Tal vez el lujo de emplear sólo los medios económicos de extracción de valor en el centro de la economía-mundo capitalista se debió siempre al uso generalizado de medios extraeconómicos de extracción de valor en la periferia
Primero, las buenas noticias. La moratoria para imaginar el fin del capitalismo, señalada en la década de 1990 por Frederick Jameson, ha expirado por fin. El declive de la imaginación progresista, que venía durando décadas, ha terminado. Ahora que se nos permite trabajar con opciones distópicas, la tarea de imaginar alternativas sistémicas se antoja mucho más fácil, ya que, según parece, el tan esperado fin del capitalismo podría ser simplemente el comienzo de algo mucho peor.
El capitalismo tardío es ciertamente nocivo, con su cóctel explosivo de cambio climático, desigualdad, brutalidad policial y pandemia mortal, pero al haber hecho la distopía del "great again", algunos en la izquierda han procedido con sigilo a revisar el adagio jamesiano, "hoy es más fácil imaginar el fin del mundo que la continuidad del capitalismo tal y como lo conocemos".
Las noticias no tan buenas son que al emprender este ejercicio especulativo de planificación de escenarios apocalípticos a la izquierda le cuesta diferenciarse de la derecha. De hecho, los dos polos ideológicos casi han coincidido en una descripción común de la nueva realidad.
Para muchas posiciones presentes en ambos campos, el fin del capitalismo realmente existente ya no significa el advenimiento de un futuro mejor, ya sea en forma de socialismo democrático, anarcosindicalismo o liberalismo clásico «puro». Por el contrario, el consenso emergente es que el nuevo régimen es nada menos que algo similar al feudalismo, un ismo que cuenta con muy pocos amigos respetables.
Es cierto que el neo-feudalismo de hoy llega con eslóganes pegadizos, aplicaciones ingeniosas para móviles y hasta la promesa de una eterna felicidad virtual en los ilimitados dominios del metaverso de Zuckerberg. Sus vasallos han cambiado su atuendo medieval por las elegantes camisetas de Brunello Cucinelli y las zapatillas de Golden Goose. Muchos partidarios de la tesis neofeudal sostienen que su auge va de la mano con el de Silicon Valley. Así, términos como «tecnofeudalismo», «feudalismo digital» y «feudalismo de la información» son ya moneda corriente 1. (El «Smart feudalism» aún no ha cuajado, pero no tardará en llegar).
En la derecha, el más abierto defensor de la tesis de la «vuelta al feudalismo» ha sido un teórico urbano - el conservador Joel Kotkin - que en The Coming of Neo-Feudalism (2020) denunciaba el poder de los tecno-oligarcas «woke». Si Kotkin se decanta por lo «neo», Glen Weyl y Eric Posner, pensadores más jóvenes y de corte más neoliberal, optaron por el prefijo «tecno» en su muy discutido Radical Markets (2018). El «tecnofeudalismo», escriben, «frena el desarrollo personal, al igual que el feudalismo frenó la adquisición de educación o la inversión en la mejora de la tierra»2.
Para los liberales clásicos, por supuesto, el capitalismo, corroído por la política, siempre está a punto de volver al feudalismo. Sin embargo, desde la derecha radical hay quien ve en el neofeudalismo un proyecto digno de ser abrazado. Bajo etiquetas como «neorreacción» o «ilustración oscura», muchos se sitúan próximos al inversor multimillonario Peter Thiel. Entre ellos se encuentra el tecnólogo e intelectual neorreaccionario Curtis Yarvin, quien ya en 2010 planteó la hipótesis de un motor de búsqueda neofeudal al que denominó sugestivamente Feudl 3.
En la izquierda, la lista de personas que han coqueteado con conceptos «feudales» es larga y va en aumento: Yanis Varoufakis, Mariana Mazzucato, Jodi Dean, Robert Kuttner, Wolfgang Streeck, Michael Hudson y, paradójicamente, incluso Robert Brenner, el epónimo del «debate Brenner» sobre la transición del feudalismo al capitalismo 4. A su favor hay que decir que ninguno de ellos llega a afirmar que el capitalismo esté completamente extinguido o que hayamos vuelto a la Edad Media.
Los más prudentes, como Brenner, sugieren que las características del sistema capitalista actual (el estancamiento prolongado, la redistribución de la riqueza hacia arriba impulsada por medios políticos,el consumo ostentoso de las élites combinado con la creciente depauperación de las masas) recuerdan a aspectos de su predecesor feudal, aunque el capitalismo siga imperando en gran medida. Sin embargo, a pesar de todas estas cautelas, muchos en la izquierda no han resistido la tentación de aplicar el apelativo «feudal» a Silicon Valley o a Wall Street, así como muchos expertos no pueden evitar llamar «fascistas» a Trump o a Orbán.
La conexión real con el fascismo o el feudalismo históricos puede ser tenue, pero la apuesta es que hay suficiente valor de choque como para despertar a la somnolienta opinión pública de su complacencia. Además, no deja de ser un buen meme. A las multitudes hambrientas de Reddit y Twitter les encanta: el debate sobre tecnofeudalismo entre Varoufakis y Slavoj ?i?ek publicado en YouTube obtuvo más de trescientas mil visualizaciones en solo tres semanas. 5
En el caso de figuras conocidas como Varoufakis y Mazzucato, el hecho de tentar a su público con invocaciones al glamour feudal puede ser una forma mediática atractiva de reciclar argumentos que han expuesto con anterioridad.
En Varoufakis, el tecnofeudalismo parece referirse sobre todo a los perversos efectos macroeconómicos de la flexibilización cuantitativa. Para Mazzucato, el «feudalismo digital» hace referencia a los ingresos no ganados generados por las plataformas tecnológicas. El neofeudalismo se propone a menudo como una forma de aportar claridad conceptual a los sectores más avanzados de la economía digital, donde las mentes más brillantes de la izquierda todavía se encuentran muy a oscuras.
¿Son Google y Amazon capitalistas? ¿Son rentistas, como sugiere el libro de Brett Christophers,"Rentier Capitalism"? 6. ¿Y Uber? ¿Es solo un intermediario, una plataforma de alquiler que se ha interpuesto entre los conductores y los pasajeros? ¿O está produciendo y vendiendo un servicio de transporte? 7. Estas preguntas no dejan de tener consecuencias sobre la manera en que pensamos un capitalismo contemporáneo, fuertemente dominado por las empresas tecnológicas.
La idea de que el feudalismo está resurgiendo también es coherente con las críticas de la izquierda que condenan el capitalismo como extractivista. Si los capitalistas de nuestros días son meros rentistas holgazanes que no contribuyen en nada al proceso de producción, ¿no merecen ser degradados al estatus de terratenientes feudales?
Esta adopción del imaginario feudal por parte de las figuras de la intelectualidad de izquierda, amigas de los medios de comunicación y de los memes, no muestra signos de cesar. En última instancia, sin embargo, la popularidad del lenguaje feudal es una muestra de debilidad intelectual, más que de astucia mediática. Es como si el marco teórico de la izquierda ya no pudiera dar sentido al capitalismo sin movilizar el lenguaje moral de la corrupción y la perversión.
En las páginas siguientes profundizo en algunos debates sobre los rasgos específicos que diferencian al capitalismo de las formas económicas anteriores (así como los que definen las operaciones político-económicas en la nueva economía digital) con la esperanza de que la crítica de la razón tecnofeudal pueda arrojar nueva luz sobre el mundo en el que nos encontramos.
Lógica feudal
Aparte de los neorreaccionarios, prácticamente la totalidad de quienes utilizan el término consideran que el neofeudalismo es deplorable, un retroceso a un pasado opresivo. Pero, ¿qué tiene de malo exactamente? Aquí, como en las familias infelices de Tolstoi, los descontentos con el neofeudalismo lo están cada uno a su manera. Las diferencias se derivan en parte de la naturaleza controvertida del propio término «feudalismo».
¿Se trata de un sistema económico, que debe evaluarse en función de su productividad y apertura a la innovación? ¿O es, por el contrario, un sistema sociopolítico, que debe evaluarse en función de quién ejerce el poder en él, ¿cómo y sobre quién?
La discusión no es nueva -tanto los medievalistas como los marxistas la conocen bien-, pero estas ambigüedades en la definición del término se han trasladado a los incipientes debates sobre el neofeudalismo y el tecnofeudalismo.
Para los marxistas, el término «feudalismo» hace referencia, sobre todo, a un modo de producción. El concepto define, por lo tanto, una lógica económica a través de la cual el excedente producido por los campesinos -el eje de la economía feudal- es apropiado por los terratenientes 8.
Por supuesto, considerar el feudalismo como un modo de producción no significa que los factores políticos y culturales no tengan importancia. No todos los campesinos y terratenientes eran iguales; había jerarquías de todo tipo y de varios niveles, además de distinciones intrincadas - arraigadas en la procedencia, la tradición, el estatus o la fuerza - que daban forma a las interacciones no solo entre las clases, sino también en el seno de ellas. Las propias condiciones de posibilidad del feudalismo eran tan complejas como las de los regímenes capitalistas que le sucedieron.
Por ejemplo, la naturaleza peculiar de la soberanía en el feudalismo (que, como subrayó Perry Anderson, estaba «parcelada» entre los terratenientes en lugar de estar concentrada en la cima) dejó una impronta fundamental. Sin embargo, a pesar de todos estos matices, importantes corrientes de la tradición marxista han concentrado sus esfuerzos en descifrar la lógica económica del feudalismo, como clave para elucidar la de su régimen sucesor, el capitalismo.
En su versión más simple, la lógica económica feudal era algo similar a lo siguiente. Los campesinos poseían sus propios medios de producción - herramientas y ganado, además de acceso a la tierra común - y, por lo tanto, gozaban de cierta autonomía respecto a los terratenientes para procurarse su subsistencia. Los señores feudales, al tener pocos incentivos para aumentar la productividad de los campesinos, no intervenían mucho en el proceso de producción.
El excedente producido por estos les era arrebatado abiertamente por los primeros, la mayoría de las veces apelando a la tradición o a la ley, impuesta por el señor mediante la amenaza (y a menudo la aplicación) de la violencia. No había la menor confusión en cuanto a la naturaleza de esta extracción de plusvalor: los campesinos no albergaban ninguna ilusión sobre su libertad. Su autonomía en materia de producción tal vez fuera considerable, pero su autonomía en general estaba estrictamente circunscrita.
En consecuencia, muchos marxistas - podemos saltarnos las disputas internas a estas alturas - sostenían que, bajo el feudalismo, los medios de extracción del plusvalor son extraeconómicos, siendo en gran medida de naturaleza política; los bienes se expropian bajo la amenaza de la violencia. En el capitalismo, en cambio, los medios de extracción del plusvalor son totalmente económicos: los sujetos nominalmente libres se ven obligados a vender su fuerza de trabajo para sobrevivir en una economía monetaria en la que ya no poseen los medios de subsistencia, pero la naturaleza altamente explotadora de este contrato de trabajo «voluntario» permanece en gran medida invisible.
Así, cuando pasamos del feudalismo al capitalismo, la expropiación política da paso a la explotación económica. La distinción entre lo extraeconómico y lo económico (una de las muchas dicotomías de este tipo) sugiere que, como categoría dentro del pensamiento marxista, el «feudalismo» sólo es inteligible cuando se examina a través del prisma del capitalismo, por lo general imaginado como su sucesor más progresista, racional y favorable a la innovación.
Y ciertamente es innovador: al basarse únicamente en los medios económicos de extracción de plusvalor, no necesita ensuciarse las manos más de lo estrictamente necesario; el «Leviatán invisible» del sistema capitalista hace el resto 9.
Para la mayoría de los historiadores no marxistas, en cambio, el feudalismo no era un modo de producción atrasado sino un sistema sociopolítico atrasado, marcado por episodios de violencia arbitraria y por la proliferación de dependencias personales y vínculos de lealtad, comúnmente justificados por endebles motivos religiosos y culturales 10.
Era un sistema en el que los indómitos poderes privados reinaban sin trabas ni cortapisas. Por ello, en esta tradición intelectual tan diversa es habitual contraponer el feudalismo no al capitalismo, sino al Estado burgués que respeta y hace cumplir la ley. Ser un súbdito feudal es vivir una vida precaria repleta de miedo al poder arbitrario privado; temblar ante unas normas en cuya creación no se ha participado y no tener la posibilidad de apelar a su veredicto de culpabilidad.
Para los marxistas, lo opuesto al súbdito feudal, el campesino, es el trabajador plenamente proletarizado de la empresa capitalista; para los no marxistas, es el ciudadano del moderno Estado burgués, que disfruta de una plétora de derechos democráticos garantizados.
Independientemente del paradigma, en teoría debería ser posible identificar los rasgos primordiales del sistema feudal y examinar si estos podrían estar repitiéndose en la actualidad. Por ejemplo, si tratamos el feudalismo como un sistema económico, una de esas características podría ser la existencia parasitaria de la clase dominante, que disfruta de un estilo de vida lujoso a costa de la miseria de la clase (o clases) que domina. Si lo tratamos como un sistema sociopolítico, ese rasgo podría ser la privatización del poder que antes recaía en el Estado y su dispersión a través de instituciones opacas que no rinden cuentas ante nadie 11.
En otras palabras, si conseguimos asociar el feudalismo con una determinada dinámica y si podemos observar la recurrencia de esa dinámica en nuestro propio presente posfeudal, deberíamos, al menos. poder hablar de la «refeudalización» de la sociedad con independencia de que en el horizonte actual no se vislumbre un «neofeudalismo» en toda regla. Se trata de una afirmación más débil, pero que conlleva una mayor claridad analítica.
Precursores
Hace alrededor de sesenta años, Habermas realizó un trabajo pionero en este campo en 'The Transformation of the Public Sphere' (1962). Según su relato, no exento de polémica, la esfera pública de la primera burguesía podía apreciarse en los cafés londinenses, lugares importantes para el desarrollo del discurso emancipador.
Domesticada por los capitalistas, los imperativos de aquella esfera quedaron ligados a la industria cultural y su complejo publicitario. En consecuencia, las estructuras de poder y las jerarquías privadas anteriores a la modernidad resurgieron en lo que él denominó la «refeudalización de la esfera pública», dando a entender por ello, la dinámica zigzagueante de la modernidad.
Aunque Habermas acabó distanciándose del concepto de «refeudalización» para optar en su lugar por el de «colonización del mundo de la vida», hay quien en Alemania lo ha recuperado recientemente. En la última década, el sociólogo radicado en Hamburgo Sighard Neckel ha realizado un impresionante trabajo que documenta cómo el despliegue del neoliberalismo - ese gran lubricante de la modernidad - ha traído consigo el resurgimiento de formas sociales premodernas, como son la precarización del trabajo, la distribución desigual de la riqueza y la aparición de nuevos oligarcas 12.
Aunque Neckel cita con frecuencia las advertencias de Thomas Piketty sobre el retorno del «capitalismo patrimonial» - un concepto próximo al imaginario «neofeudal»-, es la noción habermasiana de «refeudalización» la que le permite unir estas diversas vertientes. Fusionando de forma creativa perspectivas marxistas y no marxistas, Neckel sostiene que podemos estar asistiendo a la aparición de «un capitalismo moderno sin estructuras burguesas», y que la ausencia de estas últimas podría ser «la condición cultural previa para la marcha triunfal del capitalismo en el siglo XXI».
La modernización neoliberal no debe pues leerse en términos de progreso ni de involución, sino como paradójica. En opinión de Neckel, la refeudalización no conduce al pasado, sino que hace referencia a «una dinámica social del presente en la que la modernización toma la forma de un rechazo de las máximas de un orden social burgués». En este sentido, Neckel se une a otros destacados sociólogos alemanes -me vienen a la mente Wolfgang Knöbl y Hans Joas- en el cuestionamiento de los relatos de inspiración teleológica sobre la modernización 13.
Un empleo curioso del término «refeudalización» puede verse en la obra del jurista francés Alain Supiot. En su obra Homo Juridicus (2005) y La gouvernance par les nombres (2015), Supiot presenta la neoliberalización y la digitalización como dos de los principales impulsores de la «refeudalización»14. La ambición en este caso no es escandalizar, sino complejizar nuestros anodinos relatos habituales del cambio social.
Aunque el mundo no está volviendo a la Edad Media, escribe Supiot, «los conceptos jurídicos del feudalismo proporcionan herramientas excelentes para analizar las enormes alteraciones institucionales que están teniendo lugar bajo la acrítica noción de "globalización"»15.
La clave de la filosofía jurídica de Supiot es la distinción entre el gobierno por los hombres - típico de la época feudal, con sus lealtades personales y sus vínculos de dependencia - y el gobierno por la ley, el logro del Estado burgués, donde todos los ciudadanos pueden disfrutar de un mínimo de dignidad en el lugar de trabajo y fuera de él, independientemente de sus diferencias de poder y de riqueza. El neoliberalismo, al someter al Estado a los imperativos de maximización de la utilidad y la eficiencia, lo abre de nuevo, sin embargo, a la contratación privada.
Para Supiot, la digitalización también acelera el proceso de «refeudalización» al vincular a las personas en redes en las que su poder y autonomía dependen de sus posiciones frente a otros nodos. En principio, los ciudadanos del Estado burgués son titulares de todos sus derechos, independientemente de las comunidades a las que pertenezcan. Pero, ¿sigue siendo este el caso de los ciudadanos en la sociedad en red, cuya reputación y puntuaciones digitales en línea configuran sus interacciones con las instituciones de un modo que tal vez ni siquiera sospechan?
En medio de todo el bombo y platillo del neofeudalismo brillan con luz propia las críticas anteriores de Neckel y Supiot, tan cuidadosamente argumentadas, aunque sigan siendo desconocidas por la mayoría de quienes se suben hoy al carro neofeudal. Los debates actuales suelen ignorar los puntos teóricos más sutiles que ambos autores plantean sobre la dinámica contradictoria de la modernización neoliberal. De vez en cuando se cita al joven Habermas (si Habermas dice que es feudalismo, ¿quién se atrevería a decir lo contrario?), pero sin demasiada convicción.
¿Brenner o Wallerstein?
Pero, ¿qué hipótesis intelectuales de fondo, en el rico cuerpo del pensamiento de la izquierda actual, hacen posible que algo como el «neofeudalismo» sea siquiera pensable? Después de todo, plantear el extraño argumento de que el capitalismo está yendo de alguna manera marcha atrás requiere una comprensión muy particular no solo de su dinámica, sino también de las actividades y procesos que son propiamente «capitalistas», así como de los que definitivamente no lo son. ¿Cuáles son estas hipótesis?
Aquí podemos volver a las disputas antes mencionadas sobre la naturaleza de la transición del feudalismo al capitalismo dentro de la tradición marxista. Hay dos formas de pensar este asunto mutuamente excluyente. Una de ellas considera que lo que impulsa el sistema capitalista es únicamente su dinámica interna de competencia y explotación y que la expropiación política se encuentra firmemente fuera de sus límites.
En virtud de esta interpretación, la acumulación de capital se efectúa únicamente por los medios económicos «limpios» de extracción de plusvalor. No se niega la existencia de procesos extraños o ajenos que facilitan la expropiación (violencia, racismo, desposesión, carbonización, etcétera), pero deben ser excluidos del análisis en tanto que elementos extras no capitalistas; pueden haber ayudado a determinados capitalistas en sus esfuerzos individuales por apropiarse del plusvalor, pero están fuera del proceso de acumulación capitalista como tal.
No hay «leyes del movimiento» del capital que puedan deducirse a partir de ellos. Desde este punto de vista, incluso si «la fuerza coercitiva de la esfera "política" es necesaria en última instancia para sostener la propiedad privada y el poder de apropiación, la necesidad "económica" suministra la compulsión inmediata que obliga al trabajador a transferir el trabajo excedente al capitalista»16.
La otra opción, analíticamente más confusa pero intuitivamente más convincente, es reconocer que el capitalismo (al menos el capitalismo histórico que conocemos, no el capitalismo purista de los modelos abstractos) es impensable sin todos esos procesos extraños o ajenos.
No hace falta negar la centralidad de la explotación en el sistema capitalista para percibir cómo el racismo o el patriarcado han contribuido a crear sus condiciones de posibilidad. ¿Se habría desarrollado el sistema capitalista en el Norte global como lo hizo, si no se hubieran expropiado metódicamente los recursos baratos del Sur global?
A diferencia de lo que sucede con la explotación del trabajo, estas dinámicas históricas -y las contrapartidas presentes en ellas- no pue- den reducirse a una fórmula clara, que, en los propios escritos de Marx, describiría la decisión de una empresa de automatizar su fuerza de trabajo. Pero este desorden no hace que tales dinámicas sean menos reales o menos constitutivas del capitalismo histórico.
Las diferencias existentes entre estos planteamientos salieron a la luz en dos debates históricos y, paradigmáticos sobre los orígenes del capitalismo y la naturaleza de la transición del feudalismo a este. El debate Dobb-Sweezy de la década de 1950, primero, y el debate Brenner desplegado entre 1974 y 1982, después, enfrentaron a historiadores marxistas y no marxistas en distintas combinaciones en torno a la importancia relativa del sistema de comercio mundial en rápida expansión respecto de las cambiantes relaciones de clase y de propiedad, inicialmente en Inglaterra, como los principales factores responsables del surgimiento del capitalismo 17.
Aquellos debates dieron lugar a líneas tangenciales de discusión fascinantes. Una en particular es crucial para descifrar los fundamentos teóricos de las formulaciones más serias de la tesis tecnofeudal: la centralidad de la «acumulación primitiva» en los orígenes, así como en la evolución y comportamiento posterior del capitalismo.
En algunas interpretaciones marxianas, incluida la de Immanuel Wallerstein, la «acumulación primitiva» se refiere al uso de medios extraeconómicos y políticos para capturar y transferir el plusvalor, bajo la etiqueta de «intercambio desigual», de los países más pobres a los más ricos o, como dijo Wallerstein, de la periferia al centro de la economía-mundo capitalista 18.
Los orígenes del capitalismo no podrían entenderse sin tener en cuenta esta capacidad del centro para apropiarse del plusvalor del conjunto de la economía global, lo cual explica por qué el capitalismo surgió y floreció donde lo hizo. La explotación del trabajo asalariado (nunca totalmente proletarizado) ciertamente impulsó las fortunas de los capitalistas del centro de la economía-mundo capitalista, pero ello constituyó sólo una parte de la historia. Por lo tanto, centrarse exclusivamente en la explotación e ignorar el hecho de que la dinámica centro-periferia de «intercambio desigual» y «acumulación primitiva» sigue presente hoy en día es malinterpretar la naturaleza del capitalismo.
Brenner acusó al análisis de Wallerstein de tecnodeterminismo por no otorgarle la importancia debida a las relaciones de clase y al papel del «trabajo excedente relativo», es decir, a la productividad creciente, como una característica sistémica del capitalismo. Brenner argumentó que las interpretaciones wallersteinianas basadas en el intercambio eran un elemento básico del marxismo neosmithiano e ignoraban lo que Marx realmente quería decir con el concepto de «acumulación primitiva».
De acuerdo con la acepción de Marx, esta debía entenderse como el proceso de «divorcio entre el productor y los medios de producción», lo cual abrió la puerta al trabajo asalariado y a la explotación y vino a ocupar el lugar de la expropiación de los bienes ya elaborados por los campesinos semiautónomos.
El divorcio en cuestión se produjo como resultado de la reconfiguración de las relaciones de clase y de los cambios acaecidos en los derechos de propiedad; tuvo poco que ver con el intercambio desigual o el comercio mundial 19. Tal y como afirmaría Brenner en un ensayo posterior, la etapa conocida como «acumulación primitiva» no fue más que el proceso de «aparición de las relaciones sociales y de propiedad constitutivas del capital». Esto trajo aparejado ciertamente enormes dosis de fuerza y violencia, pero el papel de la acumulación primitiva fue muy limitado, no debiendo confundirse su dinámica con la de la acumulación capitalista propiamente dicha.
¿Cuál era ese papel limitado? En opinión de Brenner, la «acumulación primitiva» sirvió únicamente para romper la «fusión» políticamente instituida de la tierra, el trabajo y la tecnología, que caracterizaba al sistema feudal y que había impedido que estos tres factores esenciales de la producción se utilizaran de forma más productiva (algo que podría corregirse una vez que se insertaran en la lógica capitalista de la obtención de beneficios)20.
Dicho sin rodeos, el análisis de Brenner proponía la tesis de que el feudalismo daba a todo el mundo incentivos para holgazanear. En ausencia de las presiones competitivas del mercado, no había necesidad de preocuparse por la racionalización del proceso de producción. La acumulación primitiva puso fin a esa utopía de la holgazanería, dando paso a la «voluntad de mejora» impulsada por la competencia, tan característica del capitalismo.
Sin embargo, una ojeada rápida a El capital, volumen I revela un mayor grado de ambigüedad sobre el tema de la acumulación primitiva de lo que Brenner dejó entrever inicialmente. El capítulo 26, en el que Marx critica la concepción realmente ingenua de Adam Smith sobre la «acumulación previa», ciertamente respalda las afirmaciones de Brenner (quien se hizo eco de ello, muy elocuentemente, para atacar a Wallerstein).
Pero luego, en el capítulo 31, Marx afirma en un célebre pasaje algo mucho más congruente con la propia línea de análisis de Wallerstein: El descubrimiento de oro y plata en América, el desarraigo, la esclavización y el enterramiento en las minas de la población aborigen, el inicio de la conquista y el saqueo de las Indias Orientales, la conversión de África en un vivero para la caza comercial de pieles negras, señalaron el halagüeño amanecer de la era de la producción capitalista. Estos procedimientos idílicos son los principales momentos de la acumulación primitiva 21.
El capítulo no deja lugar a dudas sobre la intrincada conexión entre la violencia ejercida en nombre de la transferencia forzosa y los orígenes del capitalismo. Marx no puede ser más explícito en este punto: «La esclavitud velada de los trabajadores asalariados en Europa necesitaba, como pedestal, la esclavitud pura y simple en el nuevo mundo».
Es difícil encajar este relato de la «acumulación primitiva» en la historia brenneriana del «divorcio» entre los productores y sus medios de producción en el campo inglés. Existen ambigüedades similares en la reflexión de Marx sobre si estas prácticas violentas de «conquista y saqueo» se detuvieron en la etapa de la acumulación primitiva o si dichas prácticas (y, por lo tanto, también la acumulación primitiva) continuaron junto con la acumulación capitalista propiamente dicha basada en la explotación; o si, de hecho, aunque la «acumulación primitiva» propiamente dicha sea cosa del pasado, no hay a pesar de todo un proceso continuo de expropiación o desposesión, que se verifica junto con la explotación. Incluso en cuestiones relativamente sencillas (¿deberían considerarse la «esclavitud» y el «trabajo no libre» como parte del capitalismo?) hay en Marx zonas brumosas que alimentan muchos de los debates actuales.
Para Brenner -y para la escuela de marxismo político que se formó en torno a su figura y la de Ellen Meiksins Wood en años posteriores- no había tal ambigüedad. El capitalismo surgió y se expandió a un ritmo tan vertiginoso, porque una serie de procesos históricos convergieron de tal manera que obligaron a los capitalistas a «acumular a través de la innovación»22.
El proyecto brenneriano de comprensión de la lógica del capitalismo se convirtió así en la explicación de la dinámica (codificada en términos tales como «reglas de reproducción» y «leyes del movimiento») a través de la cual las presiones sistémicas ejercidas sobre los capitalistas condujeron a la acumulación a través de la innovación era un modelo coherente y elegante, que postulaba que el aumento de la productividad era consecuencia de la innovación, la cual, a su vez, era consecuencia de que los capitalistas compitieran en el mercado, emplearan trabajo asalariado libre y trataran por todos los medios de reducir sus costes. En este modelo no era necesario hablar de violencia, expropiación o desposesión; aunque no se negaba su existencia, estas variables tenían poco que aportar al aumento de la productividad y no formaban parte del proceso de acumulación capitalista.
¿«Acumulación por desposesión»?
Los argumentos de Brenner no convencieron a todo el mundo. En la última década ha habido muchos intentos interesantes de promover la tesis de que la explotación y la expropiación han sido y siguen siendo mutuamente constitutivas. Destacan dos: la teorización del sociólogo alemán Klaus Dörre sobre el «acaparamiento de tierras» capitalista, basada en la Landnahme de Rosa Luxemburgo, y el trabajo de Nancy
Fraser sobre la arraigada conexión estructural entre la explotación y la expropiación, ya que esta última crea y recrea constantemente las condiciones de viabilidad para la existencia de la primera 23. Muchas de las discusiones metodológicas que se desarrollan hoy en día en la izquierda (sobre las mejores formas de narrar el capitalismo en relación con el clima, la raza o el colonialismo) siguen reflejando las cuestiones no resueltas del debate Brenner Wallerstein.
Gran parte de este trabajo reciente se basa en el influyente concepto de «acumulación por desposesión» elaborado por de David Harvey e introducido en su libro The New Imperialism (2003). Harvey acuñó este término, porque no estaba satisfecho con el calificativo «primitiva»; como muchos otros antes que él, Harvey percibía la acumulación como un proceso continuo.
Resumiendo, algunos de los estudios recientes sobre la cuestión en The New Imperialism, Harvey señaló que «la acumulación primitiva, en resumen, implica la expropiación y la cooptación de los logros culturales y sociales preexistentes, así como la confrontación y la usurpación». Esto tenía poco que ver con el relato brenneriano de la «acumulación primitiva» como proceso de ruptura de la «fusión» feudal entre los factores de producción; los capitalistas de Brenner no estaban «cooptando» nada, sino que se estaban deshaciendo, con cierta ayuda sistémica, de prácticas y relaciones sociales improductivas.
Desafortunadamente, la tesis de Harvey sobre la «acumulación por desposesión», aunque prometía mucho, no aportó gran cosa: al final terminó siendo incluso más ambigua que la tesis de Marx sobre la «acumulación primitiva». Si hay que creer la formulación inicial de Harvey, los pobres capitalistas de principios de la década de 2000 apenas podían ganar dinero sin despojar a alguien de algo: los esquemas Ponzi, el colapso de Enron, el asalto a los fondos de pensiones, el auge de la biopiratería, la
mercantilización de la naturaleza, la privatización de los activos estatales, la destrucción del Estado del bienestar o la explotación de la creatividad por parte de la industria musical eran solo algunos de los ejemplos utilizados para ilustrar esta idea en The New Imperialism.
Como la veía en todas partes, Harvey llegó a la nada sorprendente conclusión de que la «acumulación por desposesión» se había convertido en la forma «predominante» de acumulación en la nueva era. ¿Cómo podría ser de otra manera, cuando toda actividad que no implicaba directamente la explotación del trabajo -e incluso algunas que sí lo hacían- parecía incluirse automáticamente en esta categoría?
En 2006, Brenner escribió una reseña ambivalente de The New Imperialism en la que criticaba a Harvey por su «definición extraordinariamente expansiva (y contraproducente) de la acumulación por desposesión», que hipertrofiaba el concepto hasta el punto en el que ya no resultaba útil 24.Confesó que le parecía «incomprensible» la conclusión de Harvey sobre el predominio de la desposesión sobre la acumulación capitalista. Pero, ¿lo era? En efecto, sería «incomprensible» si supusiéramos que seguimos viviendo en el capitalismo, lo cual, al menos para el Brenner de 2006, parecía incuestionable. Sin embargo, si el capitalismo se hubiera acabado realmente y hubiera sido reemplazado por algún otro sistema similar al feudalismo, esa afirmación tendría más sentido.
En trabajos posteriores Harvey enturbió un poco más las aguas al convertir la «acumulación por desposesión» en el principal motor del neoliberalismo al que definió como un proyecto político, más redistributivo que generativo, cuyo objetivo era transferir la riqueza y la renta de la totalidad de la población a las clases altas de los distintos países o de los países pobres a los más ricos, si contemplamos el proceso a escala internacional.
Aquí no había espacio alguno para la interpretación afín a Brenner de la «acumulación por desposesión» como algo destinado a crear las condiciones para la innovación (y, por lo tanto, para la producción y la generación). Sin decirlo explícitamente, Harvey se unió silenciosamente al otro campo del debate, al tiempo que añadía una serie de mecanismos adicionales de transferencia de plusvalor (como la extracción de rentas en torno a la propiedad intelectual, por ejemplo) a los descritos inicialmente por Wallerstein.
Cualquiera educado en la visión ortodoxa y brenneriana de la «acumulación primitiva» discreparía inmediatamente de la cronología básica de los acontecimientos presentada por Harvey; incluso para Wallerstein y sus seguidores, la acumulación primitiva basada en el comercio precedió y acompañó a la acumulación capitalista, pero no la sustituyó ni la superó 25.
Desde su formulación inicial por parte de Harvey a principios de la década de 2000, la tesis de la «acumulación por desposesión» ha sido adoptada por muchos académicos, sobre todo del Sur global, que la utilizan para teorizar las nuevas formas de extractivismo rentista mediante el cual las empresas flexionan sus músculos políticos para adquirir tierras y recursos minerales 26.
Existe una cierta lógica en todo esto: primero, la desposesión efectuada a través de medios extraeconómicos; luego, la «rentarización», es decir, la extracción de rentas mediante la explotación de los derechos de propiedad (incluidos los de los productos intelectuales), lo cual devuelve la operación al ámbito económico. Sin embargo, volver a este ámbito no garantiza que volvamos a un capitalismo normal.
Salvo en el caso de la minería y la agricultura, donde sí es necesario organizar determinadas actividades productivas o, al menos, extractivas, la clase capitalista parece limitarse a cosechar rentas y a disfrutar de una vida de lujo, como los terratenientes de la época feudal. «Si todo el mundo trata de vivir de las rentas y nadie invierte en la fabricación de nada», escribió Harvey en 2014, «entonces, claramente, el capitalismo se dirige hacia la crisis» 27.
Pero, ¿qué tipo de crisis? El propio Harvey no coquetea con el imaginario neofeudal (al menos no lo ha hecho todavía), pero su análisis del capitalismo contemporáneo invita a sacar la conclusión obvia: este es un capitalismo solo de nombre, encontrándose su lógica económica real mucho más cerca de la feudal. ¿Qué otra lección se puede extraer de la afirmación efectuada por Harvey, en una fecha tan temprana como 2003, de que la desposesión redistributiva había ocupado el lugar de la explotación generativa?
Multitudes cognitivas
Un mensaje similar podía encontrarse en los trabajos de aquellos teóricos italianos y franceses que profetizan la aparición del «capitalismo cognitivo», que remite a otro capitalismo solo de nombre 28. Inspirados por la obra de Toni Negri y otros operaistas italianos, estos pensadores -Carlo Vercellone y Yann Moulier-Boutang están entre los más conocidos- insisten en que la multitud, sucesora de la clase obrera, armada con las últimas tecnologías de la información, es finalmente capaz de una existencia autónoma.
De acuerdo con esta línea argumental, el capital no puede ni quiere controlar la producción, gran parte de la cual se desarrolla ahora de forma altamente intelectualizada más allá de las puertas de la fábrica taylorista, que ya no existe (al menos no en Italia y Francia)29. Los capitalistas de hoy se limitan a establecer el control sobre los derechos de propiedad intelectual, al tiempo que tratan de limitar lo que la multitud rebelde puede hacer con sus nuevas libertades comunicativas.
Ya no se trata de aquellos capitalistas obsesionados por la innovación de la era fordista: son rentistas perezosos, totalmente parasitarios de la creatividad de las masas. Partiendo de estas premisas, es fácil pensar que una especie de tecno-feudalismo se cierne ya sobre nosotros: si los miembros de la multitud son realmente los que hacen todo el trabajo e incluso utilizan sus propios medios de producción (ordenadores y software de código abierto), entonces hablar de capitalismo parece una broma cruel.
Un aspecto de la perspectiva del «capitalismo cognitivo» tiene una importancia especial en los debates contemporáneos sobre la lógica (¿feudal o capitalista?) de la economía digital actual. Inspirándose en la tradición operaista italiana, Vercellone y los pensadores de su órbita han planteado la hipótesis de la obsolescencia de la clase gerencial, supuestamente derrotada por la creatividad de la multitud. Los jefes pudieron haber jugado un papel bajo el fordismo, pero los trabajadores cognitivos modernos ya no los necesitan.
Esto se toma como una señal de que el paso de la subsunción formal a la real (es decir, de la mera incorporación del trabajo a las relaciones capitalistas a su transformación estructural según los imperativos capitalistas) ahora se ha invertido y el capitalismo está yendo hacia atrás. El feudalismo se vislumbra ya en el horizonte, aunque estos teóricos esperan que el comunismo llegue primero.
Como ha señalado George Caffentzis en una crítica perspicaz, la posible irrelevancia de los directivos en la organización del proceso productivo no es en sí misma una prueba de que los ingresos contabilizados por las empresas capitalistas se devenguen en forma de renta en lugar de en concepto de beneficios 30.Después de todo, hay muchas empresas capitalistas que están casi totalmente automatizadas, sin directivos ni trabajadores. ¿Deberían considerarse, por lo tanto, rentistas? La respuesta de los teóricos del capitalismo cognitivo parece ser «sí»: esas empresas deben ser parásitas de algo, quizá estén exprimiendo una cartera de patentes, una propiedad inmobiliaria o el general intellect de la humanidad como tal.
Tomemos, por ejemplo, el caso de un negocio de limpieza de coches automatizado 31. ¿Hay alguna razón para creer que no es capitalista simplemente porque no emplea a nadie y, por lo tanto, no genera plusvalor? ¿O porque, para automatizar el lavado de coches, se utilizaron algunos algoritmos, trabajo muerto y conocimientos congelados de generaciones anteriores o tal vez incluso una o dos patentes?
Probablemente, no. En consonancia con los escritos del propio Marx sobre la equiparación de los beneficios entre las distintas empresas e industrias automatizadas, el túnel de lavado de coches simplemente está absorbiendo el plusvalor generado en otras partes de la economía.
Presentar a estas empresas automatizadas como «rentistas» y no como verdaderamente capitalistas es despojar de su esencia a la tesis de Marx sobre la competencia capitalista; es precisamente el constante impulso de la automatización (para reducir costes y aumentar la rentabilidad) lo que explica el constante flujo de capital hacia las empresas más productivas.
El operaismo, piedra angular intelectual de la teoría del capitalismo cognitivo, sigue atrapado en la epistemología del trabajador humano: si no hay trabajadores, los teóricos italianos asumen que no hay producción capitalista y que el rentismo manda. En virtud de estos análisis, el «capitalismo» puede seguir existiendo como etiqueta, pero en realidad estamos ya en la tierra de nadie entre el feudalismo y el putting-out system (el propio Vercellone ha señalado la similitud).
Fortunas Digitales
Los teóricos del tecnofeudalismo comparten la hipótesis del capitalismo cognitivo en virtud de la cual hay algo en la naturaleza de las redes de información y datos que empuja a la economía digital en la dirección de la lógica feudal de la renta y la desposesión en lugar de en la dirección de la lógica capitalista del beneficio y la explotación. ¿De qué se trata?
Una explicación obvia apunta al tremendo crecimiento de los derechos de propiedad intelectual y las peculiares relaciones de poder que estos instituyen. Ya en 1995 Peter Drahos, un jurista australiano, advirtió sobre el «feudalismo de la información» que se avecinaba. Tras imaginar el mundo de 2015 en la primera mitad de su artículo (acertó prácticamente en todo), Drahos argumentaba en la segunda que la ampliación
de las patentes a objetos abstractos, como los algoritmos, daría lugar a la proliferación de un poder privado y arbitrario 32. (De forma análoga, la crítica de Supiot a la feudalización afirma que los derechos de propiedad intelectual permitían separar formalmente la propiedad de los objetos de su control, lo que suponía un retroceso al pasado).
Otro rasgo de la economía digital que parece adecuarse a los modelos feudales -especialmente a la variedad marxista del modo de producción- es la forma extraña, casi subrepticia, en que se obliga a los usuarios de los servicios digitales a desprenderse de sus datos.
Como todos sabemos, el uso de los artefactos digitales produce rastros de datos, algunos de los cuales se agregan, lo cual puede contribuir a perfeccionar los servicios existentes, a afinar los modelos de aprendizaje automático y a entrenar la inteligencia artificial, o bien pueden en realidad ser utilizados para
analizar y predecir nuestro comportamiento, alimentando así el mercado en línea de la publicidad conductual. Los seres humanos somos la clave para activar los procesos de recopilación de datos que envuelven estos objetos digitales. Sin nosotros, muchos de los rastros de datos iniciales nunca se producirían.
Hoy en día los creamos constantemente, no solo cuando abrimos nuestros navegadores, utilizamos aplicaciones de juegos o buscamos en Internet, sino de múltiples maneras distintas en nuestros lugares de trabajo, en nuestros coches, en nuestras casas o incluso en nuestros inodoros inteligentes.
¿Qué es lo que está ocurriendo aquí en lo que respecta al capitalismo? Podríamos argumentar, con los teóricos del capitalismo cognitivo, que los usuarios son en realidad trabajadores y que las plataformas tecnológicas viven de nuestro «trabajo digital gratuito», ya que sin nuestra interacción con todos estos objetos digitales no habría mucha publicidad digital que vender y la fabricación de productos de inteligencia artificial sería más cara 33.
Otro punto de vista, del que Shoshana Zuboff es la principal exponente, compara la vida de los usuarios con las tierras prístinas de un país lejano, no capitalista, amenazado por las operaciones extractivas de los gigantes digitales. Condenados a la «desposesión digital», como dice en The Age of Surveillance Capitalism (2018), «somos los pueblos nativos cuyas reivindicaciones tácitas de autodeterminación se han desvanecido de los mapas de nuestra propia experiencia»34. Para garantizar una mayor nitidez expositiva, es preciso indicar que en este caso no se trata exactamente de la fórmula M(ercancía)-D(inero)-M(ercancía) de Marx, pero la idea está clara.
Zuboff se aleja de las teorías del «trabajo digital» (de hecho, se aleja, pura y simplemente, de toda consideración del trabajo). En consecuencia, no tiene mucho que decir sobre la explotación; los capitalistas de la vigilancia, al parecer, no la practican demasiado 35. En su lugar, parte de la «acumulación por desposesión» de Harvey, presentándola como un proceso continuo. Zuboff analiza en profundidad los elaborados procedimientos de Google para efectuar la extracción y expropiación de los datos de los usuarios.
El término «desposesión» aparece casi un centenar de veces en el libro, a menudo en combinaciones originales con otros términos: «ciclo de desposesión», «desposesión del comportamiento», «desposesión de la experiencia humana», «industria de la desposesión» y «desposesión unilateral de plusvalor». A pesar de todo su lenguaje altisonante sobre los usuarios como «pueblos nativos», The Age of Surveillance Capitalism no deja lugar a dudas de que la «desposesión» se lleva a cabo mediante la tecnología moderna y a escala industrial, lo que supuestamente hace que parezca capitalista.
Para Zuboff, sin embargo, el «capitalismo» es algo que las empresas «cometen», como un faux pas o un delito. Por extraña que suene, esta formulación es la representación exacta de cómo entiende ella este particular -ismo: en general, el «capitalismo» es lo que les ocurre a los humanos cuando las empresas hacen cosas.
Al leer las vívidas descripciones de Zuboff sobre la violencia simbólica y emocional, el engaño y la expropiación que mueven la economía digital impulsada por Google, cabe preguntarse por qué la llama «capitalismo de la vigilancia» en lugar de «feudalismo de la vigilancia». En la primera página del libro escribe sobre «una lógica económica parasitaria», lo que no dista mucho del famoso análisis de Lenin sobre los beneficios de los rentistas que sustentan el «parasitismo imperialista»36. La era del capitalismo de la vigilancia coquetea aquí y allá con la formulación «feudal» sin llegar tampoco a adoptarla por completo.
Sin embargo, si se examina más de cerca, el sistema económico que describe no es ni capitalista ni feudal. Es lo que podría llamarse, a falta de un término mejor, usuarismo, en analogía directa con el operaismo italiano. Los italianos no podían imaginar cómo las empresas capitalistas no rentistas y ligeras de mano de obra podrían obtener beneficios capitalistas simplemente atrayendo el plusvalor producido en otros lugares; en consecuencia, acabaron introduciendo conceptos forzados como «trabajo digital gratuito».
Zuboff, a su vez, no puede imaginar que la experiencia humana congelada en datos del usuario, que son objeto de apropiación en el momento mismo en que este interactúa con los artefactos digitales, no sea el principal motor de los exorbitantes beneficios de Google. El usuarismo postula que, de Google a Facebook, la parte fundamental de los beneficios de estas empresas se deriva de su expropiación de los datos de los usuarios. Pero, ¿es así? ¿Podría haber otras explicaciones?
Si existen, Zuboff no las tiene en cuenta, limitándose a presentar únicamente las pruebas que confirman su tesis: los usuarios entregan datos a Google, Google utiliza estos para personalizar la publicidad y para crear servicios en la nube a partir del tratamiento de un inmenso volumen de los mismos (una parte importante del negocio de Google sobre el que Zuboff dice muy poco). Así pues, debe ser la conexión usuario-datos-publicidad lo que explica los astronómicos beneficios de Google. ¿Qué otra cosa podría ser, dado que no considera ningún otro aspecto de las operaciones de la empresa?
Google como empresa
Para entender mejor el modelo de negocio de Google, con Spotify, el servicio de origen sueco de música en streaming. Los dos modelos son de algún modo similares: aunque Spotify tiene usuarios de pago que constituyen la mayor parte de sus ingresos, también tiene muchos que no pagan. Estos últimos pueden escuchar música de forma gratuita, pero cada pocas canciones tienen que escuchar anuncios.
A pesar del reciente comportamiento espectacular de sus acciones, Spotify no es rentable: en 2020 perdió 810 millones de dólares; en cambio, los beneficios de Alphabet -la empresa matriz de Google-fueron de 41 millardos de dólares en 2020, en gran parte procedentes del negocio publicitario de Google. De hecho, Spotify lleva perdiendo dinero desde su creación: entre 2006 y 2018 -el último año en el que se dispone de las cifras totales correspondientes- gastó 10 millardos de dólares en acuerdos de licencia a tenor de los cuales paga a los sellos musicales y, eventualmente, a los artistas, para poder transmitir sus catálogos.
Ahora bien, ¿qué tipo de negocio es Spotify? Podríamos decir que vende un producto muy peculiar: una experiencia de usuario única y personalizada que proporciona acceso en tiempo real a una colección prácticamente infinita de música. Esta es la opinión de un perspicaz analista: Spotify es «un productor de una nueva mercancía, la experiencia musical de marca», en la que «la música (comercializada en forma de licencias) es simplemente uno de los varios insumos, si bien el más importante» 37.
Sí, Spotify regala algunas de esas mercancías a su cuota de usuarios de no pago, pero lo hace porque ha encontrado una forma inteligente de vender a un tercero otra mercancía, basada en la publicidad, actividad que no existiría sin los usuarios que no pagan. Hay mucha extracción de datos (Spotify elabora cada semana listas de reproducción personalizadas para sus usuarios a partir de sus hábitos de escucha) y tampoco debemos pasar por alto la importancia de los derechos de propiedad intelectual para su modelo de negocio.
Pero, ¿se explicaría este si nos centrásemos únicamente en la extracción de datos, ignorando el hecho de que Spotify opera como una empresa capitalista que produce algo? Si lo hiciéramos, ello significaría pasar por alto que todos esos datos no son más que un complemento del negocio principal de Spotify: su mercancía única de música como conjunto de experiencias sensoriales, cognitivas, intelectuales y conductuales ligadas a una marca. En este modelo, los denostados rentistas son las compañías discográficas; Spotify es tan capitalista de pura cepa como lo es Henry Ford.
Volvamos a Google. Esta plataforma también produce una mercancía -acceso en tiempo real a enormes cantidades de conocimiento humano- pero, a diferencia de Spotify, la mercancía de Google es mucho más barata de fabricar. ¿Por qué? Porque Google no paga a los editores y creadores de contenidos, cuyas páginas indexa para producir esa mercancía (o al menos, no del mismo modo en que Spotify paga a las discográficas). Google, a diferencia de Spotify, no ofrece una experiencia de búsqueda diferente y sin publicidad a sus usuarios de pago; pero su sitio hermano, YouTube, sí lo hace a cambio de una cuota mensual.
Al igual que hace Spotify con sus usuarios que no pagan, Google ofrece su producto de búsqueda de forma gratuita, lo que, a su vez, le permite vender a los anunciantes otro producto muy rentable: la atención de sus usuarios, mediante el acceso a sus pantallas. Hay mil maneras de lograr que los datos personales, extraídos subrepticiamente de forma masiva, hagan a la mercancía publicitaria más valiosa, pero nada de ello importaría si Google realmente tuviera que pagar una tasa por indexar cada dato que muestra en la primera página de los resultados de búsqueda al lado de los anuncios que hacen a la compañía tan absurdamente rentable.
The Age of Surveillance Capitalism tiene 704 páginas, pero Zuboff sólo dedica dos frases, en pasajes discretos en los que trata otros temas, a este pecado original presente en el corazón del modelo de negocio de Google. Cuando escribe simplemente que «la información indexada que el rastreador web de Google ya había tomado de otros sin pagar», Zuboff parece estar aceptando este hecho de forma natural. Es fácil comprender por qué esta actividad no se ajusta a la definición de desposesión de Zuboff: porque no hay usuarios involucrados.
Las operaciones capitalistas reales de Google no son, por consiguiente, de interés para el usuarismo. Sin embargo, centrarse en este caso en los usuarios y en sus datos es como centrarse en las listas de reproducción personalizadas de Spotify a expensas de los royalties pagados en concepto de derechos de autor: las primeras no son del todo irrelevantes -hacen que los usuarios vuelvan- pero, en el gran esquema de las cosas, su poder explicativo palidece en comparación con los segundos.
Paradójicamente, el tremendo éxito del modelo de negocio de Google sugiere que el entorno en el que opera no se define por el «feudalismo de la información», sino por el «comunismo de la información». Así es como su noble objetivo, cuasi socialista, de «organizar todo el conocimiento del mundo» podría justificar la indexación infinita y gratuita de la información producida por otros, como si los derechos de propiedad -incluidos los derechos relacionados con el acceso y el uso- no existieran.
El problema del análisis de Zuboff sobre el «capitalismo de la vigilancia», obsesionado con la desposesión, es que es inherentemente incapaz de comprender cómo podría operar la economía digital no capitalista en el futuro. En consecuencia, carece de una agenda política radical, salvo algunas demandas vagamente libertaristas de cosas indefinibles, como el «derecho al futuro».
Al patologizar el lado extractivista perennemente operativo del capitalismo digital contemporáneo, la crítica de Zuboff normaliza completamente su dimensión no extractivista. Su horizonte utópico no se extiende mucho más allá de exigir un mundo en el que Google, habiendo abandonado la publicidad y la extracción de datos asociada a ella, simplemente empezara a cobrar por sus servicios de búsqueda; una opción, por cierto, que, de acuerdo con ciertas fuentes, Facebook ha estado considerando.
El hecho de que esto normalice inadvertidamente toda la «desposesión digital» que se produce en la fase de indexación, consolidando el poder de Google y su control sobre el imaginario institucional de la sociedad, no preocupa demasiado a Zuboff. Al fin y al cabo, para el usuarismo, el problema del «capitalismo de la vigilancia» no es el capitalismo como tal, sino la vigilancia que ejerce sobre los usuarios-consumidores.
¿Es capitalismo, todavía?
Hasta fechas recientes, la mayor parte de la literatura seria sobre el neofeudalismo y el tecnofeudalismo elaborada por la izquierda analizaba estos -como Neckel y Supiot- en tanto que un sistema sociopolítico más que económico. La publicación de Techno-féodalisme (2020), obra del economista francés Cédric Durand, representa el intento más duradero hasta la fecha de realizar un análisis serio de las lógicas económicas implicadas 38.
Durand se ganó un nombre con Fictitious Capital (2014), un perspicaz análisis de las finanzas modernas. Contrariamente a las premisas de determinados autores situados en la izquierda, Durand argumentó que las actividades financieras no tienen por qué ser «depredadoras»: en un sistema que funcione bien, podrían ayudar a hacer avanzar la producción capitalista facilitando su financiación anticipada, por ejemplo. Sin embargo, a partir de la década de 1970, esta característica de las finanzas modernas pro acumulación (Durand la denomina simplemente «innovación») fue reemplazada por dos dinámicas más siniestras.
La primera, que hunde sus raíces en la lógica de la desposesión teorizada por Harvey, involucra a poderosas instituciones financieras, que aprovechan sus conexiones con el Estado para redirigir más dinero público hacia sí mismas; aquí volvemos a los medios «extraeconómicos» de extracción o, más exactamente, de redistribución de valor, respaldados por los estrechos vínculos existentes entre Wall Street y Washington.
La segunda dinámica, enraizada en la lógica del parasitismo teorizada por Lenin en su análisis del imperialismo, se refiere a los diversos pagos -intereses, dividendos, comisiones de gestión- que las empresas no financieras deben hacer a las empresas financieras y que se hallan situados completamente al margen del proceso de producción.
En opinión de Durand, las medidas de rescate que siguieron a la crisis financiera de 2008 aceleraron las dinámicas de desposesión y parasitismo, suprimiendo las de innovación. En las últimas páginas de Fictitious Capital se preguntaba: «¿Podemos seguir llamando a esto capitalismo? La agonía de este sistema ha sido anunciada una y mil veces, pero ahora puede haber comenzado de verdad, casi por accidente».
No sería esta la primera transición «casi accidental» a un nuevo régimen económico; Brenner describió en una ocasión la transición del feudalismo al capitalismo en Inglaterra como «la consecuencia involuntaria de que los actores feudales persiguieran objetivos feudales de forma feudal» 39.
Así que la idea de que los financieros, al tomar el camino más fácil, dedicándose únicamente a la redistribución ascendente políticamente organizada y al parasitismo apoyado por las rentas, pudieran acelerar la transición a un régimen poscapitalista no solo era muy sugerente, sino también teóricamente plausible.
En su nuevo libro, Techno-féodalisme, Durand sigue centrándose en el inminente fin del capitalismo, pero asigna a las empresas tecnológicas la tarea de enterrarlo. Fictitious Capital ya había examinado el llamado rompecabezas beneficio-inversión: cuando el capitalismo funciona bien, el aumento de los beneficios debería significar un aumento de las inversiones; la razón de ser del capitalista es no quedarse nunca quieto. Sin embargo, a partir de mediados de la década de 1990, ya no se observa esta relación: los beneficios aumentaron en las economías capitalistas avanzadas, si bien con altibajos, pero la inversión se estancó o disminuyó.
Para aclarar este hecho se han aducido muchas explicaciones, como la vigencia del modelo de maximización del valor para los accionistas, la creciente monopolización o los efectos tóxicos de la aceleración de la financiarización. Durand no ha aportado nuevos factores causales, argumentando, por el contrario, que «el enigma de los beneficios sin acumulación es, al menos en parte, artificial», una ilusión estadística creada por nuestra incapacidad para comprender los efectos de la globalización.
Por un lado, algunas empresas han encontrado formas de ganar más dinero sin necesidad de inversiones adicionales. La globalización y la digitalización permitieron a las principales empresas del Norte global -pensemos en Walmart- aprovechar su posición en la cúspide de las cadenas mundiales de productos básicos para obtener precios más bajos por los productos finales o intermedios de los actores situados en la parte inferior de las mismas. Por otro lado, cuando los capitalistas del Norte global realizaban inversiones, estas se dirigían cada vez más al Sur global.
Así pues, observar la dinámica de los beneficios-inversión a través del prisma de los países individuales del Norte global -EEUU, por ejemplo- no nos dice mucho. Hay que tener una visión global y de conjunto para ver cómo se asignan exactamente los beneficios a las inversiones.
Con Techno-féodalisme, Durand se une al creciente coro que explica el rompecabezas de los beneficios-inversión haciendo hincapié en el papel que desempeñan los derechos de propiedad intelectual y los activos intangibles -incluyendo la posesión de datos-, los cuales permiten a las gigantescas empresas estadounidenses extraer enormes beneficios de sus cadenas de suministro, centrándose en aquellos aspectos que tienen los márgenes más altos 40.
Hasta cierto punto, se trata de una reelaboración del razonamiento construido por Durand en 2014, pero prestando mucha más atención a las operaciones reales de las cadenas de suministro mundiales y al papel que los derechos de propiedad intelectual desempeñan en la distribución del poder dentro de ellas. Para algunas de las empresas que examina, el enigma de los beneficios sin inversión ya no es artificial, como lo era en Fictitious Capital: realmente no invierten mucho, ni en casa ni en el extranjero, independientemente de sus niveles de beneficios. Devuelven sus beneficios a los accionistas en forma de dividendos o bien recompran sus propias acciones; algunas, como Apple, hacen ambas cosas.
El libro Techno-féodalisme argumenta que el aumento de los activos intangibles, generalmente concentrados en los puntos más rentables de la cadena de valor global, condujo a la aparición de cuatro nuevos tipos de rentas 41. Dos de ellas -las rentas legales de la propiedad intelectual y las rentas del monopolio natural- resultan familiares: las primeras se refieren a las rentas derivadas de las patentes, los derechos de autor y las marcas; las segundas, a las rentas derivadas de la capacidad de las empresas similares a Wal-Mart para integrar toda la cadena y proporcionar las Infraestructuras necesarias dentro de ella.
Las otras dos -las rentas dinámicas de la innovación y las rentas intangibles-diferenciales- se antojan más complejas. Sin embargo, también ellas captan fenómenos relativamente claros y específicos: las primeras se refieren a conjuntos de datos valiosos que son propiedad exclusiva de estas empresas, mientras que las segundas hacen referencia a la capacidad de las empresas dentro de una misma cadena de valor para ampliar sus operaciones (las empresas que poseen predominantemente activos intangibles pueden hacerlo más rápido y a un menor coste).
La taxonomía de Durand es elegante. Armado con estas categorías, empieza a ver rentistas por todas partes -de modo similar, por cierto, a los teóricos del capitalismo cognitivo, a los que reprendió suavemente en Fictitious Capital- pero ni a un solo capitalista. «El apogeo de lo digital -concluye- alimenta una gigantesca economía de la renta», porque «el control de la información y el conocimiento, es decir, la monopolización intelectual, se ha convertido en el medio más poderoso para capturar valor». Con un guiño a las recientes especulaciones de McKenzie Wark sobre el tema 42.
Durand vuelve a la pregunta que él mismo se planteó en 2014: ¿sigue siendo esto capitalismo? El imperativo de invertir para mejorar la productividad, recortar los costes y aumentar los beneficios fue lo que garantizó el dinamismo del sistema capitalista. Este imperativo obedecía a que los capitalistas operan bajo la presión de la competencia del mercado, dada la intercambiabilidad de las materias primas, el trabajo y la tecnología (el resultado, como argumentó Brenner, de romper la «fusión» de estos tres factores bajo el feudalismo).
El auge de los activos intangibles, pero, sobre todo, de los datos, invierte la ruptura capitalista de esa fusión, argumenta Durand: si los activos digitales son indisociables de los usuarios que los producen y de las plataformas en las que se fabrican, entonces podemos leer la economía digital como una nueva «fusión» de los principales factores de producción, de modo que se impide su movilidad.
En términos más sencillos, estamos atrapados en los jardines amurallados de las empresas tecnológicas, pues nuestros datos, cuidadosamente extraídos, catalogados y monetizados, nos atan a ellas para siempre, lo cual debilita los efectos incentivadores de la productividad derivados de la competencia mercantil, dando a quienes controlan los activos intangibles una impresionante capacidad para apropiarse de valor sin tener que dedicarse a la producción. «Bajo esta configuración -escribe Durand- la inversión se orienta al desarrollo no ya de las fuerzas productivas, sino de las fuerzas de depredación» 43.
Puede que el parasitismo y la desposesión ya no formen parte del vocabulario de Durand en Techno-féodalisme, dado que son sustituidos por la «depredación», mientras Harvey y Lenin son descartados en favor de Thorstein Veblen y las finanzas dan paso a la industria tecnológica, pero la lógica no es tan diferente de la empleada en Fictitious Capital. Lo que otorga a la economía digital su peculiar sabor neofeudal y tecnofeudal es que, si bien los trabajadores siguen siendo explotados de todas las antiguas maneras capitalistas, son los nuevos gigantes digitales, armados con sofisticados medios de depredación, los que más se benefician. De forma análoga a los señores feudales, consiguen apropiarse de enormes porciones de la masa global de plusvalor sin participar nunca directamente en la explotación del trabajo o en el proceso productivo.
Durand se basa en el trabajo de Zuboff para mostrar la dominación oculta que ejerce el «gran Otro» del big data, argumentando como ella hace que el secreto del éxito de Google radica en su capacidad para extraer, ensamblar y beneficiarse de una variedad de conjuntos de datos. Disfruta de un eficaz monopolio debido a los efectos de red y a las impresionantes economías de escala: se beneficiará más de cualquier nuevo conjunto de datos de lo que podría hacerlo una nueva empresa, lo que hace que la competencia sea mucho más difícil.
Hay mucha sabiduría, así como sentido común básico, en estas conclusiones, pero el tenor general del razonamiento se inclina demasiado hacia el usuarismo, ya que Durand, al igual que Zuboff, ignora el papel crucial que desempeña la indexación en el funcionamiento general de Google. Es más difícil invocar conceptos como el de «monopolización intelectual» en este caso, ya que las páginas de terceros a las que
Google enlaza para generar su producto de búsqueda siguen siendo propiedad de sus editores; Google no es dueño de los resultados que indexa. En teoría, cualquier otra empresa bien capitalizada podría construir la tecnología de rastreo de la web para indexarlos. Podría resultar extremadamente caro, pero no hay que confundir estas barreras con una situación de rentismo: lo que es caro para una empresa emergente de Berlín podría ser relativamente asequible para la empresa japonesa SoftBank, con su fondo Visión de 100 millardos de dólares. Las extensas posesiones de datos de Google son un asunto diferente; ahí sí viene al caso un debate sobre la renta. Pero no se puede sostener que su negocio se centre únicamente en estas tenencias de datos, como si Google fuera un mero rentista y no, también, una empresa capitalista estándar.
¿Fuerzas de depredación?
El razonamiento de Durand también se basa en un importante trabajo sobre las rentas de la información en la economía global del economista Duncan Foley 44. En consonancia con la perspectiva de Marx, Foley sostiene que el plusvalor no es objeto de apropiación únicamente en los lugares donde se genera (estas son las páginas de la teoría marxista que aún no han llegado a las manos de los operaistas italianos).
Si tratamos los vastos recursos intangibles obtenidos a través de los derechos de propiedad intelectual como Marx y algunos de los economistas políticos clásicos trataban a los rentistas de la tierra, veremos que las gigantescas plataformas de la tecnología de la información no son en realidad capitalistas, sino rentistas disfrazados. «Ni siquiera es necesario ser un capitalista para competir por una parte de este fondo de plusvalor», escribe Foley:
"Los derechos de propiedad ejecutables que permiten al propietario de los recursos productivos (a menudo llamados «tierra» en la terminología de la economía política clásica) excluir a los capitalistas del acceso a esos recursos crean «rentas». Estas rentas forman parte del conjunto del plusvalor generado en la producción capitalista, aunque en sí mismas no guardan relación directa con la explotación del trabajo productivo. El propietario de los recursos consistentes en tierra, como, por ejemplo, los campos fértiles, los saltos de agua, las reservas de minerales e hidrocarburos y otros bienes similares, no necesita mover un dedo ni contratar a nadie para que lo mueva de modo productivo para participar en el plusvalor generado por el trabajo asalariado productivo".
Aquí, las analogías son bastante claras: tierra = datos; empresas tecnológicas = no capitalistas; sus ingresos = renta. Foley le saca mucho jugo al ejemplo de la cascada, cuando argumenta que «una vez que una persona o entidad concreta ha adquirido el derecho de propiedad sobre una cascada, por ejemplo, surge una renta que constituye una parte del conjunto global del plusvalor». Pero, continúa diciendo, hay cosas aún mejores que poseer una cascada. Al fin y al cabo, el agua es escasa. Los activos intangibles, en cambio, podrían ser infinitos: si uno es propietario de los derechos de autor de una canción popular, puede obtener casi infinitas rentas de la misma.
Ahora bien, la gran pregunta que se nos plantea es si Google y otras empresas similares son como ese propietario no capitalista de la cascada, que «no necesita mover un dedo» para participar en el plusvalor generado en otra parte. Foley dice que sí. Pero de ser así, si los gigantes tecnológicos son realmente rentistas holgazanes que están estafando a todo el mundo al explotar los derechos de propiedad intelectual y los efectos de red, ¿por qué invierten tanto dinero en lo que solo puede describirse como producción de algún tipo? ¿Qué tipo de rentistas se comporta de este modo? El gasto en I+D de Alphabet en 2017, 2018, 2019 y 2020 fue respectivamente de 16,6, 21,4, 26 y 27,5 millardos de dólares. ¿No se computa esto como «levantar un dedo»?
Si no cuenta como tal, ¿qué lo sería? También Amazon gastó 42,7 millardos de dólares solo en 2020 en investigación y desarrollo, al tiempo que empleaba a más de un millón de personas en todo el mundo. En EEUU, la empresa emplea a más personas que la totalidad del sector de construcción de viviendas: uno de cada ciento cincuenta y tres estadounidenses empleados 45.
Si estos son rentistas perezosos propietarios de cascadas, son peculiarmente masoquistas: ¿por qué no se duermen en los laureles, despiden a todos sus empleados y dejan de gastar? ¿Y quién, viendo estas cifras, podría creer realmente, como hacen los posoperaistas, que los capitalistas son ahora externos a la producción? ¿En qué gastan entonces todo ese dinero de I+D? Más revelador aún es el hecho de que un análisis minucioso de los balances de Google, Amazon y Facebook muestra que tienen menos activos intangibles que otras grandes empresas; de hecho, hoy en día poseen relativamente menos activos intangibles que hace diez o quince años 46.
Es fácil comprender por qué (toda esta información requiere extensas redes físicas y vastos centros de datos), pero lo cierto es que tales tendencias socavan sobremanera los argumentos que hacen demasiado hincapié en los activos intangibles. Durand debe conocer seguramente algunas de estas cifras. Su potencial salida de este apuro analítico es el concepto de «depredación» -que toma del análisis de Veblen sobre la burguesía de la belle époque estadounidense en Teoría de la clase ociosa (1899)- y la tesis según la cual estas inversiones masivas financian las fuerzas de depredación en lugar de las fuerzas de producción.
Hay, de hecho, muchas formas interesantes de desplegar el marco analítico de Veblen (su distinción entre los sectores orientados a la eficiencia y las empresas orientadas al dinero, por ejemplo) para argumentar que lo que realmente impulsa a los capitalistas no es la búsqueda de beneficios, sino, en realidad, la capacidad de participar en el sabotaje a fin de garantizar que los barones ladrones de hoy en día reciban no solo los beneficios que esperan, sino mayores beneficios que sus competidores.
En los últimos veinte años, ha surgido un nuevo planteamiento de la economía política conocido como «el capital como poder», que introduce el concepto de «acumulación diferencial» para describir dicha dinámica 47. Sus partidarios, concentrados principalmente en la Universidad de York (Canadá), han criticado tanto a la economía marxista como a la neoclásica, con algunos argumentos sólidos y convincentes, a las que acusan de pasar por alto esta dinámica de «sabotaje» e ignorar el papel constitutivo del poder en el capitalismo en su conjunto.
Este planteamiento ha servido fundamentalmente para propiciar durante los últimos años algunas investigaciones interesantes sobre la industria de la tecnología, incluyendo fecundos trabajos empíricos sobre la renta tecnocientífica y su conversión en activos tangibles, que incorporan ideas procedentes de los estudios sobre ciencia y tecnología 48.
La dificultad para encajar a Marx y Veblen en un único marco analítico -algo que Durand también intenta hacer en un ensayo reciente 49- es que Marx veía la depredación y el sabotaje como parte esencial del feudalismo, no del capitalismo. Para Veblen, se trata de instintos presentes en todos los capitalistas, aunque los que tienen el control de los activos intangibles puedan estar mejor posicionados para dar rienda suelta a los mismos. Marx, sin embargo, veía en última instancia a los capitalistas como productivos; si se pudiera hablar de sabotaje, este sólo se aplicaría a escala sistémica del capitalismo en su conjunto y no a escala de los capitalistas individuales.
Está claro que Durand quiere quedarse con Marx y no con Veblen. Sin embargo, ello requeriría explicar exactamente cuáles son esas «fuerzas de depredación» y cómo se relacionan con la acumulación y todos los espinosos debates sobre la «acumulación primitiva» (un reto teórico que Durand, que se ha ocupado de la «acumulación por desposesión» en Fictitious Capital, conoce muy bien). Por otra parte, no está claro por qué la teoría marxista habría de necesitar este caparazón teórico marcadamente ambiguo de «depredación», cuando sus propias categorías de beneficio y producción capitalista, así como de renta y rentismo, bastan para explicar el éxito de Google.
El propio Marx fue inequívoco sobre el hecho de que las empresas capitalistas totalmente automatizadas no solo se apropian del plusvalor derivado de otra parte -en este punto, tanto Foley como Durand están de acuerdo-, sino que se lo apropian en concepto de beneficios, no de renta. Estas empresas automatizadas son tan capitalistas como las empresas que explotan directamente trabajo asalariado.
Como escribe Marx en el volumen III:
Un capitalista que no empleara ningún capital variable en su esfera de producción y, por lo tanto, ni a un solo trabajador (de hecho, una suposición exagerada), tendría tanto interés en la explotación de la clase obrera por el capital y obtendría su beneficio del trabajo excedente no remunerado exactamente igual que un capitalista que solo empleara capital variable (de nuevo una suposición exagerada) y, por lo tanto, destinara todo su capital al pago de salarios 50.
La tesis tecnofeudal no es producto de los avances de la teoría marxista contemporánea, sino de su aparente incapacidad para entender el sentido de la economía digital, de lo que se produce exactamente en ella y de cómo se produce. Si aceptamos que Google está en el negocio de la producción de mercancías consistentes en resultados de búsqueda (un proceso que requiere una inversión masiva de capital) no hay gran dificultad en tratarla como una empresa capitalista más, dedicada a la producción capitalista normal.
Ello no quiere decir que los gigantes digitales no practican otro tipo de tácticas con vistas a consolidar su poder, apalancar sus carteras de patentes, mantener cautivos a sus usuarios y obstruir cualquier posible competencia (a menudo mediante la compra de empresas emergentes que puedan plantearles algún desafío) por no hablar de las fortunas gastadas en ganarse el apoyo de los legisladores en Capitol Hill.
La competencia capitalista es un negocio desagradable y puede ser aún más desagradable cuando se trata de productos digitales, pero ello no es motivo para caer en las ciénagas analíticas del capitalismo cognitivo, el usuarismo o el tecnofeudalismo. Tanto Veblen como Marx pueden ser necesarios si queremos entender las tácticas de las empresas individuales y las consecuencias sistémicas de sus acciones; en ese sentido, los marxistas pueden aprender mucho de la escuela del «capital como poder».
Pero, para que cualquiera de los dos planteamientos pueda avanzar de verdad, hay que tener claro al menos los modelos de negocio de las empresas en cuestión. Fijarse solo en algunos de sus aspectos -simplemente porque se detectan excesos en materia de derechos de propiedad intelectual, signos de financiarización o algún otro proceso perturbador- no va a proporcionar una visión global de esos modelos entra el estado
Además de la falta de claridad analítica, otro problema importante del marco tecnofeudal es que corre el riesgo de sacar al Estado de la ecuación. Techno-féodalisme, de Durand, apenas se detiene en el papel impulsor que jugó el Estado estadounidense en el surgimiento de Alphabet, Facebook o Amazon; y lo mismo ocurre con muchos otros textos más breves sobre el tecnofeudalismo 51.
La crítica de Durand a lo que él denomina la «ideología californiana» hace mucho hincapié en la orientación ciberlibertaria de la «Carta Magna del ciberespacio», su texto fundacional, pero olvida mencionar que uno de los cuatro autores de ese documento, la prominente inversora Esther Dyson, también pasó años en el consejo de dirección de la National Endowment for Democracy, una de las entidades más prominentes de EEUU en favor de la doctrina del cambio de régimen. Salvo algunas excepciones -entre ellas, el excelente libro de Linda Weiss America Inc. Innovation and Enterprise in the National Security State (2014)-, el papel que ha jugado el Estado en EEUU en el ascenso de Silicon Valley como líder tecnoeconómico mundial ha sido muy subestimado.
Leer estas dinámicas a través del prisma del tecnofeudalismo (que asume que los Estados son débiles y que su soberanía está «parcelada» entre muchos tecnoseñores) sólo contribuye a oscurecer aún más la cuestión. Toda la reciente histeria sobre el poder de las empresas tecnológicas (que son presentadas como «gigantes» o «barones ladrones», cuando no como un mero bloque monolítico de «grandes corporaciones tecnológicas») ha afianzado la noción de que el ascenso de las plataformas digitales se ha producido a costa del desempoderamiento del Estado.
Este puede ser el caso de los países europeos o latinoamericanos más débiles, que han sido prácticamente colonizados por las empresas estadounidenses en los últimos años. Pero, ¿puede decirse lo mismo de los propios EEUU? ¿Qué hay de los vínculos de larga data entre Silicon Valley y Washington, cuando tenemos al antiguo CEO de Google, Eric Schmidt, dirigiendo el Defense Innovation Board, un órgano asesor del mismísimo Pentágono? ¿Y qué decir de Palantir, la empresa cofundada por Peter Thiel, que proporciona nexos esenciales entre las políticas de vigilancia de EEUU y la tecnología estadounidense? ¿O del argumento de Zuckerberg -aparentemente eficaz hasta ahora- en virtud del cual la ruptura o fragmentación de Facebook envalentonaría a los gigantes tecnológicos chinos y debilitaría la posición de EEUU en el mundo?
Dentro de la perspectiva tecnofeudal, la geopolítica apenas es visible: las pocas menciones que Durand hace de China son sobre todo para criticar su sistema de crédito social, un instrumento de gubernamentalidad algorítmica. Esta falta de atención al papel constitutivo del Estado en la consolidación de la industria tecnológica estadounidense, ¿podría ser resultado de los marcos analíticos y brennerianos del capitalismo, que pretenden deducir sus «leyes de movimiento» observándolo en acción?
Es imposible comprender el ascenso de la industria tecnológica estadounidense, si se excluyen la Guerra Fría y la guerra contra el terrorismo (con su gasto militar y sus tecnologías de vigilancia, así como la red mundial de bases militares estadounidenses) como si fueran factores ajenos al capitalismo, de poca importancia para entender lo que el «capital» quiere y lo que hace. ¿Podría cometerse el mismo error hoy, cuando el «ascenso de China» y la catástrofe climática vienen a ocupar el papel orientador del sistema que antes desempeñaba la Guerra Fría?
Si es así, también podemos olvidarnos de llegar a comprender el auge de lo que algunos han denominado el «capitalismo de gestores de activos», que pretende delegar la tarea del Estado en la lucha contra el cambio climático en empresas como Blackrock, Vanguard y State Street. Desde el punto de vista brenneriano, cualquier intervención sistémica por parte del Estado en las operaciones en curso del capital podría parecer un ejemplo de «capitalismo político» 52 frente al capitalismo «económico», que es el que funcionaría correctamente, impulsado por sus propias leyes de movimiento.
Para el propio Brenner, el estancamiento a largo plazo de la economía estadounidense en las actuales condiciones de sobrecapacidad manufacturera global ha llevado a elementos poderosos de la clase dominante estadounidense a abandonar su interés por la inversión productiva y a optar por la redistribución ascendente de la riqueza por medios políticos 53. Después de todo, revelar los efectos corrosivos del «capitalismo político» en todas partes es mucho más típico de la economía liberal y neoliberal, disciplinas a las que preocupa la detección de funcionarios públicos en busca de rentas y el resurgimiento de redes personalistas que intervienen en las operaciones del capital. Fue este tipo de preocupación por el capitalismo «político», más que por el «económico», lo que dio lugar a la teoría de la elección pública [public choice] y a la fetichización de la anticorrupción por parte de economistas de la Escuela de Chicago como Luigi Zingales.
El propio Durand dialoga repetidamente con Mehrdad Vahabi, un estudioso de la public choice, al que cita favorablemente cuando trata el tema de la depredación 54. Tal vez sea ahora el momento de preguntarse si el debate Brenner-Wallerstein no estará a punto de resolverse definitivamente. Podría decirse que las ambigüedades no resueltas de aquel debate han creado las aperturas analíticas e intelectuales a través de las cuales la tesis tecnofeudal se antoja ahora plausible a ojos de jóvenes economistas marxianos creativos como Durand. Después de todo, si se necesita echar mano de conceptos extraños como la «acumulación por desposesión» de Harvey, la «depredación» de Veblen, la «renta cognitiva» de Vercellone o, incluso, la «extracción del plusvalor de la conducta» de Zuboff es únicamente porque la expropiación en curso, y el poder político que presupone, no pueden reconciliarse fácilmente con el relato del desarrollo capitalista basado en la explotación.
Océanos más amplios
Actualmente, la única manera de encajar la explotación y la expropiación en un único modelo es argumentar que necesitamos una concepción más amplia del propio capitalismo, tal y como ha hecho con cierto éxito Nancy Fraser. Queda por ver si el análisis de Fraser, que aún está en proceso de elaboración, logrará dar cuenta de consideraciones geopolíticas y militares más amplias, pero la idea general del argumento parece correcta.
Si bien es cierto que en la década de 1970 era posible analizar el trabajo no libre, la dominación racial y de género y el uso de la energía sin precio (así como la desigualdad de los términos del intercambio comercial en razón de la absorción de mercancías baratas procedentes de la periferia por parte del centro de la economía-mundo capitalista) como algo externo al sistema capitalista impulsado por la explotación, hoy en día ello no resulta fácil.
Estos argumentos han sido cada vez más cuestionados por algunos de los excelentes trabajos empíricos realizados por los historiadores del género, el clima, el colonialismo, el consumo y la esclavitud. La expropiación recibió la atención debida, complicando significativamente la pureza analítica con la que podían formularse las leyes del movimiento del capital.
Es posible que Jason Moore -alumno de Wallerstein y Giovanni Arrighi- anticipara el nuevo consenso cuando escribió que «el capitalismo prospera cuando las islas de producción e intercambio de mercancías pueden apropiarse de océanos de naturalezas potencialmente baratas situadas al margen del circuito del capital, pero esenciales para su funcionamiento»55. Esto es válido, por supuesto, no solo para los bienes naturales baratos (hay muchas otras actividades y procesos de los que apropiarse), por lo que estos «océanos» son en realidad más amplios de lo que sugiere Moore.
Una concesión importante que el marxismo político probablemente tendría que hacer es abandonar su concepción del capitalismo como un sistema marcado por la separación funcional entre lo económico y lo político (la idea de que «la necesidad económica suministra la compulsión inmediata que obliga al trabajador a transferir el trabajo excedente al capitalista»), como algo opuesto a la fusión de ambas esferas bajo el feudalismo.
Ciertamente, había buenas razones para señalar que el avance de la democracia se detenía a las puertas de la fábrica y que los derechos concedidos en el ámbito político no eliminaban necesariamente el despotismo en la esfera económica. Por supuesto, gran parte de esta presunta separación era ficticia: tal y como argumentó Ellen Meiksins Wood en su trascendental artículo sobre la cuestión, fue la teoría económica burguesa la culpable de haber abstraído «la economía» de su contenido social y político y fue el propio capitalismo el que separó paulatinamente lo que eran cuestiones esencialmente políticas -tales como el poder «de controlar la producción y la apropiación o la asignación del trabajo social»- del ámbito político, desplazándolas a la esfera de lo económico. La verdadera emancipación socialista requeriría la plena conciencia de que la separación entre ambas esferas era artificial 56.
El relato general de Wood presentaba, no obstante, una imagen demasiado simplista de la coerción en el capitalismo. «La integración de la producción y la apropiación [bajo el capitalismo] -escribió- representa la última y definitiva "privatización" de la política, en la medida en que las funciones anteriormente asociadas con un poder político coercitivo, centralizado o "parcelado", están ahora firmemente alojadas en la esfera [económica] privada, como funciones de una clase apropiadora privada liberada de las obligaciones de cumplir con fines sociales más amplios».
Desde este punto de vista, el alcance de lo «puramente político» con respecto a lo puramente económico era bastante limitado: consistía, principalmente, en salvaguardar los derechos de propiedad. El hecho de que lo político también sirviera para asegurar un suministro barato de energía y alimentos, de trabajo no libre y de minerales, de conocimiento y, tal vez, eventualmente, de datos - las condiciones de posibilidad mismas que hacen posible la concepción (ampliada) de lo «económico»- se quedó en el tintero por una razón obvia: ninguna de esas cosas tenía una relación directa con la explotación.
Sin embargo, si lo «político» fue tan decisivo para la constitución de lo «económico», cabe preguntarse qué se gana presentando el capitalismo como un sistema que mantiene separados lo «político» y lo «económico». Una cosa es que los capitalistas y sus ideólogos hablen así; hasta qué punto esto sea una descripción exacta de lo que realmente ocurre bajo el capitalismo (la tesis del artículo de Woods), es otra muy distinta.
Esta constatación recuerda la punzante observación de Bruno Latour de que la modernidad habla con una lengua bífida: dice que la ciencia y la sociedad son polos separados, pero esta confusión estratégica es precisamente lo que le permite hibridarlas tan productivamente. Puede que la historia de lo político y lo económico bajo el capitalismo sea muy similar.
Retrospectivamente, es fácil comprender por qué a Brenner nunca le impresionó la teoría de Harvey de la «acumulación por desposesión». En la medida en que el concepto se refería a la redistribución (realizada tanto por los mercados como por la violencia) en lugar de a la producción, no podía pasar de la acumulación «primitiva» a la acumulación capitalista ordinaria, al menos no en la forma en que Brenner entiende el término. Sin embargo, a la luz de toda la evidencia histórica acumulada en los últimos cuarenta años -especialmente durante la crisis de 2008 y la pandemia de la covid-19-, se ha vuelto más difícil, incluso para Brenner, poner entre paréntesis la redistribución, como si fuera algo ajeno al capitalismo realmente existente. Las cantidades de las que estamos hablando -muchos billones de dólares- son demasiado portentosas.
De modo que en «Saqueo pantagruélico», su texto de 2020 sobre los rescates de la COVID, llegó a escribir lo siguiente: «Lo que hemos visto durante un largo periodo de tiempo es un empeoramiento del declive económico acompañado de una intensificación de la depredación política»57. La palabra «política» (un indicio de que, para Brenner, el proceso «normal» de acumulación de capital está fallando) aparece con frecuencia en ese trabajo.
Al carecer del marco para unir las nociones de redistribución y explotación dentro de una explicación más amplia de la acumulación capitalista, a Brenner solo le queda un recurso: plantear que la dependencia de los capitalistas de la redistribución hacia arriba de la riqueza impulsada por el Estado está alejando al capitalismo de sí mismo y llevándolo hacia una forma económica que aparentemente comparte una característica central con el feudalismo. Esto mantendría la pureza del modelo original (el título honorífico de «capitalismo» podría reservarse para ese admirable régimen en el que la acumulación se produce a través de la innovación en lugar de la depredación o la desposesión), pero solo al precio de desencadenar todo tipo de problemas analíticos y políticos secundarios.
Las debilidades del argumento de Durand son, en cierta medida, producto de las tensiones no resueltas en el debate Brenner-Wallerstein. La paradoja final aquí es que la mejor prueba de que la «acumulación vía innovación» está -como el propio capitalismo- todavía viva y coleando puede encontrarse en ese mismo sector tecnológico que Durand tacha de feudal y rentista. Podemos comprobarlo cuando abandonamos las macronarrativas sobredeterminadas de estos marcos analíticos, ya sea el «neoliberalismo» como proyecto político en el caso de Harvey o el «capitalismo cognitivo» de Vercellone. Pensar las empresas tecnológicas de la forma en que Marx probablemente las habría pensado -es decir, como productores capitalistas- seguramente arroje mejores resultados.
Mientras tanto, los marxistas haríamos bien en reconocer que la desposesión y la expropiación han sido constitutivas de la acumulación a lo largo de la historia. Tal vez el lujo de emplear sólo los medios económicos de extracción de valor en el centro de la economía-mundo «propiamente» capitalista se debió siempre al uso generalizado de medios extraeconómicos de extracción de valor en la periferia no capitalista de la misma 57- Una vez que damos ese salto analítico, ya no necesitamos enredarnos con invocaciones al feudalismo. El capitalismo se mueve en la misma dirección de siempre, aprovechando cualquier recurso que pueda movilizar, cuanto más barato, mejor.
En este sentido, la descripción que hizo Braudel en una ocasión del capitalismo como «infinitamente adaptable» no es la peor perspectiva que podemos adoptar. Pero el capitalismo no se adapta continuamente y, cuando lo hace, no está garantizado que las tendencias redistributivas hacia arriba ganen sobre las productivas. Es muy posible que sea precisamente así como funcione gran parte de la economía digital actual. Esto, por supuesto, no es razón para creer que el tecnocapitalismo sea de alguna manera un régimen más amable, acogedor y avanzado que el tecnofeudalismo; pero al invocar vanamente el segundo, nos arriesgamos a blanquear la reputación del primero.
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* Investigador bielorruso de las nuevas tecnologías
NOTAS
1 En aras de la información debo decir que en torno a 2016 yo también coqueteé con estos conceptos, que utilicé en una columna periodística ocasional y en una charla. Por aquel entonces, el término «feudalismo digital» incluso se coló en el anuncio del subtítulo de mi libro aún no publicado (la edición final ciertamente no lo incluiría); también apareció en el subtítulo de una colección de mis ensayos publicada en España en 2018. Al darme cuenta de su debilidad analítica, abandoné rápidamente estos conceptos.
2 Eric Posner y Glen Weyl, Radical Markets: Uprooting Capitalism and Democracy for a Just Society, Princeton (nj), 2018, p. 232. Weyl se perfila como un hijo rebelde de la economía neoliberal. Fanático de Ayn Rand desde la infancia, se ganó los elogios de las principales estrellas de la profesión, incluidos, cuando tenía 13 años, los de Milton Friedman. Recientemente Weyl ha declarado que ya no se identifica como economista, debido a las imperfecciones de la profesión. Sus vínculos con la esfera tecnológica se derivan de su puesto en Microsoft Research y de su colaboración con Vitalik Buterin, cofundador de la blockchain Ethereum, principal competidor de Bitcoin.
3 Las ideas detrás de Feudl se describen en el blog de Yarvin, Unqualified Reservations. Básicamente, se venía a decir que Google no era demasiado feudal, sino dema- siado «woke», demasiado democrático. Al indexar y clasificar todas las páginas web que encontraba en función del número de páginas ajenas que enlazaban con ella, el motor de búsqueda ignoraba la aparición de jerarquías naturales que, según Yarvin, son una característica benigna de todas las comunidades. Yarvin llevó a la práctica algunas de sus ideas sobre las infraestructuras digitales neofeudales en su proyecto Urbit, financiado en parte por Thiel. Para un resumen de su política, véase Harrison Smith y Roger Burrows, «Software, Sovereignty and the Post-Neoliberal Politics of Exit», Theory, Culture & Society, vol. 38, núm. 6, noviembre de 2021. Para un perfil de Yarvin, véase Joshua Tait, «Mencius Moldbug and Neoreaction», Key Thinkers of the Radical Right, Oxford, 2019, pp. 187-203.
4 De Yanis Varoufakis véase su breve artículo «Techno-Feudalism Is Taking Over», Project Syndicate, 28 de junio de 2021, así como mi entrevista con él, «Yanis Varoufakis on Crypto, the Left and Techno-Feudalism», The Crypto Syllabus, 26 de enero de 2022; de Mariana Mazzucato, «Preventing Digital Feudalism», Project Syndicate, 2 de octubre de 2019; de Jodi Dean, «Communism or Neo-Feudalism?», New Political Science, vol. 42, núm. 1, febrero de 2020; y de Robert Kuttner véase su artículo en coautoría con Katherine Stone, «The Rise of Neo-Feudalism», American Prospect, 8 de abril de 2020. Para el debate de Wolfgang Streeck sobre la «desigual- dad oligárquica» -«también se podría hablar de neofeudalismo»-, véase How Will Capitalism End? Essays on a Failing System, Londres y Nueva York, 2016, pp. 28-30, 35, 187 [ed. cast.: ¿Cómo acabará el capitalismo?, Madrid, Traficantes de Sueños, 2017]. Michael Hudson lleva casi una década escribiendo sobre el neofeudalismo; véase, por ejemplo, «The Road to Debt Deflation, Debt Peonage and Neofeudalism», Levy Economics Institute of Bard College Working Paper no. 708, febrero de 2012. Para el uso del término por parte de Robert Brenner, véase su conferencia «From Capitalism to Feudalism? Predation, Decline and the Transformation of us Politics», University of Massachusetts Amherst Political Economy Workshop, 27 de abril de 2021, disponible en YouTube.
5 La cultura digital ya estaba inundada desde principios de la década de 1990 del imaginario medieval de los «cercados», los «comunes», los «barones ladrones», los «señores de la tecnología», la «aparcería digital» e incluso la «caza de brujas digital», por no hablar de la comparación de Umberto Eco entre los usuarios de dos y de Mac con protestantes y católicos. El diagnóstico tecnofeudal cae así en terreno fértil.
6 Véase Brett Christophers, Rentier Capitalism: Who Owns the Economy, and Who Pays for It?, Londres, 2020.
7 Julia Tomassetti, «Does Uber Redefine the Firm? The Postindustrial Corporation and Advanced Information Technology», Indiana Legal Studies Research Paper No. 345, abril de 2016.
8 La recapitulación reciente más accesible de la lectura marxista del feudalismo como lógica económica es la de Chris Wickham, «How Did the Feudal Economy Work? The Economic Logic of Medieval Societies», Past & Present, vol. 251, núm. 1, mayo de 2021.
9 Debo esta llamativa frase al título de la obra de Murray Smith, Invisible Leviathan: Marx's Law of Value in the Twilight of Capitalism, Leiden, 2020.
10 La obra de Marc Bloch, Feudal Society [1939], Londres, 2014 [ed. cast.: La sociedad feudal, Madrid, 1986] es la perenne referencia en estos círculos.
11 Un ejemplo interesante en este sentido, procedente de la derecha política, es el trabajo del teórico holandés Frank Ankersmit, quien lleva argumentando desde 1997 que el papel prominente desempeñado por las ong y otras organizaciones de la sociedad civil en las democracias liberales ha producido un «archipiélago cuasi feudal de islas de gestión egoísta», que nos lleva, a tenor del título de su libro de 2005, a una «Nueva Edad Media».
12 Véase Sighard Neckel, «"Refeudalisierung": Systematik und Aktualität eines Begriffs der Habermasschen Gesellschaftsanalyse», Leviathan, vol. 41, núm. 1, 2013; «Refeudalisierung der Ökonomie», en Soziologie der Finanzmärkte, Bielefeld, 2014, pp. 113-28; y «The refeudalization of modern capitalism», Journal of Sociology, vol. 56, núm. 3, junio de 2020. A pesar de las frecuentes referencias al capita- lismo, el análisis del feudalismo que informa el uso que Neckel hace del mismo es inequívocamente no marxista, dado que contrasta la igualdad, la justicia y la neutralización del poder privado fomentadas por el Estado burgués con su ausencia en el modelo feudal.
13 Esto es más visible en sus obras escritas conjuntamente: Hans Joas y Wolfgang Knöbl, Social Theory: Twenty Introductory Lectures, Cambridge, 2009, y War in Social Thought, Princeton (nj), 2012.
14 Un resumen accesible de la tesis de Supiot se encuentra en su artículo «The Public-Private Relation in the Context of Today's Refeudalization», International Journal of Constitutional Law, vol. 11, núm. 1, enero de 2013, pp. 129-145.
15 Alain Supiot, La gouvernance par les nombres, París, 2015; ed. ing.: Governance by Numbers, Londres, 2015, p. 225. Existe aquí una afinidad con la proliferación de conceptos relacionados con el «neomedievalismo» en la teoría de las relaciones internacionales a partir de la década de 1960. En ese campo, el «neomedievalismo» también se aplicó tempranamente a la economía digital global: véase Stephen Kobrin, «Back to the Future: Neomedievalism and the Postmodern Digital World Economy», Journal of International Affairs, vol. 51, núm. 2, primavera de 1998.
16 Ellen Meiksins Wood, «The Separation of the Economic and the Political in Capitalism», nlr 1/127, mayo-junio de 1981, p. 80.
17 La bibliografía al respecto es enorme, pero un punto de partida indispensa- ble para el debate Brenner sobre la transición al capitalismo es Trevor Aston y Charles Philpin (eds.), The Brenner Debate: Agrarian Class Structure and Economic Development in Pre-Industrial Europe, Cambridge, 1987.
18 Immanuel Wallerstein, The Origins of the Modern World-System: Capitalist Agriculture and the Origins of the European World-Economy in the Sixteenth Century, Nueva York, 1974, pp. 16-20; ed. cast.: El moderno sistema mundial. La agricultura capitalista y los orígenes de la economía-mundo europea en el siglo xvi, Madrid, 2016.
19 Robert Brenner, «The Origins of Capitalist Development: A Critique of Neo- Smithian Marxism», nlr 1/104, julio-agosto de 1977.
20 Robert Brenner, «What Is, and What Is Not, Imperialism?», Historical Materialism, vol. 14, núm. 4, enero de 2006, pp. 79-105.
21 Karl Marx, Capital, Volume One, Londres, 1990, p. 915; ed. cast.: El capital, Madrid, 2017.
22 Para una evaluación del estado actual del marxismo político, véase Historical Materialism, vol. 29, núm. 3, noviembre de 2021, que está dedicado al tema. Cabe destacar que la crítica fundamental de Brenner a Wallerstein, «The Origins of Capitalist Development», menciona el término «innovación» cuarenta y tres veces, probablemente una primicia para un ensayo publicado en la New Left Review.
23 Véase Klaus Dörre, «Capitalism, Landnahme and Social Time Regimes: An Outline», Time & Society, vol. 20, núm. 1, abril de 2011; y «Finance Capitalism, Landnahme and Discriminating Precariousness: Relevance for a New Social Critique», Social Change Review, vol. 10, núm. 2, octubre de 2012. Para las contribu- ciones de Fraser, véase Nancy Fraser y Rahel Jaeggi, Capitalism: A Conversation in Critical Theory, Cambridge, 2018; y Nancy Fraser, «Expropriation and Exploitation in Racialized Capitalism: A Reply to Michael Dawson», Critical Historical Studies, vol. 3, núm. 1, primavera de 2016.
24 R. Brenner, «What Is, and What Is Not, Imperialism?», cit.
25 En la última década, el sociólogo brasileño Daniel Bin elaboró una descripción más cuidadosa de las condiciones específicas bajo las cuales la desposesión conduciría a la acumulación capitalista -una combinación de proletarización, mercantilización y de lo que Bin llama «capitalización»-, para distinguirla de los casos en los que la des- posesión tendría únicamente efectos redistributivos. Véase Daniel Bin, «So-Called Accumulation by Dispossession», Critical Sociology, vol. 44, núm. 1, enero de 201,; y «Dispossessions in Historical Capitalism: ¿Expansion or Exhaustion of the System?», International Critical Thought, vol. 9, núm. 2, mayo de 2019.
26 Para una visión general, véase Verónica Gago y Sandro Mezzadra, «A Critique of the Extractive Operations of Capital: Toward an Expanded Concept of Extractivism», Rethinking Marxism, vol. 29, núm. 4, 2017, pp. 574-591.
27 David Harvey, Seventeen Contradictions and the End of Capitalism, Nueva York, 2014; ed. cast. Diecisiete contradicciones y el fin del capitalismo, Quito y Madrid, iaen & Traficantes de Sueños, 2014.
28 Véase Yann Moulier-Boutang, Cognitive Capitalism, Cambridge, 2011; Carlo Vercellone, «From Formal Subsumption to General Intellect: Elements for a Marxist Reading of the Thesis of Cognitive Capitalism», Historical Materialism, vol. 15, núm. 1, enero de 2007. El hecho de que el propio Harvey tenga sentimientos encontrados sobre el «capitalismo cognitivo» no debería disuadirnos en este caso; para su discusión del término, véase el capítulo 5 de Marx, Capital, and the Madness of Economic Reason, Londres, 2017; ed. cast.: Marx, el capital y la locura de la razón económica, Madrid, 2019.
29 La mirada de estos teóricos no suele extenderse más allá de Europa occidental, con la excepción parcial de Moulier-Boutang, experto en historia económica colo- nial y postcolonial africana.
30 Véase el capítulo 5 de George Caffentzis, In Letters of Blood and Fire: Work, Machines, and the Crisis of Capitalism, Oakland (ca), 2012 [ed. cast.: En letras de sangre y fuego, Buenos Aires, Tinta Limón, 2020].
31 Este ejemplo está extraído de Bryan Pankhurst, «Digital Information and Value: A Response to Jakob Rigi», tripleC: Communication, Capitalism & Critique, vol. 17, núm. 1, febrero de 2019, pp. 72-85.
32 Véase Peter Drahos, «Information Feudalism in the Information Society», The Information Society, vol. 11, núm. 3, abril de 1995, y Peter Drahos y John Braithwaite, Information Feudalism: Who Owns the Knowledge Economy?, Abingdon, 2002.
33 La posición de «los usuarios son trabajadores» también ha sido promovida por Glen Weyl, que es coautor de un documento muy discutido sobre el «trabajo de datos» con el experto en tecnología Jaron Lanier y otros autores; véase Imanol Arrieta Ibarra et al., «Should We Treat Data as Labour? Moving Beyond "Free"», American Economic Association Papers & Proceedings, vol. 108, mayo de 2018. Véase también Carlo Vercellone, «Les plateformes de la gratuité marchande et la con- troverse autour du Free Digital Labor: une nouvelle forme d'exploitation?», Open Journal in Information Systems Engineering, vol. 1, núm. 2, 2020.
34 Shoshana Zuboff, The Age of Surveillance Capitalism: The Fight for a Human Future at the New Frontier of Power, Nueva York, 2019; ed. cast.: La era del capitalismo de vigilancia, Barcelona, 2020.
35 Aunque Zuboff habla de que Google «explota la información» o «explota su descubrimiento del plusvalor de la conducta», no se está refiriendo aquí a la explo- tación capitalista.
36 «¡Los ingresos de los rentistas son cinco veces mayores que los ingresos obteni- dos del comercio exterior del mayor país "comercial" del mundo! Esta es la esencia del imperialismo y del parasitismo imperialista»: Vladimir Ilich Lenin, Imperialism, the Highest Stage of Capitalism [1916], Pekín, 1970, p. 121 [ed. cast.: El imperialismo, fase superior del capitalismo, Madrid, 2012]. Paradójicamente, en 2004 Zuboff escri- bió una columna que abrazaba el marco neofeudal: «From Subject to Citizen», Fast Company, 1 de mayo de 2004.
37 Rasmus Fleischer, «If the Song Has No Price, Is It Still a Commodity? Rethinking the Commodification of Digital Music», Culture Unbound, vol. 9, núm. 2, octubre de 2017. Dado que la plataforma tiene que pagar tanto por las licencias, Fleischer señala que «la devaluación de la música grabada redundaría en beneficio de Spotify».
38 Cédric Durand, Techno-féodalisme: Critique de l'économie numérique, París, 2020; ed. cast. Tecnofeudalismo, Buenos Aires, 2021. Todavía no existe una edición inglesa; todas las traducciones del francés son mías.
39 Véase Chris Harman y Robert Brenner, «The Origins of Capitalism», International Socialism, núm. 111, verano de 2006.
40 Véase, por ejemplo, Özgür Orhangazi, «The Role of Intangible Assets in Explaining the Investment-Profit Puzzle», Cambridge Journal of Economics, vol. 43, núm. 5, marzo de 2019, pp. 1251-1286; Herman Mark Schwartz, «Global Secular Stagnation and the Rise of Intellectual Property Monopoly», Review of International Political Economy, 2021, pp. 1-26.
41 Durand también analiza esta tipología en un artículo escrito conjuntamente con William Milberg, «Intellectual Monopoly in Global Value Chains», Review of International Political Economy, vol. 27, núm. 2, septiembre de 2020. Para un estu- dio de caso esclarecedor, véase Céline Baud y Cédric Durand, «Making Profits by Leading Retailers in the Digital Transition: A Comparative Analysis of Carrefour, Amazon and WalMart (1996-2019)», Working Papers of the Department of History, Economics and Society, Universidad de Ginebra, abril de 2021.
42 McKenzie Wark, Capital Is Dead: Is This Something Worse?, Londres y Nueva York, 2021.
43 La economista argentina Cecilia Rikap, que fue coautora de Durand, expone argu- mentos similares sobre la depredación, basándose también en Veblen, en su reciente libro sobre lo que denomina «capitalismo de monopolio intelectual» (véase Cecilia Rikap, Capitalism, Power and Innovation: Intellectual Monopoly Capitalism Uncovered, Londres, 2021). No sigue a Durand en la detección de tendencias feudales en la economía global, sino que opta por el relato que, en la línea de Wallerstein, contempla a las principales empresas tecnológicas como capitalistas que aprovechan tanto la explo- tación como la expropiación, absorbiendo plusvalor dondequiera que lo encuentren.
44 Duncan Foley, «Rethinking Financial Capitalism and the "Information" Economy», Review of Radical Political Economics, vol. 45, núm. 3, septiembre de 2013.
45 Dominick Reuter, «1 out of Every 153 American Workers Is an Amazon Employee», Business Insider, 30 de julio de 2021.
46 Véase Kean Birch, D. T. Cochrane y Callum Ward, «Data as Asset? The Measurement, Governance, and Valuation of Digital Personal Data by Big Tech», Big Data & Society, vol. 8, núm. 1, mayo de 2021.
47 El texto paradigmático es Jonathan Nitzan y Shimshon Bichler, Capital as Power: A Study of Order and Creorder, Londres, 2009. Para una crítica marxista de esteplantemiento, véase Bue Rübner Hansen, «Review of Nitzan and Bichler's Capital as Power: A Study of Order and Creorder», Historical Materialism, vol. 19, núm. 2, abril de 2011.
48 Véanse Kean Birch y Fabian Muniesa (eds.), Assetization: Turning Things into Assets in Technoscientific Capitalism, Boston (ma), 2020; Kean Birch, «Technoscience Rent: Toward a Theory of Rentiership for Technoscientific Capitalism», Science, Technology, & Human Values, vol. 45, núm. 1, febrero de 2020; y Kean Birch y D. T. Cochrane, «Big Tech: Four Emerging Forms of Digital Rentiership», Science as Culture, mayo de 2021.
49 Véase Cedric Durand, «Predation in the Age of Algorithms: The Role of Intangible Assets», en Marlène Benquet y Théo Bourgeron (eds.), Accumulating Capital Today: Contemporary Strategies of Profit and Dispossessive Policies, Londres, 2021, pp. 149-162.
50 Karl Marx, Capital, Volume Three, David Fernbach, trad., Londres, 1991, p. 300.
51 Sobre la ausencia del Estado estadounidense en la obra magna de Zuboff, véase la reseña de Rob Lucas, «El negocio de la vigilancia», nlr 121, marzo-abril de 2020.
52 El término «capitalismo político», acuñado por Weber en Economía y sociedad para describir -aunque de forma inapropiada- la economía política de la Antigua Roma, fue reutilizado por Gabriel Kolko para caracterizar la autodenominada «era progresista» en The Triumph of American Conservatism: A Reinterpretation of American History, 1900-1916, Nueva York, 1963.
53 Robert Brenner, «Saqueo pantagruélico», nlr 123, julio-agosto de 2020, p. 7.
54 Véase Mehrdad Vahabi, The Political Economy of Predation: Manhunting and the Economics of Escape, Cambridge, 2016.
55 Jason Moore, «The Capitalocene Part II: Accumulation by Appropriation and the Centrality of Unpaid Work/Energy», The Journal of Peasant Studies, vol. 45, núm. 2, mayo de 2018, pp. 237-279.
56 Ellen Meiksins Wood, «The Separation of the Economic and Political in Capitalism», cit., pp. 66-67.
57 R. Brenner, «Saqueo pantagruélico», cit.
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