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13 octubre 2022

Cinco escenas sobre el imperio de los romanos

Con una entrevista sobre la esclavitud y la Nueva York colonial


Fuentes: Ctxt.es

Primera escena. En junio de 2022, en Madrid, se reúne la OTAN, con sus príncipes-electores. La finalidad: la coronación del nuevo emperador de todos los romanos. El escenario: la iglesia del Prado. Como corresponde a la tradición imperial, y para dar más realce a la ocasión, han preparado una guerra, una guerra de consagración del […]

Primera escena. En junio de 2022, en Madrid, se reúne la OTAN, con sus príncipes-electores. La finalidad: la coronación del nuevo emperador de todos los romanos. El escenario: la iglesia del Prado. Como corresponde a la tradición imperial, y para dar más realce a la ocasión, han preparado una guerra, una guerra de consagración del nuevo emperador. Y el caballero mayor de los anfitriones, actuando según los protocolos cortesanos, proclama que el fastuoso cónclave es “una oportunidad para la paz”. A pocas calles, en uno de los teatros del Reino, los políticos-funcionarios se entregan a otro de los tantos espectáculos que animan la ocasión, una obra llamada Las cloacas. Siguiendo el hábito, toman el escenario por el mundo representado. Y silban y abuchean por la chabacanería, zafiedad y falta de ética de ciertos comediantes.

Cambio de escena. Entre 1710 y 1793, ante irresolubles y sangrientos problemas, como las guerras religiosas, los pensadores-funcionarios de la llamada Ilustración entienden que las estructuras políticas y morales provistas por la religión cristiana y las monarquías resultan insuficientes. En 1710, Gottfried Leibniz publica Ensayos de teodicea: sobre la bondad de Dios, la libertad del hombre y el origen del mal, y en 1793 Immanuel Kant da a conocer un articulo y un libro, La religión dentro de los límites de la mera razón, en que discurre sobre el mal moral y “el mal radical en la naturaleza humana”. Entre una fecha y otra, los Diderot, De La Mettrie, D’Holbach, Rousseau, Hume, Voltaire, Montesquieu, Adam Smith, Shaftesbury y muchos otros como ellos concluyen que Europa, es decir, el mundo, necesita nuevos principios. Inspirándose en la tradición grecorromana, como era debido, erigen el ideal de la república a un lado y otro del Atlántico. Siguiendo la consigna de comerciantes, prestamistas e industriales, consagran la libertad y la igualdad. Y nacen la democracia y el Estado moderno. Para que no haya confusiones, en la misma época, en el llamado Sacro Imperio Romano Germánico, fueron nombrados cuatro nuevos emperadores, entre estos Federico II, el Grande, el monarca ilustrado. El proyecto milenario seguía vivo; inspiró a Alejandro Magno, después a Roma, luego a la Iglesia católica y aún alimentaría al Tercer Reich. Era seguro: el Mal podía ser vencido con las leyes y la moral.

Tercera escena. En la misma época, centenares de miles de africanos son secuestrados, comprados y llevados a América y allí subastados, vendidos, explotados y asesinados en las grandes plantaciones que, de norte a sur, los europeos habían abierto en esas Indias equivocadas de allende el Atlántico, en un incomparable festín. Quienes lo movían eran los mismos comerciantes, prestamistas e industriales que habían hecho consagrar la libertad y la igualdad, más los monarcas y obispos. Para visualizar correctamente la escena, hay que decir que “en las colonias [americanas] más florecientes, la población esclava llegó a ser diez veces superior en número a la libre”. La estadística no es escandalosa: en la democrática Atenas vivían más o menos 21.000 ciudadanos y 400.000 esclavos, según el censo de Demetrio de Falero, uno de los gobernantes de la ciudad-estado. Y hay que saber que “alrededor de 1770, la producción de esclavos dominó el comercio en el Atlántico y generó grandes fortunas en Burdeos y Liverpool, Londres y Nueva York, Boston y Nantes”. La Ilustración puso en marcha su gran proyecto modernizador negándose a tener en cuenta que en la acumulación de su riqueza y por tanto en el fundamento de su proyecto había intervenido un principio destructor, que permitía a algunos hombres y pueblos disponer de la vida de otros, y que, dejando actuar a ese principio, la modernidad naciente se entregaba a un albur histórico que podía ser trágico. Los reyes, príncipes y funcionarios-pensadores no quisieron ni oír hablar de eso. John Locke, uno de los primeros ilustrados y así, predecesor en el diseño del mundo nuevo, fue secretario de los esclavistas británicos en Carolina, en América del Norte. Esos Lords Proprietors de Carolina, amos de tierras y personas, otorgaron a Locke un título nobiliario y cuatro mil baronías en su colonia.

Cuarta escena. Y he ahí que, dos siglos y medio después, todo salta por los aires: la Primera y sobre todo la Segunda Guerra Mundial exhiben catastróficamente que el mundo construido estaba muy lejos de haber resuelto los horrores que llevaron a la caída del sistema monárquico-feudal. El arduo, concentrado y prolongado diagnóstico de la intelligentzia europea era erróneo, los pensadores-funcionarios se habían equivocado. Un principio destructor indeterminado estaba actuando con un poder inusitado en la consciencia moderna. Y no fue una pitonisa sino Hannah Arendt quien afirmó entonces que en la segunda mitad del siglo XX el Mal debería ser el tema dominante del debate intelectual en Europa. Los reyes y príncipes se han negado.  

Quinta escena. Siguiendo vagamente a Jürgen Habermas, que en 1980 planteó la necesidad de llevar la modernidad hasta su completitud, pues había quedado inacabada, uno de los caballeros mayores del Reino defiende en este 2022 la necesidad de dar “una segunda oportunidad a la Ilustración”. De manera sorprendente afirma que “de lo más grave en la modernidad ha sido la separación entre la razón y el corazón”. Que lo dijera Pascal en el siglo XVII tenía sentido, pero repetirlo ahora es hablar con los ojos cerrados. La diferencia entre razón y sentimientos hace mucho que fue abolida. Ya Adam Smith, en su Teoría de los sentimientos morales, predijo que el hombre de negocios de la modernidad estaba condenado a la moralidad, pues de eso dependía la buena marcha de su comercio. Todo defensor de la Ilustración debería saber que ya no hay oposición entre razón y sentimiento. No hay diferencias entre lo que pensamos y lo que deseamos. Hoy solo tenemos sentimientos convenientes. El predicho caballero mayor del Reino hace responsable a la cultura posmoderna de los males de hoy, pues, según él, al margen de la modernidad y la Ilustración solo queda la barbarie. Pero la mayor demostración de barbarie tuvo lugar antes de que nadie hablara de deconstrucción o posmodernidad. Los dos holocaustos modernos, el de los africanos y el de los hebreos, ocurren en el auge de la Ilustración. 

De la esclavitud, forma escandalosa y palpable del Mal, la Ilustración no quiso hablar. De la esclavitud, el emperador y reyes y príncipes y caballeros de hoy no quieren hablar. Sus portavoces ni siquiera recuerdan el tema. Pero es precisamente del mal que necesitamos hablar.

Por ello he hecho preguntas a la profesora Beatriz Carolina Peña, de la City University of New York, CUNY, sobre su libro Juan Miranda y otros negros españoles en la Nueva York colonial, publicado por la Universidad de Rosario, Colombia, en 2021, que versa precisamente sobre la esclavitud. Juan Miranda (1719-1760, aproximadamente), nacido en Cartagena de Indias y súbdito español libre, fue apresado a los quince o dieciséis años de edad por corsarios y conducido hasta New York, donde vivió como esclavo durante veintiséis años. Los últimos cuatro años de su vida estuvo litigando por su libertad, sin obtenerla.

La profesora Beatriz Carolina Peña, de la City University of New York.

Háblenos por favor de la importancia estratégica del puerto y la provincia de Nueva York en relación al mercado y el comercio esclavista, los usos o destinos laborales de los esclavos y la demografía o porcentaje de la población esclavizada. 

El origen de Nueva York garantizaba lo que hoy llamamos su ‘cosmopolitismo’. Primero fue neerlandesa, desde que la isla de Manhattan fuera arrebatada a los habitantes originarios. Un alto porcentaje de la población de la ciudad era de ascendencia y nacionalidad holandesa. Solo después de ser neerlandesa Nueva York pasó a ser inglesa. Casi un veinte por ciento de los neoyorquinos era de raza negra; la mayoría de ellos se hallaba en condición de esclavitud. La población esclavizada de Manhattan era la más elevada de una urbe colonial británica, a excepción de Charleston, en Carolina del Sur. Con respecto a la procedencia de los esclavos, algunos llegaban directamente desde África, pero la mayoría pasaba antes por las llamadas Indias Occidentales, lo que garantizaba a los compradores que muchos sujetos negros hubieran ya superado la terrible “aclimatación” en las plantaciones ardientes e inmisericordes del Caribe. La ciudad de Nueva York estaba dotada de un mercado donde se vendían los esclavos, pero también se realizaban subastas en otros lugares públicos. Además, como demuestro en mi libro, una de las formas que tenía el mercado de proveerse de esta mano de obra era la actividad de los barcos corsarios, a través de la venta de los tripulantes no blancos de los navíos hispánicos y, en menor grado, franceses. El comercio era una faceta nuclear de la personalidad de Nueva York. Parte de ese aferrarse consistía en mantener los lazos económicos con el resto de las colonias hermanas. La provincia de Nueva York ejercía un papel muy importante en el intercambio comercial entre las colonias británicas del noreste de América y las islas del Caribe. La ciudad de Nueva York se aferró al poderoso imperio inglés ante las amenazas constantes del enemigo francés, español e indígena que la circundaban.

El Caribe, entendiendo por tal tanto las islas como las costas de las hoy repúblicas de Centroamérica, Colombia y Venezuela, fue el epicentro de la esclavitud en América, por situarse allí los principales puertos de llegada de los buques negreros desde África, para su posterior reparto por todo el continente. Desde el Caribe eran llevados los esclavos no solo al sur sino también al norte, a Estados Unidos y así a Nueva York. Es el ámbito geográfico de la historia de Juan Miranda. ¿Quiere describir ese Caribe desde el punto de vista de los intereses de las potencias europeas y el negocio esclavista?

El colonialismo europeo se inició en las Américas con la presencia española. La competencia agresiva entre los imperios generó en el siglo XVII la penetración de Holanda, Francia e Inglaterra, en este orden, en territorios sobre los que España había reclamado posesión previa; así lo demuestra, por ejemplo, La Española, el caso más paradigmático por su envergadura simbólica en el proceso histórico de la invasión europea del Nuevo Mundo. Los franceses se apoderaron de parte de la isla; este hecho se refleja hoy en la existencia en su demarcación de dos naciones con tensiones entre sí: la República Dominicana y Haití. Por otra parte, Holanda, Francia e Inglaterra se apresuraron a apropiarse, cada una, de una sección distinta de las Antillas Menores. El Caribe era el final de la travesía transoceánica, donde culminaba la primera fase de la ruta comercial de los negros capturados en África. Poseer territorios antillanos era cardinal para participar en plenitud del lucrativo comercio del tráfico de esclavos procedentes de África. Es evidente que el acceso al mar caribeño les facilitaba a los actores de este intercambio la rapidez del procesamiento, depósito y redistribución de los negros que lograban sobrevivir el aflictivo recorrido trasatlántico. Otra razón para ambicionar estos dominios era que los territorios tropicales de la zona constituían suelos ideales para el cultivo de productos de gran demanda y renta, como el azúcar, el cacao y el tabaco. Para completar este cuadro de beneficios, las plantaciones ubicadas en el área podrían, con facilidad, prontitud y a bajo costo, surtirse de esclavos y reponerlos, según surgiera la necesidad.  

Cuenta usted que la animadversión británica contra los corsarios españoles, rivales en las disputas comerciales, se habría dirigido por igual hacia los Spanish negroes, es decir, los africanos y americanos esclavizados por la corona española que habían sido arrastrados hasta la ciudad de Nueva York como mano de obra forzada. ¿De qué modo la población esclavizada sufría la animadversión mencionada, ya no como los otros esclavos sino además como esclavos que procedían del enemigo español?

Un hecho concreto para demostrar esa animadversión es, precisamente, la ‘Conspiración de New York’ o el ‘Gran complot de los negros’ de 1741. Como las coronas inglesa y española se hallaban enfrentadas en guerra, las autoridades de la provincia de Nueva York tenían la certeza de que España podía intentar invadir y apropiarse de los territorios ingleses de Norteamérica. De hecho, no era raro que se avistaran barcos enemigos a todo lo largo de las costas coloniales inglesas del Este, en general practicando el corso. En este contexto, los Spanish negroes, es decir, los hispanocaribeños presentes, esclavizados en la ciudad de Nueva York, se percibían como aliados potenciales de la amenaza española. Por lo tanto, en aquel momento crítico, fue creíble la teoría de que quienes estaban tras la ‘Conspiración de New York’ pensaban coligarse con los católicos españoles para entregarles la isla de Manhattan y, en el proceso, lograr la libertad y el poder político. Se imaginaba que los Spanish negroes, por su procedencia, catolicismo, lealtad al rey de España, dominio de la lengua castellana y experiencia marítima y de combate entre las olas serían protagonistas de la rebelión y de la cesión de Nueva York cuando los españoles llegaran al puerto.

La suerte de Juan Miranda y sus esfuerzos por recuperar su condición de hombre libre en la Nueva York colonial parece que empieza a cambiar con la llegada del inglés William Kempe al cargo de fiscal general y procurador general. ¿Cómo era posible la aparición de posiciones promanumisión de este tipo de esclavo, los Spanish negroes, en ese contexto metropolitano y colonial tan sumamente impregnado de prejuicios en que un propietario esclavista podía matar a su esclavo “sin ninguna consecuencia punitiva”? ¿A qué le atribuye la existencia de un pensamiento como el de Kempe, capaz de impulsar un juicio en que “el esclavo demandaría al amo”?

Responder a esa pregunta es para mí uno de los retos de investigación que me he propuesto emprender en el futuro más o menos cercano. El primer elemento para tomar en cuenta es que William Kempe llegó a Nueva York como un hombre maduro y con principios sólidos. Sospecho que pudo haber estado influenciado por las ideas de igualdad procedentes de los cuáqueros. Según mis pesquisas preliminares, en su lugar natal de Lewes, Sussex, existía, desde 1655, un centro de reunión de seguidores de esta doctrina religiosa. Por supuesto, esto es solo una hipótesis, y ardo en deseos de conseguir fondos para viajar a Lewes, revisar archivos, y conocer más, allí mismo, sobre la historia de los cuáqueros y de los Kempe. A menos que encuentre escritos de William Kempe sobre sus creencias y prácticas religiosas o quizá su nombre en alguna lista de asistencia a la casa cuáquera, no podré demostrar, categóricamente, esta impronta en él; pero aspiro, por lo menos, a verificar el posible influjo de los cuáqueros en Kempe en la primera mitad del siglo XVIII.

Mario Campaña. Nacido en Guayaquil (Ecuador) en 1959. Es poeta y ensayista. Colaborador en revistas y suplementos literarios de Ecuador, Venezuela, México, Argentina, Estados Unidos, Francia y España, dirige la revista de cultura latinoamericana Guaraguao, pero reside en Barcelona desde 1992.

Fuente: https://ctxt.es/es/20221001/Culturas/41004/historia-romanos-imperio-esclavitud-Nueva-York-colonias.htm

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.


https://rebelion.org/cinco-escenas-sobre-el-imperio-de-los-romanos/


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