El atentado terrorista en las afueras de Moscú, que ya se ha cobrado cerca de 150 víctimas fatales, supone una escalada en el conflicto que actualmente se desarrolla entre Rusia y Ucrania, con apoyo de las fuerzas de la OTAN.
Mientras que en Rusia se brinda mínima información por un sentido de cautela extrema y por las investigaciones en curso, las principales cadenas occidentales se han ocupado de crear una suerte de relato oficial, que estaría siendo construido a partir de avisos y advertencias por parte de las agencias de seguridad y de inteligencia, pero también de la supuesta falta de respuesta de las autoridades rusas.
Frente a aquellos indicios que señalarían la vinculación con Ucrania y que fueron presentados en el discurso a la nación de Vladimir Putin, Estados Unidos y el Reino Unido insisten con que los responsables del atentado deben ser rastreados en el siempre complejo escenario de Medio Oriente.
Según la inteligencia estadounidense, distintas versiones indicaban que ISIS-Khorasan, la rama de la organización con sede en Afganistán, habría estado planeando un ataque contra Moscú, de acuerdo a la acusación contra el Kremlin de “tener sangre musulmana en sus manos”, haciendo referencia a las intervenciones de Rusia en Afganistán, Chechenia y Siria.
Es cierto que existen antecedentes recientes de actividad terrorista por parte de esta organización en contra de objetivos rusos.
A principios de 2023 hubo una embestida de ISIS-K a la embajada rusa en Kabul, y a principios de este mes de marzo, la policía rusa desactivó un ataque contra la principal sinagoga de Moscú. Desde fines del año pasado, similares acciones se habrían desarrollado en varios países asiáticos y europeos incentivados, en gran medida, por el accionar de Hamas contra Israel.
Pero no resulta casual que los principales socios de la OTAN intenten convencer ahora a Rusia de abrir un nuevo frente de conflicto en el difícil territorio del Asia Central a menos de una semana de que Putin haya sido reelecto para un nuevo período presidencial con amplísimo respaldo, cuando Ucrania se encamina a una derrota y cuando en medio del actual conflicto bélico, y numerosos embargos y sanciones, Rusia ha conseguido mantener su economía en crecimiento,
De manera similar a como ocurrió en 1978, cuando la Unión Soviética invadió Afganistán, iniciando una prolongada guerra de desgaste que terminaría por incidir en la crisis terminal del experimento comunista, hoy la principal apuesta de Washington y Londres consistiría en forzar la intervención de Moscú en ese mismo país.
Para ello, se aprovecharía el vacío de poder suscitado por la retirada de Estados Unidos en agosto de 2021, y las condiciones creadas por el todavía endeble gobierno de los talibanes, amenazado por distintas organizaciones islámicas todavía más radicales, como es el caso de ISIS-K, que buscan desplazarlos del poder de manera violenta.
Una incursión armada de Rusia en el territorio siempre ríspido de Afganistán podría desencadenar una desestabilización que, a la larga, afectaría también a aquellos países que albergan ramificaciones de ISIS-K, como son los casos de Irán y, principalmente, Turquía. Al mismo tiempo en que podría incentivar el islamismo radical en otras naciones de mayoría musulmana, y también de la órbita soviética, como Uzbekistán, Turkmenistán y Tayikistán.
Lo que los aliados occidentales le sugieren a Rusia sería, por tanto, actuar como un factor desestabilizante en una extensa región del planeta que, pese a algunos escenarios bélicos específicos, desde hace poco más de un año vive una nueva etapa, principalmente, por la mediación política y sobre todo económica de China, que ambiciona extender su mercado desde el extremo Oriente hasta Europa Central.
Con Estados Unidos y el Reino Unido con menores márgenes de intervención, Irán y Arabia Saudita, los dos principales motores económicos y geopolíticos de Medio Oriente, han restablecido relaciones diplomáticas, al mismo tiempo en que Siria, Irak y El Líbano atraviesan una progresiva distensión en sus conflictos internos.
En este contexto general, la participación directa de los gobiernos de Joe Biden y Rishi Sunak se reduce hoy, principalmente, a la crisis en Gaza (aunque, de todos modos, sin poder contener la agresiva e impredecible respuesta bélica por parte de Benjamin Netanyahu) y a la intervención militar conjunta contra las milicias hutíes en Yemen.
Los intereses detrás del señalamiento a ISIS-K son múltiples y se vinculan tanto con la situación interna de Rusia como con sus derivaciones respecto a Medio Oriente y Asia central. Por su parte, y si finalmente aceptara el relato oficial de Occidente, Rusia podría ser funcional a los intereses de quienes buscan desactivar su alianza con China y, al mismo tiempo, podría contribuir al rediseño de un mapa en el que los actores tradicionales ya no tienen el peso de antes.
Pero en todo caso, ¿por qué ahora el Kremlin debería aceptar los argumentos, aparentemente bienintencionados, de aquellos gobiernos que sólo ambicionan su derrota en el campo militar en Ucrania y una crisis demoledora en el plano económico?
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