La colonialidad está aquí, en Europa, y nos persigue. Del mismo modo que las fronteras que condicionan la vida de las personas migrantes no se acaban en los límites terrestres del país donde nos toca vivir.
Hace más o menos un año el expresidente del gobierno, José María Aznar, se burló públicamente de Andrés Manuel López Obrador, presidente de México, y de su petición de que España pidiera perdón a las comunidades indígenas. Aznar soltó sus chascarrillos en plena Convención Nacional del Partido Popular, en Sevilla, mientras ratificaba su apoyo al entonces líder y candidato de los populares, Pablo Casado.
“El nuevo comunismo de allí se llama indigenismo”, declaró Aznar, “porque el indigenismo solo puede ir contra España”. Y luego, dirigiéndose a un hipotético López Obrador que, por descontado, no estaba presente, remató del peor modo posible: “Si no hubieran pasado algunas cosas usted no estaría ahí ni se hubiera producido la evangelización de América”. Eso dijo. Las chanzas levantaron sonrisas y aplausos entre la concurrencia. Casado intentó aportar lo suyo, pero Aznar iba por libre. Fiel a esa actitud soberbia y despreciativa que algunos llamaban carisma y le ayudó a convertirse en jefe del Estado español.
Hay algo curioso en esa bronca mediatizada, y es que, en la práctica, el mandatario mexicano tiene un comportamiento cercano a las ideas del expresidente español. López Obrador ha militarizado el control de la frontera e incrementado la dotación del Instituto Nacional de Migración con un montante que triplica el presupuestado. Las tropas de la Guardia Nacional baten actualmente sus propios récords de detenciones. Entre enero y julio del presente año 206.885 personas migrantes, una media de 985 por día, han visto truncado su intento de cruzar. Las organizaciones de Derechos Humanos denuncian un recrudecimiento en la ilegalidad de los métodos de arresto, encarcelamiento y devolución, y López Obrador no parece tentado a disculparse por ello.
Pero lo cierto es que a nadie sorprende que un tipo como Aznar se niegue a pedir perdón. Tampoco lo pidió por sus desmanes respecto a la guerra de Irak ni por que su partido rescatara a los bancos. No lo pidió ni lo pedirá por los casos probados de corrupción del organismo que dirigía y cuya gestión todavía defiende. Mientras fue presidente del gobierno celebró cada 12 de octubre con el gozo visible de un hombre con querencia por el fasto militar, pero lo que hoy resulta inconcebible es que ningún gobierno de izquierdas, anterior o posterior, haya cuestionado el sentido de la efeméride. Que Felipe González y José Luis Rodríguez Zapatero hayan posado con actitud similar, si acaso aprovechando para marcar terreno en relación con los Estados Unidos, pero manteniendo el sentido primordial de la fiesta patria. El de la hispanidad como expansión de lo español. Y tampoco parece razonable que la coalición formada por el Partido Socialista Obrero Español y Unidas Podemos no se plantee un cambio que paradigma. Un giro en la mirada desde la que contemplan las relaciones pasadas y presentes con un continente que ni siquiera se animan a llamar por su nombre.
El 12 de octubre de 2021 Yolanda Díaz, una de las representantes políticas más necesarias y prometedoras del panorama nacional, publicó en su cuenta de Twitter una desacertada referencia que hablaba de respeto y gratitud ante las fuerzas armadas e invitaba a “reflexionar sobre nuestro pasado compartido y trabajar para reconciliarnos como decía el Papa Francisco”. Incluso dejando de lado la mención al jefe de la iglesia católica y el reconocimiento a un ejército que desfila conmemorando un genocidio, es necesario preguntarse a qué pasado compartido se refería la Ministra de Trabajo, vicepresidenta y líder del proyecto Sumar. O qué quiere decir exactamente cuando habla de reconciliación. Pareciera que el arco completo de la política española, en permanente tensión para cualquier asunto propio, solo fuera capaz de ponerse de acuerdo en reforzar las fronteras y en que el 12 de octubre tienen algo que celebrar.
Por supuesto, la actitud siempre arrogante de José María Aznar no tiene nada que ver con la disposición al diálogo social de Yolanda Díaz. Tampoco su desempeño en los cargos, las políticas públicas que han desplegado o su ideología guardan relación. Entre otras cosas, el papel jugado por Díaz en el contenido de los últimos presupuestos generales así lo demuestra. Pero el mismo día en que La Moncloa se aprobaban, con la mano izquierda, medidas económicas progresistas para la ciudadanía española, se acordaba, con la otra mano, un presupuesto de casi 17 millones de euros para reforzar con tecnologías de control migratorio el paso fronterizo de Tarajal y Beni Enzar.
El Ministro de Interior, Grande Marlaska, sigue sin dar la cara por la masacre de Melilla. La de Igualdad, Irene Montero, no muestra signos de escuchar los justos reclamos de las trabajadoras sexuales, que incluyen la derogación de la Ley de Extranjería. Mientras que el de Migraciones, José Luis Escrivá, sigue adelante con una reforma de la LOEX que no ha contado con la participación de las colectivas migrantes y aborda la regularización desde una perspectiva utilitarista alejada del reclamo de derechos que sostiene el Movimiento Regularización Ya.
Ministras y ministros que hablan de una España mejor, posible, la única que se podría interpelar, es cierto, para insistir en el diálogo. Pero resulta que el camino de ese diálogo está dañado porque falta escucha con respecto a una cuestión fundamental para las diásporas y las distintas comunidades que cohabitamos el territorio. Y debería faltarla para quienes, sin haber emigrado nunca, conocen, desde una perspectiva teórica, los efectos nefastos que arrastra hasta nuestros días la herida colonial.
Aníbal Quijano sostenía que el colonialismo es la relación de dominación entre identidades o etnicidades distintas, mientras que la colonialidad busca mostrar que la historia de las gentes depende de su naturaleza biológica. De una naturaleza biológica que llamaron raza, que ha sido alimentada como un monstruo de mil cabezas durante quinientos años, hoy convertido en la hidra de dientes afilados que controla las fronteras y divide nuestro mundo en dos.
Su texto, Colonialidad de Poder y Clasificación Social, arranca así. “La colonialidad es uno de los elementos constitutivos y específicos del patrón mundial de poder capitalista. Se funda en la imposición de una clasificación racial / étnica de la población del mundo como piedra angular de dicho patrón de poder, y opera en cada uno de los planos, ámbitos y dimensiones, materiales y subjetivas, de la existencia cotidiana y a escala social”. Quijano aclaraba “Colonialidad es un concepto diferente, aunque vinculado con el concepto de colonialismo. Este último se refiere estrictamente a una estructura de dominación y explotación, donde el control de la autoridad política, de los recursos de producción y del trabajo de una población determinada lo detenta otra de diferente identidad, y cuyas sedes centrales están, además, en otra jurisdicción territorial. Pero no siempre, ni necesariamente, implica relaciones racistas de poder. El colonialismo es, obviamente, más antiguo, en tanto que la colonialidad ha probado ser, en los últimos quinientos años, más profunda y duradera que el colonialismo. Pero sin duda fue engendrada dentro de éste y, más aún, sin él no habría podido ser impuesta en la intersubjetividad del mundo, de modo tan enraizado y prolongado”.
Sabemos, en suma, que el colonialismo se impuso mediante la violencia extrema justificada bajo la creación del concepto de raza, y que el producto de la raza, el racismo, es uno de los factores que sostiene la estructura permanente de la colonialidad. Pero resulta que la gestión del poder derivada de esa ordenación no se da solo en las ciudades y las cuencas fluviales de Abya Yala. La colonialidad está aquí, en Europa, y nos persigue. Del mismo modo que las fronteras que condicionan la vida de las personas migrantes no se acaban en los límites terrestres del país donde nos toca vivir.
En el Estado español las posturas conservadoras y liberales derivan de un constructo ad hoc para que todo cuadre sin demasiado esfuerzo. Defienden que los blancos llevaron la civilización allende los mares, y que el empobrecimiento y las migraciones del Sur global son debidas a la corrupción de sus dirigentes actuales. Y lo peor es que lo dicen en serio. Pero, ¿qué pasa con las votantes y representantes de izquierdas? ¿Acaso pensarán, en su fuero interno, algo similar? ¿Por qué el antirracismo, con todas sus letras, no forma parte de ningún programa político de las izquierdas plurales y feministas? ¿Por qué, en lugar de derogar la Ley de Extranjería, Marlaska acordó en julio pasado, junto a Ylva Johansson y Abdelouafi Laftit, Ministro de Interior de Marruecos, un presupuesto de 500 millones de euros, casi un 50% más, para el control militar de la frontera?
Parecen confluir dos razones en todo ello. Una de corte interior y otra que opera de cara a la galería. La primera es el propio desconocimiento o desinterés de quienes diseñan y ejecutan esas políticas. La segunda es que la tibieza ante los ataques a población migrante o gitana refleja el temor que una postura más firme pudiera tener en las urnas. El pavor de que sus votantes privilegiados consideren que los están poniendo en riesgo. En cualquier caso deberíamos decir con claridad que se trata de dos posturas racistas. Y recordar que el racismo es la mentira necesaria que sostiene la colonialidad del poder.
En dos artículos recientes, el profesor Hatem Bazian reflexionaba acerca de la pervivencia de la ideología colonialista en el imaginario europeo, demostrando hasta qué punto la migración actual es producto de una larga historia pre y poscolonial. “La retórica racista culpa a migrantes y refugiados mientras afirma que la naturaleza fallida de los estados del Sur global evidencia su inferioridad. Aquí, el argumento de los estados ‘fallidos’ se forma y enraíza en un tipo de epistemología racista biológica y cultural. ‘Vuestros estados’ fracasan porque no sois suficientemente ‘civilizados’ o racionales para manejar vuestros propios asuntos”.
Un afán interesado y paternalista que rehúsa afrontar la problemática real de las migraciones y el racismo con que se gestiona los desplazamientos de seres humanos en Europa y Estados Unidos de Norteamérica. El origen de la crisis migratoria actual se encuentra en la ordenación neocolonial del mundo. La emergencia climática y las guerras empujan los desplazamientos masivos, sobre todo, los que se dan con carácter interno entre el campo y las ciudades en los países del Sur global.
Hablar en términos de invasión o no combatir ferozmente a quiénes lo hacen es, a efectos prácticos, casi lo mismo. La noción de colonialismo interno tiene su reverso en esa mentalidad. La ruptura necesaria para subvertirla no es más que un ejercicio de conocimiento. Un corte emocional con el artefacto que ha educado a sus ciudadanos en el privilegio. Renunciar a ese privilegio implica, sobre todo, exigir que la estructura permanente de la colonialidad sea expuesta y perseguida por los políticos a quiénes dan su voto, pues es el colonialismo neoliberal, y no las migraciones, el único responsable de la pobreza de la clase obrera del Norte global.
No solo se trata del orden simbólico de las relaciones de poder. Más allá de pedir perdón y retirar estatuas, queremos hacer políticas que conflictúen la colonialidad del poder. Una parte considerable de las personas y movimientos antirracistas anhelamos dialogar con los votantes y los partidos de izquierdas en situación de igualdad. No tiene que ser un proceso fácil ni cómodo. Ninguna negociación de poderes y espacios lo es. Pero tampoco es un imposible. Estamos agotadas del extractivismo y de las alianzas que solo sirven para colgarse medallas. De los ingentes presupuestos destinados a congresos y fórums donde se pervierten las problemáticas del racismo, la xenofobia y la migración, dirigidos a un público blanco con camiseta de oenegé, pero incapaz de politizar su lástima.
Y cada 12 de octubre, aunque no tengamos nada que celebrar, las compañeras de Regularización Ya y otras colectivas vamos a estar en las calles. Las mismas calles que transitamos a diario para ir y venir de trabajar. Para lidiar con sueños y pesadillas mientras luchamos por los derechos de todas, también por los tuyos. Porque la justicia hacia los demás seres humanos jamás puede degradar a una sociedad sino que la hace más fuerte. Parafraseando a Atahualpa Yupanqui, somos tierra que camina, y después de atravesar medio mundo, estamos aquí.
Fuente: https://www.elsaltodiario.com/opinion/el-12-de-octubre-y-la-colonialidad-del-poder-
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