Adaptación libre del texto de Hermann Hesse
¡Esto marcha! –exclamó el funcionario municipal cuando recibió la comunicación oficial que concedía al pueblo el estatus de ciudad. Mientras la mayoría de pueblos de su tamaño se encogían irremediablemente hasta la extinción, su posición estratégica en el litoral lo llevó por derroteros mucho más exitosos. En los despachos de la empresa ferroviaria se decidió que la nueva línea de tren que conectaría el sur con el norte tendría parada en esta pequeña población de pescadores.
Solo dos o tres modestas casas encaladas y con redes tendidas al sol fueron indultadas en la decidida trayectoria de las vías, quedando apartadas en un rincón de difícil acceso. El viejo ayuntamiento desapareció bajo los cimientos de la estación de tren y la plaza donde se subastaba a diario el pescado, capturado por los barcos de bajura, se transformó en aparcamiento para coches. Los huertos, granjas, caminos y bosquecillos que rodeaban y alimentaban al pueblo fueron engullidos y civilizados a base de geométricas urbanizaciones, cual tableros de ajedrez. El canto de los pájaros fue sustituido por el ladrido de perros ansiosos encerrados en casas pareadas, esperando la llegada de los amos que, día sí y día también, montaban en el tren para acudir a su trabajo en la ciudad. Los hijos y las hijas nativos del pueblo ya no relevaron a su padres y madres en las lecherías, en salir a la mar, en un puesto en el mercado… La ahora cercana capital y su prosperidad les atraía con una fuerza insuperable. Junto a las urbanizaciones se edificaron rascacielos de apartamentos de segundas residencias y complejos comerciales a los que a diario llegaban muchedumbres de los alrededores, con sus ambiciones a flor de piel y sus tarjetas de crédito por estrenar.
La cultura, la dieta, el día a día se modernizó según los cánones universales. Pizzerías y hamburgueserías repartidas en los locales, que antes fueron verdulerías o colmados, y abiertas hasta altas horas de la noche, ganaron reputación. Uno de los alcaldes tuvo la agudeza de promocionar las tradiciones populares del lugar como algo turístico y folclórico, y su propuesta tuvo un éxito arrollador, así que durante la semana de fiestas la población se multiplicó por cinco. El hasta hace poco pequeño pueblo de la costa ya era conocido en medio mundo por sus playas, sus bares y sus glamurosas discotecas abiertas las 24 horas. Un jeque árabe compró varías hectáreas de la costa y levantó allí una mansión objeto de muchos reportajes en revistas de moda.
La nueva ciudad siguió creciendo al ritmo de su fama, engullendo a los pueblos más cercanos hasta alcanzar a otros pueblos costeros que habían seguido sus mismos pasos exitosos. Por aquel entonces, los gobernantes y publicistas presumían con orgullo de que “por calles de cemento se podía recorrer toda la costa del país, de sur a norte, de norte a sur, sin que la naturaleza te ponga impedimentos”.
Cuando aún esta suma de ciudades interconectadas seguía expandiéndose, cuando el relato del éxito del progreso era la narrativa oficial y mayoritaria, de forma abrupta apareció una crisis. Por un lado, el precio de la gasolina para permitir el ir y venir de la ciudadanía alcanzó cotas imposibles de asumir. Por otro lado, y por la misma causa, se hizo muy difícil acceder a los alimentos más básicos. En muy poco tiempo, la singular ciudad comenzó a vaciarse. Ya no era el corazón turístico del mundo. Los trabajos en el sector terciario ya no tenían ningún futuro ni ningún presente. Los complejos comerciales, en varias ocasiones, fueron saboteados por grupos enfurecidos hasta que ya no quedó nada en sus almacenes. Ni durante los fines de semana llegaba nadie a la playa ni a sus chiringuitos ni a sus tiendas de souvenires, que cerraron a toda prisa. Volvieron a verse gatos callejeros. El asfalto de las calles se resquebrajaba por la fuerza de semillas de higueras y algarrobos que germinaban. El sonar de las campanas de la iglesia, antes ahogado por la música de los comercios, volvió a ser perceptible… y de las casas de pescadores, que escondidas entre bloques soportaron toda esa modernización, aparecieron viejos y pequeños barcos de pesca que, con la fuerza de varios jóvenes, llegaron hasta la orilla de la mar. Poco les costó repararlos y devolverlos a su trajín.
–¡Esto marcha! –gritó una gaviota encaramada en un poste de comunicaciones ya inservible, contemplando jubilosa la reaparición de la vida.
Gustavo Duch. Licenciado en veterinaria. Coordinador de ‘Soberanía alimentaria, biodiversidad y culturas’. Colabora con movimientos campesinos.
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