de la sociedad argentina bien a la intemperie.
Setenta años después David Ricardo, continuando las enseñanzas de Galiani, advirtió que “la experiencia muestra que ni un Estado ni banco alguno han tenido el poder irrestricto de emitir papel moneda sin abusar de este poder. Por ello, en todos los Estados la emisión de papel moneda debería estar bajo cierta vigilancia y control, y ninguno parece tan adecuado para ese propósito como el sujetar a los emisores de papel moneda a la obligación de pagar sus billetes en metal noble u oro acuñado”. Los conceptos de Galiani y Ricardo estaban imbuidos del intento –no sólo de la economía— desde entonces bastante acendrado de suprimir a la política como conflicto de intereses, y transformarla en una cuestión meramente técnica, donde las cosas se resolvieran conforme las ecuaciones pertinentes y relevantes.
De armas tomar
Posiblemente la imposible fantasía de Galiani y Ricardo de que se puede controlar la cantidad de dinero con un deus ex machina, hoy supérstite en cualquier liberal que se precie, fuera inocente en cuanto al grado de violencia estatal que hay que ejercer para que la gran mayoría perjudicada no haga sentir sus intereses. Eso en vista de que únicamente concebían el nivel de salario inmodificable en la zona de subsistencia, de la que se alejaba hacia arriba o hacia abajo para regresar a su precio de equilibrio perenne mediante el ajuste maltusiano. La derecha argentina hoy no es inocente, sabe con qué fuego está jugando. El sueño húmedo de los planes anti-inflacionarios de la derecha argentina es el de exacerbar la lucha de clases para definir a los garrotazos la derrota de los trabajadores. Tras la victoria se imaginan en marcha triunfal al equilibrio por lo bajo.
El drama para el resto de la sociedad de las propuestas fantasiosas e inconducentes de la derecha ocurre cuando son confrontadas con la realidad. John K. Galbraith observa sobre la verdad del sector público que “el Estado regula la demanda agregada de los productos del sistema planificador. Eso es indispensable para la planificación. Y, aunque lo haga discretamente y con debilidades –un poco como el clérigo conservador que contempla una estatua erótica—, el Estado suministra una regulación de los salarios y los precios sin la cual el sistema de estos últimos sería insostenible en el sistema industrial”.
La integración nacional en nombre de las preocupaciones anti-inflacionarias no puede regular los salarios a la baja. Está obligada a ir para arriba. Dado que lo quieran o lo deploren, no se puede prescindir del Estado. ¿Será que la derecha, intuyéndose amparada por el endeudamiento externo y justificándose en abatir la alta inflación, está dispuesta a jugar al límite de la democracia?
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